Martes por la mañana. Estaba terminando de arreglarme para una jornada más. De repente escucho que mi madre comienza a llamarme. “¡Hija veeeen!” salí corriendo al cuarto de mis padres pensando que mi mamá quizás se había caído o había tenido un dolor repentino. “¿Qué pasó?”, le pregunté. “Que un avión se estrelló contra una de las torres gemelas de Nueva York” me dijo. “Ay Mami, pensé que había pasado algo grave”, le dije sin dimensionar la tragedia que en ese momento ocurría y sin siquiera vislumbrar lo que se venía después. “¿Te parece poco?”, me preguntó. Y solo se me ocurrió exclamar: “¡qué piloto tan bruto!”. Me quedé viendo la tele, a los pocos minutos llegó otro avión a colapsar la torre compañera. No podía despegarme de aquellas horrorosas imágenes. Me quedé pasmada. Era estudiante universitaria pero ese día no pude ir a clases. Estos majestuosos edificios de 110 pisos, símbolos del poder, ardían. Los neoyorkinos y tantos ciudadanos de otros países congregados en la Gran Manzana corrían gritando, tosiendo, llenos de polvo en sus rostros y en su pelo. Algunos de quienes habían llegado temprano ese día a trabajar, se lanzaban desde ambos edificios, pues preferían matarse a morir aplastados por el cemento. No tenían otra salida...
Cualquier persona con más de 30 años recuerda lo que estaba haciendo el día en que dos aviones llenos de civiles hicieron las veces de armas destructoras. Pero ahí no había terminado esta jornada. Este día emblemático (¿quien, cuando le dicen 11 de septiembre, no piensa inmediatamente en estos hechos dolorosos?) transcurrió con otras noticias como un avión más estrellado en el Pentágono en Washington y una cuarta aeronave que colapsó en Pensilvania. Era difícil asimilar tanta tragedia en un solo día, incluso para quienes nos encontrábamos a miles de kilómetros del lugar de los hechos. Queríamos ver en internet (esa novedosa herramienta que nos abría las puertas del mundo y de las noticias en tiempo real) pero la mayoría de portales estaban caídos. Las líneas telefónicas en Estados Unidos estaban colapsadas. Nos era difícil comunicarnos con nuestros amigos y familiares que se encontraban allí. Los aeropuertos de este inmenso país se habían cerrado. La nación más poderosa del mundo mostraba su vulnerabilidad. Muchos habíamos mirado a Norteamérica con asombro y quizás con cierta envidia. Ese día, por primera vez lo veíamos con compasión y con miedo.
Un año antes, en la Jornada Mundial de la Juventud realizada en Tor Vergata, un joven italiano había dicho ante el Papa Juan Pablo II que la suya era la generación que no había conocido la guerra. Parecía que el mundo había aprendido la lección. Pero el 11 de septiembre de 2001 marcó el inicio de lo que hoy el Papa Francisco llama una “guerra mundial a pedazos”. Hoy, dos décadas después unas 240 mil personas han muerto en la guerra contra Afganistán.
Han pasado 20 años de una tragedia que nos ha hecho despertar ante un conflicto diferente a las guerras del siglo XX pero no por eso menos grave y doloroso. Una manifestación de la polarización y que vive hoy un mundo cada vez más dividido. El aumento de la islamofobia, el asociar las religiones con violencia y el extremismo ideológico son algunos de los nuevos males que nos impiden sentarnos a dialogar, construir hermandad entre las naciones y culturas.
El 11 de septiembre de 2001 aprendí una lección que la dijo Juan Pablo II en la audiencia general al día siguiente, en la plaza de San Pedro: “El corazón del hombre es un abismo del que brotan a veces planes de inaudita atrocidad, capaces de destruir en unos instantes la vida serena y laboriosa de un pueblo. Pero la fe sale a nuestro encuentro en estos momentos en los que todo comentario parece inadecuado”.