Santa Isabel de Hungría, hija del rey Andrés II, contrae matrimonio a edad muy temprana con el landgrave de Turingia, Luis IV. A sus 19 años y con tres hijos, ve marchar a la Quinta Cruzada a su esposo. Al llegar la noticia de su muerte, es arrojada de casa, para arrebatarles los derechos a ella y a su hijo.
No obstante se alegra de imitar a Jesucristo en las penalidades del invierno y del portal de Belén.
Al regresar los cruzados, le son restituidos los derechos a su primogénito, Hermán.
Ella renunció a todo y se hizo terciaria franciscana. Vivió en pobreza hasta su muerte, en 1231, a los 24 años.
En la noche en que fue despojada de todos sus bienes y arrojada del palacio de sus antepasados, hizo cantar un «Te Deum» —es la oración solemne de acción de gracias— en la iglesia de los franciscanos. Decía:
«Debemos dar gracias a Dios por todo aquello que tenemos con gozo y alegría.»
Solía decir de las personas piadosas que mostraban una cara triste —por cualquier adversidad, sufrimiento o cruz— que «en vez de acercar a los hombres a Dios... los ahuyentan; la tristeza es característica de los apegados a las cosas del mundo».
San Francisco de Sales, siglos después, enseñaba:
«El que tiene el corazón desprendido... goza siempre de un contento interior, que jamás perderá.»
Alimbau, J.M. (2017). Palabras para la alegría. Madrid: Voz de Papel.