San Pablo, en la primera carta a los Corintios, recuerda explícitamente la característica misionera de la Santa Misa: Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga (11,26). La Iglesia recoge esas palabras de San Pablo en la doxología después de la consagración. La Eucaristía es sacramento misionero, no solo porque de ella brota la gracia de la misión, sino también porque encierra en sí misma el principio y la fuente perenne de la salvación para todos los hombres. Por tanto, la celebración del sacrificio eucarístico es el acto misionero más eficaz que la comunidad eclesial puede realizar en la historia del mundo1.
Toda misa concluye con el mandato misionero id, ite missa est, que invita a los fieles a llevar el anuncio del Señor resucitado a las familias, a los ambientes de trabajo y de la sociedad, y al mundo entero. Con Jesús Eucaristía nos hacemos auténticos misioneros.
Contaba el Cardenal Marcelo González Martín una anécdota que le sucedió a un sacerdote español que trabajaba en un territorio de Tailandia. Un día le preguntaron: ¿Cuántos cristianos ha conseguido usted ya en esta misión? Y contestó: Somos dos, Jesucristo y yo. Lo notable es que lo decía con buen humor, sin el menor asomo de desesperanza, incluso con cierta tranquilidad y como quien sabe que tiene que ser así. Ese misionero y tantos y tantos otros que han predicado el Evangelio en lugares tan diversos a lo largo de los siglos han empezado casi siempre así: ellos solos, con la única compañía de Cristo2.
Me refiero particular y concretamente a Jesucristo Sacramentado, a la Eucaristía, al pequeño Sagrario de su capilla humilde y pobre. De ahí no se apartan sus ojos cuando sus almas quieren dar calor a su fe: del Sagrario, o de Cristo Crucificado, o de una imagen de la Virgen María.
Y el caso es que invariablemente, indefectiblemente, a no ser que lo estorbe una persecución violenta, mientras dura, con sólo eso y con hablar de Jesús llega un día en que el misionero logra una comunidad de bautizados que se arrodillan ante la Hostia Santa, cantan himnos y salmos, alaban al Señor y sienten en su corazón el bálsamo de una alegría y una paz que no habían experimentado nunca.
Es mucho más hermoso el paisaje cuando entre las cosas creadas descubrimos, con los ojos de la fe, que hay algo que eleva todo lo creado a un nivel que roza ya con lo divino, con la obra directa de Dios. El pan y el vino son eso: pequeños brotes de una espiga o un racimo, pero transformados en la sustancia de Dios. Éstos no son literaturas ni fantasías utópicas de un misticismo visceral y primitivo, sino realidades sobrenaturales que transforman la vida del creyente y están destinados a acompañar a todo hombre que camina entre esperanzas y frustraciones.
Hoy el Señor Sacramentado recorre las calles de nuestras ciudades y de nuestros pueblos. La procesión del Corpus, que en su origen fue el deseo de una presencia amorosa de Cristo en la calle frente a la herejía que la negaba, hoy no es más que una reproducción de tantas y tantas escenas evangélicas en que aparece Cristo, mezclado con los hombres, hablando con los hombres, sanando a los hombres enfermos, queriendo que se acerquen a Él los niños, los jóvenes, los matrimonios, es decir, todos aquellos que necesitan oír palabras de vida eterna, que brotan de labios del Hijo de Dios para todos los que quieran escucharlas. Hablar Cristo con los hombres y hablar los hombres con Cristo: eso es evangelizar3.
El pasado miércoles celebramos la fiesta de San Romualdo, fundador de los camaldulenses -monjes eremitas-. Se cuenta en su biografía que, con frecuencia, era arrebatado a un grado tan elevado de contemplación que, deshecho todo él en lágrimas, abrasado por el ardor inefable del amor divino, exclamaba: Amado Jesús, mi dulce miel, deseo inefable, dulzura de los santos, encanto de los ángeles.
¡Amado Jesús! ¡Amado Jesús! No nos cansemos de repetírselo. Tenemos que amar a Cristo el Señor, enamorarnos de Él, vivir en su Corazón Eucarístico. Como bautizados; como mendigos que se acercan a degustar el único manjar que alimenta... Acudir a Él para apagar la sed que solo su amor redentor puede saciar en nosotros.
La Eucaristía es, además, una escuela permanente de caridad, de justicia y de paz, para renovar en Cristo al mundo que nos rodea. La presencia del Resucitado proporciona a los creyentes la valentía para ser promotores de solidaridad y de renovación, contribuyendo a cambiar las estructuras de pecado en las que las personas, las comunidades y, a veces, pueblos enteros, están sumergidos[4].
Con Jesús en nuestro corazón acudimos al hermano para demostrarle nuestro amor de caridad, de entrega, de solicitud por su necesidad. Nos convertimos, como María en su visita a Isabel y como las mujeres, Juan y Nicodemo cuando acuden a poner el cuerpo de Jesús en el sepulcro hasta que resucite, en auténticas procesiones del Cuerpo del Señor que habita en nosotros. Lo llevamos a los demás en obras de caridad.
Por último, en esta reflexión sobre el significado y el contenido misionero de la Eucaristía no puede faltar la referencia a esos singulares misioneros y testigos de la fe y del amor de Cristo que son los mártires. Las reliquias de los mártires, que desde la antigüedad se colocan bajo el altar, donde se celebra el memorial de la víctima inmolada por nuestra reconciliación, constituyen un claro signo que brota del sacrificio de Cristo. A cuantos se alimentan del Señor esta energía espiritual los impulsa a dar su propia vida por él y por sus hermanos, mediante la entrega total de sí, si fuera necesario, hasta entregar la propia sangre[5].
No nos cansemos de repetirlo: ¡Amado Jesús! Acudamos a la Eucaristía para encontrar la fuerza que necesitamos. Siempre con la urgencia de predicar a Cristo en todas partes: en nuestras familias y en los lugares en que nos encontramos con los nuestros.
Pidamos a la Santísima Virgen, que nos enseña a vivir esa presencia siempre en Dios, que al recibir a Jesucristo, al responder Amén, le digamos que le amamos. Que le amamos por encima de todas las cosas.
PINCELADA MARTIRIAL - El Santísimo guardado en las tapas de un reloj
En el pueblo toledano de Alcaudete de la Jara gracias a la habilidad de varias personas no quedó el Santísimo a merced de los sacrílegos. El día 21 de julio de 1936 algunos fieles intentaron salvar las sagradas Formas, pero sin resultado. A las 5 de la tarde del día 22, el presidente socialista subía a la torre para quitar la bandera del misacantano don Florindo Miguel y sustituirla por la republicana; ocasión que, felizmente, aprovecharon los sacerdotes para apoderarse de las pocas formas existentes y sacar un ara y ornamentos necesarios para poder celebrar la santa Misa. El Santísimo se instaló en la capilla de las Marías de los Sagrarios y sobre altar portátil, en la casa de don Valeriano Sánchez, donde no faltó la constante adoración de las Marías y de los dueños de la casa.
Administraron los sacerdotes la comunión hasta el día 25 de julio en que totalmente quedaron recluidos. Doña Tomasa Sánchez, presidenta de las Marías de los Sagrarios, continuó repartiendo el Pan de los Ángeles. Por su parte, los sacerdotes pudieron celebrar clandestinamente la santa Misa en la casa rectoral, hasta el día 30. Cuando fueron apresados doña Tomasa, previo aviso del párroco, el siervo de Dios Clemente Villasante, trasladó a su residencia las formas que dejaron los sacerdotes.
Como detalle digno de mención, es preciso consignar que el Santísimo fue guardado en las tapas de un reloj de oro hasta el día 2 de septiembre, fecha en los marxistas retrocedieron ante las tropas nacionales, que se apoderaron de Talavera de la Reina (Toledo). Ante el peligro de que fuera profanado y, angustiada por no poder abrir las tapas del reloj, una persona piadosa, puesta de rodillas, pedía al Señor no permitiera la profanación. Habían pasado unos segundos, declara doña Tomasa, cuando el reloj se abrió automáticamente sobre la mesita y pude sumir yo misma la última forma.
1 JUAN PABLO II, audiencia del 21 de junio de 2000.
2 Marcelo GONZÁLEZ MARTÍN, La fuerza de la Eucaristía, publicado en ABC, (8 de abril de 1993).
3 Marcelo GONZÁLEZ MARTÍN, Hábeas Christi en Toledo, publicado en ABC, (18 de junio de 1995).
[4] JUAN PABLO II, Dies Domini, 73.