S. Juan Bautista, en su ministerio de preparación, dice a unos lo que han de hacer, a otros lo que han de omitir. Pero, como precursor, hay algo sumamente importante: el ser. Cuando es preguntado sobre cuál sea su relación con las promesas del pasado, él sabe quién es y lo dice, a la par que señala al que ha de venir.

Nosotros hemos de estar preparados para la venida del Señor siempre. Por ello, hemos  de hacer el bien y dejar de hacer el mal. Pero también tenemos una función como precursores del Señor. La vida del Bautista era una interrogación para los contemporáneos. Y nuestra vida, en la medida que sea fiel al evangelio, es también una interrogación, un enigma, que suscita las preguntas de los demás sobre aquello que de verdad anhelan todos los hombres. La evangelización empieza por ahí; hacer aflorar la pregunta sobre Dios y el sentido último de la vida que todos llevamos en nuestro interior.

Y nuestra respuesta también ha de ser doble, debe negar y afirmar. Yo no soy, yo soy solamente un discípulo, a quien necesitas es a Jesús, el Hijo de Dios. Y, para ello, tenemos que vivir en humildad. En la humildad de saber quiénes somos. Quien no es humilde cree que  puede, más o menos, ser su propio salvador. El que ha descubierto su pequeñez, quien se ha hecho niño, quien ha vuelto a su verdadero tamaño, sabe que no se puede salvar a sí mismo. Ese es el que puede entrar en el Reino de los cielos. Pero para ser precursor hay que decir quién es el Salvador. Y sólo lo decimos, si lo conocemos, si nos hemos dejado salvar por Él, si tenemos trato íntimo con Jesús.