Acabo de leer la carta de "bienvenida" que usted dirige al nuevo obispo de San Sebastián, Monseñor D. Jose Ignacio Munilla. De entrada, deseo pedirle disculpas por haber escrito “San Sebastian”, pero yo no tengo la suerte de ser vasco. Aún así, puedo corregirme en este punto: Donosti, ¿ve usted?, no nos resulta tan difícil a los que al parecer somos “viscerales antinacionalistas vascos”.
Pues bien, mi propósito no es beligerante con usted, aunque así pueda creerlo; no, se trata simplemente de que no soporto la mentira, y usted ha llenado las páginas de Deia de mentiras y calumnias, con el agravante de que pueden mover a algunos buenos cuidadanos, engañados por las mismas, a una actitud hostil hacia un Obispo que lo único que desea es entregarse por entero a todos los habitantes de su diócesis, sean católicos o no, sean nacionalistas o no, sean lo que sean.
Tuve la inmensa suerte de poder convivir con el hoy Monseñor D. Jose Ignacio Munilla todo un mes en el verano de 1990, en su casa de Zumárraga. El joven sacerdote que durante ese tiempo me acogió bajo su techo y puso a mi disposición su casa y su comida era un hombre ocupado incesantemente en las diversas tareas parroquiales que tenía encomendadas. Pero no sólo eso: además colaboraba y trabajaba intensamente en el Proyecto Hombre, dedicado a la desintoxicación y rehabilitación de heroinómanos (¿o debo escribir “yonquis”?) Hablaba con total perfección en vasco (no tengo remedio, de nuevo debo enmendarme: en euskara) que era su lengua materna.
Pues bien, considerando que el nombramiento de Munilla es para usted un “abuso hiriente y una burda provocación”, le diré como a lo largo de ese mes, el joven sacerdote Munilla me fue enseñando con pasión todos los rincones de su tierra: recorrí con él todo el litoral guipuzcoano (mire, la K me la va a perdonar esta vez) tanto hacia oriente, acabando en Honbarribia e Irun, como hacia Occidente, donde tuve el inmenso placer de degustar ese besugo a la brasa que hacen en el puerto de Guetaria, pasear por la playa de Zarautz, beber un delicioso txacolí y contemplar las formaciones calizas de las playas de Zumaya. Por supuesto, sin olvidarnos de Orio, Zuloaga (pintor, la casa, su casa) y Mutriku. Las alabanzas que desde entonces proclamo del txangurro de Pasaia Donibane (pasando de San Juan, ¿no han acabado todavía con San Pedro?) provocan chanzas ya entre mis amigos.
Y todo el interior, por supuesto, desde Oyartzun a Idiazábal y desde Bergara (me hace daño la B en los ojos, pero quiero complacerle por encima de todo, señor Arregi) hasta Tolosa. Y Loyola. Y Azcoitia, Y Arrasate. Y Zestoa. Y unos chuletones de buey como no he visto en mi vida. Y me transfirió una amor tal hacia su tierra, que desde entonces he vuelto siempre que se me presenta la menor ocasión.
En una de ellas pude pasar unos dias estupendos en Leitza (ya sé que no es Navarra, es puro Euskadi) y tuve el placer de poder estrechar la mano a Iñaki Perurena. Me lo presentaron mientras transportaba una vaca entera a hombros hasta su carnicería. ¿Sabía usted que Monseñor Munilla se dedicaba a levantar las piedras que sujetaban las canastas de baloncesto en las pistas del seminario de Toledo? No parece una actitud muy propia de un acérrimo enemigo de lo vasco.
En una de ellas pude pasar unos dias estupendos en Leitza (ya sé que no es Navarra, es puro Euskadi) y tuve el placer de poder estrechar la mano a Iñaki Perurena. Me lo presentaron mientras transportaba una vaca entera a hombros hasta su carnicería. ¿Sabía usted que Monseñor Munilla se dedicaba a levantar las piedras que sujetaban las canastas de baloncesto en las pistas del seminario de Toledo? No parece una actitud muy propia de un acérrimo enemigo de lo vasco.
Y, ¡oh, providencia!, resulta que nuevamente tendré ocasión en breve de volver a esa tierra maravillosa en todo, en sus gentes y en sus paisajes, será el próximo día nueve de enero, con motivo de la toma de posesión del nuevo Obispo de San Sebastián (perdón, Donosti) de su sede apostólica. Verá, se trata de un amigo. Pero lejos de mí cualquier intento de provocar. Muy en primer lugar, me atrevo a solicitarle a usted su permiso para acudir a tan entrañable acontecimiento: yo no soy vasco, y no quisiera que se sienta invadido por una legión de maketos españoles, pues creo que no voy a ir yo sólo.
Si usted no tiene a bien otorgarme el pasaporte para poder acompañar a mi amigo en un día especial para él, no dude de que me abstendré muy mucho de acudir. No quisiera por nada del mundo herir a la noble gente que habita en una tierra que alguien me enseñó a amar profundamente hace casi veinte años.