En el ámbito cristiano actual, el concepto de gracia sigue envuelto en un candente y polémico debate y es clave para comprender los signos de los tiempos. Para los tradicionalistas y conservadores, la gracia es un elemento incómodo propio de ambientes laxos, protestantes o personalidades ambiguas. El peligro de las nuevas sociológicas que difuminan las fronteras, relativizan las consecuencias de los actos y la confusión de los conceptos, hacen que la ortodoxia vea con ojos de sospecha todo lo concerniente a la gracia. Así, la gracia aparece como una excusa para estar de cualquier forma en la iglesia, es la puerta a un relativismo hacia cualquier concepto ascético o sacramental, es la misericordia de Dios elevada a categoría de absolución general y barata. La gracia sigue siendo esa incomprendida de la que hablan grupos carismáticos poco ortodoxos, papas ambiguos o evangélicos permisivos.
Por otro lado, en un mundo totalmente pelagiano donde el hombre se basta a sí mismo para su supervivencia, su manutención y su desarrollo moral, intelectual y hasta espiritual y no necesita ser salvado porque no hay perspectiva eterna alguna, la gracia es un concepto ajeno, extraño y sospechosamente invasor de la autonomía personal. Un mundo donde la visión de la iglesia ha quedado reducida a un grupo residual de gente con buena intención pero radicalmente acomplejada y encarcelada en un férreo sistema moral; en un mundo donde la fe es un concepto confuso, que es espiritualidad a la carta, creencia variable en incógnitas indescifrables o deísmo inservible, el concepto de gracia es incomprensible, indiferente e inútil para el común de los mortales.
La gracia es clave para entender al hombre y a Dios desde dentro y por dentro. Sin la gracia, el hombre se auto gestiona y se balancea en un mar de justificaciones o condenas que le atan y encarcelan en un bucle moralista (se tenga fe o no) que aniquila la alegría y “la libertad de los hijos de Dios” (Rom 8, 21) como describe San Pablo al hombre pleno. La llamada de Dios al hombre, es una llamada liberadora en todos los órdenes que le capacita para amar y relacionarse con los demás en un encuentro sano y justo. Es la realización del plan de Dios que no quiere que el pecado, la debilidad y la concupiscencia domine sus relaciones consigo mismo y con los demás.
Pero es un concepto difícil para el hombre corriente no acostumbrado a dar ni recibir nada gratis, ni acostumbrado a querer y quererse a sí mismo en justicia y equilibrio. Entre la exigencia del ideal perfecto de hombre y la realidad mediocre y limitada que experimenta, el ser humano tiende a separarse de aquel que le recuerda que es finito y dependiente (ateísmo) sin necesitar su ayuda (pelagianismo) o confiar en su favor (voluntarismo) o a justificar su actuación moral (autonomía racionalista), o tiende a negar su responsabilidad (relativismo).
Conocer la gracia significa conocer a Dios, que siendo Dios se embarca en un rescate y elevación de la condición humana participando y comprendiendo su fragilidad (gracias al viaje humano de Cristo), pero que no le deja en la indigencia sino que busca su máxima realización. Dios no mira al ser humano como un miserable condenado, un enfermo sin solución o un rebelde sin causa, sino como una parte de su creación que le enamora y encandila y con el que desea conversar, relacionarse y amar. El drama del hombre es vivir separado de Dios porque no entiende la gracia que se le otorga y no comprende que sin él nunca está completo y nunca alcanzará su máxima potencia.
Pero el Espíritu Santo, que es el verdadero puente conductor de la gracia, sigue siendo el gran desconocido, el gran olvidado y el gran despreciado. El espíritu de Dios, que Cristo nos dejó para defendernos, para sanarnos, para pacificarnos, para liberarnos, sigue siendo un cuento de hadas, una energía cósmica o un buen sentimiento, propio de películas navideñas.
El desafío de la teología actual sobre la gracia, pasa por redescubrir al Cristo verdadero hombre y verdadero Dios, y presentar en sociedad al Espíritu Santo.