Ezequiel 33, 7-9; Romanos 13, 8-10; Mateo 18, 15-20
«Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos»
«Si amo, no debo nada a nadie. Si soy generoso hasta el extremo, dejo de estar en deuda con otros y conmigo mismo. Pero no siempre mis actos son tan generosos»
«Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos»
«Si amo, no debo nada a nadie. Si soy generoso hasta el extremo, dejo de estar en deuda con otros y conmigo mismo. Pero no siempre mis actos son tan generosos»
Me gustaría saber siempre cuándo hablar y cuándo callar. Cómo hacer para que mis palabras no produzcan daños inevitables. Quiero aprender a medir más mis gestos y mis miradas. Mis silencios y mis palabras. No sé bien cuándo guardar silencio y cuándo decir a los cuatro vientos lo que pienso, lo que siento, lo que sé. Hay una palabra que me gusta aunque no esté reconocida por la RAE, «implotar». Significa que algo explota hacia dentro por la presión exterior. Pienso que muchas veces exploto hacia fuera. Por rabia, por impotencia, por indignación, por frustración. Mis palabras entonces exceden la prudencia y digo lo que no quiero decir. Luego me arrepiento. A veces demasiado tarde. He hecho daño a alguien, o a mí mismo. La explosión deja heridos. Eso suele pasar. Pero al mismo tiempo, al explotar, no me guardo la rabia, ni el enfado, ni la furia que llevo dentro. Otras veces lo que sucede es que la explosión tiene lugar en mi interior, en mi alma, en mi corazón. Exploto hacia dentro. Imploto en silencio. Y el resultado es que me guardo mi rabia, mi queja, mi disconformidad. Sufro sin que nadie sepa. Cuando mi tendencia habitual es la de implotar, me acabo haciendo daño. El principal herido soy yo, y conmigo el resto que no saben lo que pasa en mi interior. Puede ser que si imploto no causo heridos. Eso es cierto. Pero yo mismo me voy rompiendo por dentro. Y al final me hago daño a mí mismo y puedo acabar haciendo daño a otros. ¿Cómo se hace para que no me quiebre y a la vez no deje heridos? No tengo que esperar tal vez a que la presión sea excesiva. Busco medios para ir sacando fuera la presión que siento dentro. Hay tendencias del alma, lo sé. Formas distintas de reaccionar ante la presión de la vida. Conozco personas que implotan siempre. Y otras que explotan de forma habitual. ¿Qué es lo más sano? ¿Dónde está el punto medio? Miro mi corazón y me pregunto: ¿Cómo reacciono ante las circunstancias de la vida? ¿Cómo manejo las situaciones de stress y de conflicto? ¿Cómo enfrento las contrariedades que sufro? La presión exterior a veces es muy grande. Cada uno sabe cuánto puede aguantar. Esa presión no la puedo cambiar. La del trabajo. La de la familia. La de las crisis. La de las personas difíciles que no me dejan sacar lo mejor de mí mismo. ¿Cómo vivo la presión que viene del exterior? Puedo implotar muchas veces. Pero eso, a la larga, no es sano. No me ayuda. Prefiero explotar pero sin dejar heridos. Explotar y sacar lo que llevo dentro. No guardarlo y decirme a mí mismo en silencio: «No es para tanto, no pasa nada, no es tan importante, soy fuerte». No, no soy fuerte. Lo he comprobado. Y sí que es para tanto, y sí que pasan cosas, y sí que importa lo que me ocurre. Lo otro son mentiras que me hacen daño. Porque no puedo guardarlo todo como si no pasara nada. Al final sí que pasa. Y cuando guardo y guardo, implotando día tras día, cuando ya no pueda más y explote, tal vez sea demasiado tarde y los daños sean aún mayores. ¿Cómo lo hago entonces? Tendré que mirar mi alma con más frecuencia. Pasar por las manos de Dios las cosas que me superan. Las heridas, los juicios recibidos, las críticas, las ofensas, los contratiempos, los fracasos. Y no vivir como si no estuvieran ahí. Me duele el alma por dentro. Lo tengo que reconocer. No quiero guardármelo todo. Tampoco quiero sacarlo siempre hiriendo sin remedio. Hay más caminos. Quiero ser honesto y verdadero al contemplar mi alma a la luz de Dios. Él la ilumina. Me muestra cómo hacer para no estallar. Me da herramientas para no guardarlo todo y herirme en una implosión imprevista. Quiero recorrer ese camino en el que me voy conociendo mejor, más cada día. Leí el otro día: «La contrariedad o la polaridad es esencial al hombre. No llega el hombre a su plenitud si no consigue integrar las contradicciones en lugar de eliminarlas. Cuantos más esfuerzos se hacen por eliminar lo reprimido tanto más aparece en los sueños»[1]. Quiero aprender a aceptar las contrariedades y contradicciones de mi alma. No quiero reprimir. Me miro en la presión externa que sufro y acepto mi vida como es. No reprimo. No quiero implotar. Quiero mirar con paz lo que siento. Lo que me duele. El rencor enquistado. El miedo recurrente. La rabia y el odio. Sin dramatizar. Sin quitarle el peso a lo que siento. Valorando lo que Dios deja crecer en mi alma. Permitiéndome no ser perfecto. En eso estoy. Caminando.
Creo que en ocasiones sufro por no recibir lo que creo que el mundo me debe. Creo ver una deuda no pagada. Un milagro pedido que no ha tenido lugar en mi vida. Un don que no he recibido. La ausencia de un bien me parece una pérdida imperdonable. Me parece injusto. Y sufro cuando no tengo lo que deseo, cuando pierdo lo que había encontrado, cuando no recibo lo que había esperado. Me da pena sufrir sin un motivo real. ¿Por qué me deben algo? ¿Quién me debe algo? ¿Por qué creo que me corresponden cosas a las que tal vez no tenga derecho alguno? Nací sin derechos. La misma vida que tengo y aprecio es un don inmerecido. Eso me sobrecoge cuando me detengo a pensar en el camino recorrido. No quiero creerme acreedor de nada ni de nadie. Quiero aprender a vivir sin derechos. Tal vez creo que me deben cuando no recibo amor. Cuando no me dan lo que espero. Pero no me deben nada. Nadie me debe nada. Si soy honesto tengo que reconocer que la tristeza llega a mi corazón cuando no recibo lo esperado. O cuando siendo yo generoso no son generosos conmigo. O no me agradecen mi entrega gratuita. No logro vivir sin esperar nada. Me repito estas palabras: Sin esperar nada. No quiero esperar nada. La generosidad no es el criterio absoluto que rige mis decisiones. No siempre Dios me pide todo lo que tengo. No siempre quiere que me entregue como otros esperan de mí. No soy sacerdote por haber sido muy generoso cuando era joven. No lo soy porque todas mis decisiones sean generosas. No es así. Hay más. No todo lo que decido ha de estar marcado por el único criterio de la generosidad. Lo importante es que sea lo que Dios quiere para mí. Aunque al hacerlo sienta que estoy siendo algo egoísta. Eso no importa si es lo que Dios desea. Para decidir lo importante no es sólo la generosidad. Lo más valioso es entregar la vida en la manera que Él desea. Me gustan las palabras que dijo el Papa Francisco en Fátima: «La vida sólo puede sobrevivir gracias a la generosidad de otra vida. Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto (Jn 12,24): lo ha dicho y lo ha hecho el Señor, que siempre nos precede. Cuando pasamos por alguna cruz, Él ya ha pasado antes. De este modo, no subimos a la cruz para encontrar a Jesús, sino que ha sido Él el que se ha humillado y ha bajado hasta la cruz para encontrarnos a nosotros y, en nosotros, vencer las tinieblas del mal y llevarnos a la luz». Jesús me gana en generosidad. Amo la generosidad de Dios. Es Él, no yo, el que lo da todo. Baja hasta mí. Me enseña un camino de generosidad que yo tengo que descubrir cómo se concreta en mi vida diaria. Siempre me confieso de egoísmo. Lo tengo claro. Peco de egoísta. Pero no me considero poco generoso. No es contradictorio. Hay en mí un anhelo profundo de hacer lo que Jesús hizo. Quiero morir para dar la vida. Como lo hizo Él. Sin esperar nada a cambio. Jesús aceptó morir con paz en el alma. Y lo hizo porque era ese el camino que tejió el odio de los hombres a su paso. Jesús vino, se abajó, para darme luz. Se hizo carne para amar desde sus entrañas todo lo que hay en mí. Y dejarme ver en esa entrega lo que yo tengo que hacer. Hoy escucho: «A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley». Está claro. Si amo no debo nada a nadie. Si soy generoso hasta el extremo dejo de estar en deuda con otros y conmigo mismo. Pero no siempre mis actos son generosos. A veces puedo parecer generoso pero tal vez estoy siendo egoísta: «Bajo la fachada de generosidad, se esconde a veces el interés desmedido por un yo, más que por los demás»[2]. A veces me encuentro con personas a las que les gusta dar pero no les gusta recibir. No quieren que les invites. No quieren estar en deuda. Se engañan. Son generosos con los demás pero no aceptan que sean generosos con ellos. Hay un desequilibrio que no es sano. Mi generosidad puede ser búsqueda desmedida de mi yo. Doy amor. Pero no me dejo amar. Busco ser generoso. Pero no dejo que otros lo sean conmigo. No quiero esperar que me paguen por todo lo que hago. Tampoco que me devuelvan todo lo que entrego. No quiero que se comporten conmigo como yo me comporto con ellos. A veces sentiré que me utilizan. Que me usan mientras puedo ser útil y luego me dejan. Llegaré a pensar que es injusto. Sentiré que no me dan lo que me corresponde, lo mismo que yo he dado. Eso no me ayuda a crecer. Pienso sólo en lo que los hombres tienen que darme a cambio de mi entrega. Quiero aceptar con alegría la vida que tengo. Quiero mirar con paz a los que me rodean sin exigirles más de lo que me pueden dar. Eso es sano. No soy acreedor de nadie. Y tampoco tengo deudas. Si amo, no tengo deudas con nadie. Eso es lo que más paz me da. Si amo con toda el alma, tendré paz. Viviré sin deudas. El que hace las cosas por amor es el más generoso. En realidad el criterio es el amor. Y para amar tengo que poner mi vida como prenda. No hay amor verdadero que sea egoísta. Es imposible. Sería una contradicción. Todo amor es generoso. Lo que ha de mover mis actos es el amor. El amor a Dios. El amor a los hombres. Eso es lo que quiero pedirle a Dios que me enseñe a amar de verdad.
Con frecuencia me duelen tantas cosas que hacen mal los hombres. Me rebelo contra las injusticias que no puedo evitar. Quiero acabar con tanto odio que divide y separa. Quiero hacer desaparecer el mal que mata la vida. Veo con claridad los defectos y pecados ajenos y me lleno de ira, de rencor, de rabia, de impotencia. Sobre todo cuando ese mal me roza y hiere. Decía el Papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: «El perdón por la injusticia sufrida no es fácil, pero es un camino que la gracia hace posible. De aquí la necesidad de una pastoral de la reconciliación». ¡Cuánto cuesta perdonar las ofensas! La injusticia se clava muy dentro del alma. ¿Cómo reacciono ante el mal que me roza con sus alas? Quiero aprender a perdonar los errores de los otros, las injusticias, el mal. Puede ser por otro lado que con el tiempo me vuelva insensible ante las injusticias que sufren otros. Tanto mal en el mundo me sobrecoge. Pero poco a poco una muerte más, una injusticia más, ya no me duelen tanto. Y me vuelvo ajeno al mal que me rodea. No quiero que esto suceda, no quiero volverme insensible. Pero tampoco quiero vivir con odio, lleno de rabia y rencor. Todo mal que sufro me duele, me hiere por dentro. El mal que hacen los hombres me afecta. El mismo mal al que yo contribuyo no me ayuda. Apoyo el mal, lo hago, me callo. Mi silencio también es parte de ese mal que está a mi alrededor. Prefiero a veces cerrar los ojos y tapar los oídos. No quiero oír el mal. No quiero saber de más injusticias. Tal vez mi corazón está ya hastiado. Y ante tanto mal algo de lo inmundo se me mete dentro del alma. Me hago cómplice del mal. Yo mismo engaño al ver tanta mentira. Yo mismo robo al ver tanta corrupción. Yo mismo mato al ver tantos asesinatos. No sólo soy cómplice. Soy actor principal en el mal y en la injusticia. Pretendo construir la paz atacando con mis palabras. Quiero hablar de comunión resaltando lo que me separa. Y así estoy lleno de contradicciones. Mi rencor me hace irascible. Y mi pena me llena de odio. Creo que no puedo cambiar todo el mundo y dejo de intentar siquiera cambiar algo de mi propio corazón, de mi forma de pensar, de mi entorno. Creo que necesito un corazón nuevo. Hoy le pido a Dios que me regale un corazón nuevo. Miro a María, miro su corazón inmaculado. Me conmueve mirarla a Ella y ver su pureza y su plenitud. Le pido con un corazón de niño que en este curso eduque mi corazón. Decía el P. Kentenich: «El corazón de María está en orden de forma extraordinaria. Si me entrego a María me entrego al orden encarnado. Y el resultado es que recibo a cambio un corazón ordenado. Si pertenezco a una comunidad entonces esa comunidad se vuelve ordenada porque es la suma de microcosmos ordenados. Nuestra devoción mariana debía conseguir este resultado. Esta es la gran misión que tenemos. En María el amor, en todas sus ramificaciones, está en perfecto orden. Por eso nos consagramos a su corazón inmaculado. Ella ordena en mí el amor»[3]. Me consagro a Ella en el santuario. Para que allí se ordene mi corazón roto, herido, desordenado. Cómplice del mal. Mi corazón en el que a menudo vencen la ira, la envidia, el egoísmo. Mi corazón desordenado en el que acabo hiriendo en lugar de abrazar y hacer ese bien que sueño. Mi corazón egoísta que no se entrega sin esperar nada. Le pido a María un corazón puro.
Hoy Jesús me habla de mi hermano que peca. «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos». Me habla de una comunidad. En la cual el mal puede ser erradicado. El mal que alguien causa. El mal que hiere. Si tu hermano peca, llévalo aparte. Me conmueve esta delicadeza de Jesús. El evangelio de hoy forma parte de un discurso de Jesús dedicado a la comunidad de los discípulos. Mi hermano peca, yo lo sé. Lo he visto. Me lo han dicho. Peca con frecuencia con palabras y con obras. Peca y yo lo protejo a veces con mi silencio. O me hago parte de su pecado actuando como él lo hace. No digo nada. O hago lo que él hace. Yo también peco, no soy mejor que nadie. No creo que yo pueda cambiarlo. Lo veo sufrir a mi lado y sigo mi camino impotente. Veo que hace sufrir a otros cerca de mí y no me veo con fuerzas para cambiar el rumbo de sus pasos. Lo veo haciendo el mal a otros con sus palabras y sus actos y no sé cómo hacer para acallar su rabia. No quiero pecar yo por omisión. Quisiera impedir siempre el mal que hay a mi alrededor. Evitar el daño cometido contra inocentes. Con la delicadeza de Jesús. Es el amor que acoge y cambia el corazón del que peca. Es lo que hizo Jesús siempre con el pecador. Probablemente Él habla así por conflictos concretos que se viven entre los suyos, entre los que se aman. Las palabras de Jesús siempre responden a la vida. Pienso que en todas las comunidades humanas suceden las mismas cosas. ¡Somos tan parecidos! Quiero ser amado, reconocido, valorado. Jesús quiere marcar un estilo de vivir. Como el suyo. ¡Qué difícil es para mí juzgar el pecado del otro! Desde mi lugar, desde mi atalaya, parece sencillo decidir quién hace las cosas mal. ¿Qué haría yo en su lugar? ¿Sé acaso cuál es el lugar del otro, lo que ha vivido, lo que ha sentido? ¿Conozco su verdadera intención? ¿He visto sus heridas? Cuando conozco el dolor de mi hermano, siempre me resulta más fácil comprenderlo. Entonces ya no estoy fuera, ya formo parte de él y entiendo más lo que hace o lo que dice. ¿Cómo hubiera reaccionado yo ante situaciones que han vivido otros y que juzgo tan ligeramente? Soy capaz de lo mejor y de lo peor. No soy digno. Soy frágil. Así tengo que acercarme a los hombres. Descalzo. Pienso que Jesús siempre se acerca al hombre hecho hombre. No permanece alejado juzgando y poniendo etiquetas de pecador o impuro al que está ante Él. Fue así como se acercó a Zaqueo, a la adúltera, a Mateo el publicano, a la mujer que derramó el frasco de perfume, al Buen ladrón. Es mi ideal, pero, ¡qué difícil mirar como Jesús mira! Me cuesta ponerme ante el otro acogiendo lo que es y lo que siente sin imponerle mi molde, sin exigirle lo mismo que yo haría. Sin decirle lo que debería haber hecho. Jesús hoy me pone ante la situación de un hermano que ha pecado haciendo daño a la comunidad. El camino que me invita a seguir es el de la delicadeza y del cuidado por la imagen de esa persona. Me pide no criticarlo en público. No contarlo. Me pide no dañar su imagen ante otros. No avergonzarlo públicamente para quedar yo como puro. ¡Cuántas veces, ante un comportamiento de otro que me choca o duele, lo cuento y lo agrando! Tengo que cuidar su imagen y su fama ante los demás. No criticar ni juzgar superficialmente. Jesús me pide mirar a mi hermano como Él me mira a mí.
Jesús me dice cómo tengo que actuar frente al hermano que peca. No puedo permanecer indiferente: «Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano». Tal vez mi misión es hablar con esa persona. No es fácil este punto. ¿Cuándo hablar con él? No lo sé. Creo que tengo que rezar mucho antes. Primero tengo que ver si soy yo la persona adecuada, si hablando con él le hago un bien. Tengo que querer mucho a esa persona, o quizás tener frente a ella una responsabilidad. Porque no siempre hay que hablar. Eso es algo que queda en la conciencia y que Dios inspira en el corazón cuando se lo pido con pureza. Hay personas que con la excusa de la verdad o de la corrección fraterna, hacen mucho daño con sus comentarios. Dicen sin compasión lo que hago mal. Lo llegan a hacer sin misericordia. ¡Qué peligroso! Esa actitud genera rechazo. Deja al otro en situación de inferioridad. Pienso que la delicadeza es algo que no puedo perder nunca. No puedo dejar de mirar enalteciendo al que peca. Recuerdo esa tribu en África en la cual se rodeaba al que había hecho algún mal para recordarle toda la belleza que había en su alma, todo el bien que había hecho antes. Me gustaría ser capaz de corregir de esta forma. No quedándome en el mal que el otro ha realizado. Quiero mirar más allá del mal y del pecado. Y así ser capaz de ver esa belleza oculta, esa pureza escondida. Es un cambio en la mirada. Cuando alguien me recuerda quién soy y cuánto valgo me es más fácil cambiar. Cuando alguien me dice que soy valioso a los ojos de Dios y me dice que antes de ese pecado he hecho muchas cosas bien, empiezo a creer más en mí. Una persona me comentaba de otro: «Gracias a lo que hizo por mí, mi vida ha cambiado radicalmente. Puedo decir que sólo por ese hecho, su vida ha merecido la pena y ha salvado la mía. Por eso ya da casi igual lo que haga después». Me conmovió esa mirada. A esa persona le bastaba esa obra buena para ver toda la vida del otro como una vida grande, meritoria y santa. Sólo un hecho insignificante. Creo que así mira Dios mi vida. Mira mi obra buena. No se fija tanto en mis caídas. Se detiene ante el bien que he hecho y se alegra. Es verdad que a mí me parece pequeño e insignificante ese bien mío, al lado del mal que he hecho y sigo haciendo. Pero Dios no lo ve así. Tiene mala memoria para el mal. Y luego me dice que no tema. Que ya sólo por eso mi vida merece la pena. Por ese bien pequeño. Me gustaría ser capaz de mirar a los demás desde la atalaya de la verdad, con pureza y honestidad. Y después, como hace Dios, bajarme a la vida de los hombres para hacerles ver lo que pueden llegar a ser. El bien que hay en sus corazones. Su belleza que es mayor que su pecado. Les ayudo a hurgar en sus almas buscando los vestigios de Dios ocultos en sus pliegues. A cuidar el amor recibido y a guardarlo como un tesoro. A dar todo el amor que pueden llegar a sentir muy dentro, cambiando así el mundo. El otro día leía sobre la misericordia de Jesús: «Jesús es diferente. Dios ama la justicia, pero no es destructor de la vida, sino curador; no rechaza a los pecadores, sino que los acoge y perdona. La justicia llegará, pero no será porque Dios la imponga de manera violenta destruyendo a quienes se le oponen»[4]. Quiero que haya más justicia en los hombres. Tantas veces no tengo paciencia con el mal que veo. No construyo. No ayudo. Quiero aprender a amar al injusto para que así pueda cambiar. Quiero que reine el bien a mi alrededor. El camino es amar también al que hace el mal. Quiero aprender a decirle lo que hace mal si hace daño. Pero al decírselo quiero recordarle con más fuerza todo el bien que ha hecho antes. El mal es insignificante al lado del bien. Y el mal es pequeño al lado del amor que Dios le tiene. Le recuerdo cuánto lo ama Dios. Y le pido que no peque más, de igual a igual, porque yo también soy frágil. Que confíe más en el bien que Dios puede derramar en su corazón si él se abre. Es un misterio besar la herida para que de ahí surja un bien. Me subo a la atalaya para ver todo el vasto horizonte con los ojos de Dios. Me abajo hasta la humilde tierra para tocar con mis manos el dolor del que peca. El sufrimiento del que odia. La herida del que hiere. La muerte del que mata. Y me prometo a mí mismo no juzgar para no ser juzgado. Yo soy también pecador. No condenar para no ser condenado. Mirar como mira Dios. Amar como Dios me ama. Porque sólo sembrando justicia podré acabar con la injusticia. Sólo amando la bondad podré erradicar el odio.
Quiero ser capaz de hablar siempre con amor, con humildad, con respeto. A veces el saber lo que le sucede al otro, los motivos por los que hizo o dijo algo, me ayuda a no prejuzgar. Doy la oportunidad de que se explique, de que ante otros restituya y se reconcilie. El amor es la única forma. Por eso hoy Jesús me dice que lo haga a solas. Tengo que cuidar la fama de mi hermano y defenderla. Nunca humillarlo en público, ni con bromas. Nunca dejarlo desnudo ante la comunidad. Jesús es mi maestro. Anhelo el equilibrio entre la verdad y el amor. Entre decir y callar. Entre acoger y levantar. El otro día leí un artículo que me gustó. Un científico, Richard Davidson, estaba estudiando cómo la ansiedad, el estrés y la depresión se comportan en el cerebro. Se encontró en su búsqueda personal con el Dalai Lama que le propuso: « ¿No te has planteado enfocar tus estudios neurocientíficos en la amabilidad, la ternura y la compasión?». De sus estudios sacó la conclusión de que las personas que sentían esas emociones desarrollaron más su cerebro que las egoístas. Y descubrió que sentir empatía, ser capaz de sentir lo que el otro siente y conectar con ello, mueve unos circuitos cerebrales diferentes a la compasión. La compasión va más allá, sube a un nivel más alto. Hace que la persona se mueva a hacer algo por aliviar ese sufrimiento y cambiarlo. La ternura forma parte de este circuito de la compasión, que empuja a acercarse al otro. Leía el otro día: «Para un hombre lleno de sentido de la compasión nada humano le resulta ajeno. Ni la pena ni el gozo. Ninguna forma de vida o de muerte. El perdón es solamente real cuando lo otorga el que ha descubierto la debilidad de sus amigos y los pecados de su enemigo en su propio corazón y desea conceder el nombre de hermano a todo ser humano»[5]. Toco el mal en mi alma, cerca de mí. En los que cometen pequeñas faltas. En los que me hieren. Y siento compasión. Igual que Jesús la siente. Me gustó este estudio que muestra cómo la compasión, la ternura y la empatía me hacen más equilibrado, más capaz de ser feliz. Este científico titula así su artículo: «La base de un cerebro sano es la bondad». Hay muchas corrientes espirituales actuales que buscan la sanidad mental en la preocupación por uno mismo. Uno tiene que mirarse, realizarse, cuidarse, protegerse. Jesús me dice que la única herramienta para ser feliz de verdad es mirar fuera de mí. Dejar de cuidarme y amar. Jesús me enseña la compasión, la ternura, la comprensión. Puedo ser mejor y crecer desde la verdad. La verdad siempre unida al amor. Si siento que tengo que hablar con alguien porque ha pecado y dañado a la comunidad, entonces debo hacerlo con cuidado. Siempre puedo equivocarme en el juicio de sus actos. Y tengo que actuar con prudencia. Jesús me dice también que si yo sólo no puedo que pida ayuda a otros. Quizás los otros lo hagan mejor que yo y sepan llegar a su corazón. Tal vez los otros sepan ver algo que yo no soy capaz de ver. Quizás porque yo estoy herido. A lo mejor entre varios es más fácil buscar la forma de abrir el corazón y tender puentes. No sé en qué ejemplo concreto estaba pensando Jesús al hablar de esta forma. Quizás de un pecado que dañó mucho a su comunidad de discípulos. No habla de un pecado privado, íntimo. La compasión y el perdón son centrales. Jesús me dice que lo que reconcilie en la tierra quedará atado en el cielo: «Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo». Me encanta pensar que Dios deja en mis manos tantas cosas. Atar tiene que ver con unirme a alguien o dejar que dos se aten. Tender puentes cuando estaba roto el lazo entre dos personas. Desatar es liberar de una cadena que me esclaviza. Dios me presta sus manos. Él ata con las mías a los hombres separados. El desata el miedo, la angustia, el rencor, el odio. Me emociona pensar que mis manos son las suyas. Que mis manos unen y liberan. Atan y sueltan. Me alegra saber que cuando acaricio o sostengo es Él el que lo hace usando mi carne. Mis manos en sus manos. Sus manos en las mías. Esa forma de actuar salva mi vida. Mi bondad cambia el mundo. No me doy cuenta del poder de mis manos, de mi amor, de mi vida.
A menudo siento que me detengo y complico con las pequeñas contrariedades de la vida. Me sulfuro y pierdo la paz por cosas nimias, sin importancia, sin valor. Decía el P. Kentenich: «Las pequeñas molestias debemos verlas de inmediato dentro de un amplio contexto. No andar siempre preocupado de los ruidos secundarios, pues el hombre que ha madurado en la vida considera esas molestias como algo evidente: la vida simplemente es así. Debemos llegar a ser hombres eficientes, esforzados. Para nosotros, hombres religiosos, que queremos hacer de nuestra casa un paraíso, que queremos vivir en una pradera del paraíso, tenemos que decir: no hay que estar pisando una y otra vez la piedrecilla en el zapato, sino que hay que quitarla de allí, para volver a buscar y a retomar el contacto con Dios lo antes posible»[6]. Soy hombre de paraíso y no puedo conformarme con vivir de forma mediocre, quejándome de lo que otros hacen mal, quedándome en los detalles. Miro a veces la paja en el ojo ajeno y paso por alto la viga en el propio. Quiero mirar al cielo y no vivir continuamente pensando en las pequeñas cosas que no son importantes en mi camino. Las pequeñas y grandes piedras sobre las que paso. Quiero construir el cielo en la tierra y por ello quiero pasar por alto las pequeñas molestias del camino. Lo observo todo. Lo contemplo todo. Pero paso por alto muchas cosas insignificantes. Hoy escucho cómo debo vivir, amando, sin importar mucho más, sin darle importancia a lo que no la tiene: «De hecho, el no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás y los demás mandamientos que haya, se resumen en esta frase: - Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera». Es un sí más que un montón de «noes». Necesito aprender a entregarle a Dios las pequeñas heridas de mi vida. Paso por alto también mis propias debilidades. Me hago más niño y más dócil. Más filial, como me recuerda el P. Kentenich: «Me alegro de que ahora experimente mi debilidad, pero no de que haya pecado. Y ¿por qué me alegro? Porque percibo lo que Pablo dice: - Cuando soy débil, entonces soy fuerte. ¿Por qué? Todo en mí tiende hacia lo alto; intuyo que si mi debilidad no se desposa con el poder y la fuerza de Dios, lo que de noble se me ha dado como fundamento en mi naturaleza, nunca llegará a un desarrollo y a una perfección. Siempre es así: el amor misericordioso se posesiona de mí»[7]. Veo el mal también dentro de mí. Yo soy débil en mi carne y fuerte en Dios. Soy un hombre necesitado. No hago todo el bien que quiero. No logro evitar todo el mal que odio. No me callo ante las contrariedades que sufro. Vuelvo la mirada a Dios para que tenga misericordia de mi fragilidad. No me siento fuerte, no soy capaz de llevar solo mi vida adelantes. Me veo tan débil. Pero en mi debilidad brilla la fuerza inmensa del amor de Dios en mí.
Después de las palabras de Jesús sobre los conflictos en su comunidad, habla Jesús del poder de la oración: «Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos». Él siempre está en medio cuando oro. Creo en el poder de la oración que puede sanar mi corazón enfermo. La oración me cura por dentro. La oración en soledad. Pero de forma especial la oración en comunidad. Cuando dos o más se encuentran reunidos en su nombre. Muchas veces lo he sentido. A veces me cuesta rezar a solas o puedo rezar centrándome sólo en mí mismo. Me quedo en lo que yo siento, en lo que yo necesito. Es importante hacerlo, lo sé. Pero quiero que mi oración sea de alabanza. Quiero agradecer por ese Dios que me abraza en el camino. Hoy Jesús me hace ver el valor de la oración en comunidad. Estar con otros y rezar con ellos me lleva a tocar el cielo. Me uno a Jesús en los otros. Allí en medio está Jesús cuidándonos. Yo cargo entonces con lo que el otro siente y vive. Con su petición, con su súplica, con su queja, con su alegría. Y el otro carga con todo lo mío. Pido por lo que el otro vive. Doy gracias por lo que el otro es. Soy capaz de rezar unido a ese hombre, más allá de mi muro interior. Pero, ¡cuánto me cuesta a veces expresar en alto mi oración! Me avergüenzo, no tengo confianza, me siento ridículo. Pero luego, cuando aprendo, es muy bonito poner mi vida desnuda ante Dios en oración con otros. ¿Cómo no va a escuchar Dios esa oración de amor en comunidad? Allí está presente Jesús. Siempre es así. Está en medio, orando a mi lado, sintiendo lo que sentimos, alentándonos, alegrándose con nosotros. ¿Cuándo ha sido la última vez que he vivido esto? ¿Rezo con mi cónyuge en voz alta? ¿Rezo así en mi comunidad, con los que más quiero? La oración me acerca a Dios. Mi oración acerca a Dios a los hombres.
Creo que en ocasiones sufro por no recibir lo que creo que el mundo me debe. Creo ver una deuda no pagada. Un milagro pedido que no ha tenido lugar en mi vida. Un don que no he recibido. La ausencia de un bien me parece una pérdida imperdonable. Me parece injusto. Y sufro cuando no tengo lo que deseo, cuando pierdo lo que había encontrado, cuando no recibo lo que había esperado. Me da pena sufrir sin un motivo real. ¿Por qué me deben algo? ¿Quién me debe algo? ¿Por qué creo que me corresponden cosas a las que tal vez no tenga derecho alguno? Nací sin derechos. La misma vida que tengo y aprecio es un don inmerecido. Eso me sobrecoge cuando me detengo a pensar en el camino recorrido. No quiero creerme acreedor de nada ni de nadie. Quiero aprender a vivir sin derechos. Tal vez creo que me deben cuando no recibo amor. Cuando no me dan lo que espero. Pero no me deben nada. Nadie me debe nada. Si soy honesto tengo que reconocer que la tristeza llega a mi corazón cuando no recibo lo esperado. O cuando siendo yo generoso no son generosos conmigo. O no me agradecen mi entrega gratuita. No logro vivir sin esperar nada. Me repito estas palabras: Sin esperar nada. No quiero esperar nada. La generosidad no es el criterio absoluto que rige mis decisiones. No siempre Dios me pide todo lo que tengo. No siempre quiere que me entregue como otros esperan de mí. No soy sacerdote por haber sido muy generoso cuando era joven. No lo soy porque todas mis decisiones sean generosas. No es así. Hay más. No todo lo que decido ha de estar marcado por el único criterio de la generosidad. Lo importante es que sea lo que Dios quiere para mí. Aunque al hacerlo sienta que estoy siendo algo egoísta. Eso no importa si es lo que Dios desea. Para decidir lo importante no es sólo la generosidad. Lo más valioso es entregar la vida en la manera que Él desea. Me gustan las palabras que dijo el Papa Francisco en Fátima: «La vida sólo puede sobrevivir gracias a la generosidad de otra vida. Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto (Jn 12,24): lo ha dicho y lo ha hecho el Señor, que siempre nos precede. Cuando pasamos por alguna cruz, Él ya ha pasado antes. De este modo, no subimos a la cruz para encontrar a Jesús, sino que ha sido Él el que se ha humillado y ha bajado hasta la cruz para encontrarnos a nosotros y, en nosotros, vencer las tinieblas del mal y llevarnos a la luz». Jesús me gana en generosidad. Amo la generosidad de Dios. Es Él, no yo, el que lo da todo. Baja hasta mí. Me enseña un camino de generosidad que yo tengo que descubrir cómo se concreta en mi vida diaria. Siempre me confieso de egoísmo. Lo tengo claro. Peco de egoísta. Pero no me considero poco generoso. No es contradictorio. Hay en mí un anhelo profundo de hacer lo que Jesús hizo. Quiero morir para dar la vida. Como lo hizo Él. Sin esperar nada a cambio. Jesús aceptó morir con paz en el alma. Y lo hizo porque era ese el camino que tejió el odio de los hombres a su paso. Jesús vino, se abajó, para darme luz. Se hizo carne para amar desde sus entrañas todo lo que hay en mí. Y dejarme ver en esa entrega lo que yo tengo que hacer. Hoy escucho: «A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley». Está claro. Si amo no debo nada a nadie. Si soy generoso hasta el extremo dejo de estar en deuda con otros y conmigo mismo. Pero no siempre mis actos son generosos. A veces puedo parecer generoso pero tal vez estoy siendo egoísta: «Bajo la fachada de generosidad, se esconde a veces el interés desmedido por un yo, más que por los demás»[2]. A veces me encuentro con personas a las que les gusta dar pero no les gusta recibir. No quieren que les invites. No quieren estar en deuda. Se engañan. Son generosos con los demás pero no aceptan que sean generosos con ellos. Hay un desequilibrio que no es sano. Mi generosidad puede ser búsqueda desmedida de mi yo. Doy amor. Pero no me dejo amar. Busco ser generoso. Pero no dejo que otros lo sean conmigo. No quiero esperar que me paguen por todo lo que hago. Tampoco que me devuelvan todo lo que entrego. No quiero que se comporten conmigo como yo me comporto con ellos. A veces sentiré que me utilizan. Que me usan mientras puedo ser útil y luego me dejan. Llegaré a pensar que es injusto. Sentiré que no me dan lo que me corresponde, lo mismo que yo he dado. Eso no me ayuda a crecer. Pienso sólo en lo que los hombres tienen que darme a cambio de mi entrega. Quiero aceptar con alegría la vida que tengo. Quiero mirar con paz a los que me rodean sin exigirles más de lo que me pueden dar. Eso es sano. No soy acreedor de nadie. Y tampoco tengo deudas. Si amo, no tengo deudas con nadie. Eso es lo que más paz me da. Si amo con toda el alma, tendré paz. Viviré sin deudas. El que hace las cosas por amor es el más generoso. En realidad el criterio es el amor. Y para amar tengo que poner mi vida como prenda. No hay amor verdadero que sea egoísta. Es imposible. Sería una contradicción. Todo amor es generoso. Lo que ha de mover mis actos es el amor. El amor a Dios. El amor a los hombres. Eso es lo que quiero pedirle a Dios que me enseñe a amar de verdad.
Con frecuencia me duelen tantas cosas que hacen mal los hombres. Me rebelo contra las injusticias que no puedo evitar. Quiero acabar con tanto odio que divide y separa. Quiero hacer desaparecer el mal que mata la vida. Veo con claridad los defectos y pecados ajenos y me lleno de ira, de rencor, de rabia, de impotencia. Sobre todo cuando ese mal me roza y hiere. Decía el Papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: «El perdón por la injusticia sufrida no es fácil, pero es un camino que la gracia hace posible. De aquí la necesidad de una pastoral de la reconciliación». ¡Cuánto cuesta perdonar las ofensas! La injusticia se clava muy dentro del alma. ¿Cómo reacciono ante el mal que me roza con sus alas? Quiero aprender a perdonar los errores de los otros, las injusticias, el mal. Puede ser por otro lado que con el tiempo me vuelva insensible ante las injusticias que sufren otros. Tanto mal en el mundo me sobrecoge. Pero poco a poco una muerte más, una injusticia más, ya no me duelen tanto. Y me vuelvo ajeno al mal que me rodea. No quiero que esto suceda, no quiero volverme insensible. Pero tampoco quiero vivir con odio, lleno de rabia y rencor. Todo mal que sufro me duele, me hiere por dentro. El mal que hacen los hombres me afecta. El mismo mal al que yo contribuyo no me ayuda. Apoyo el mal, lo hago, me callo. Mi silencio también es parte de ese mal que está a mi alrededor. Prefiero a veces cerrar los ojos y tapar los oídos. No quiero oír el mal. No quiero saber de más injusticias. Tal vez mi corazón está ya hastiado. Y ante tanto mal algo de lo inmundo se me mete dentro del alma. Me hago cómplice del mal. Yo mismo engaño al ver tanta mentira. Yo mismo robo al ver tanta corrupción. Yo mismo mato al ver tantos asesinatos. No sólo soy cómplice. Soy actor principal en el mal y en la injusticia. Pretendo construir la paz atacando con mis palabras. Quiero hablar de comunión resaltando lo que me separa. Y así estoy lleno de contradicciones. Mi rencor me hace irascible. Y mi pena me llena de odio. Creo que no puedo cambiar todo el mundo y dejo de intentar siquiera cambiar algo de mi propio corazón, de mi forma de pensar, de mi entorno. Creo que necesito un corazón nuevo. Hoy le pido a Dios que me regale un corazón nuevo. Miro a María, miro su corazón inmaculado. Me conmueve mirarla a Ella y ver su pureza y su plenitud. Le pido con un corazón de niño que en este curso eduque mi corazón. Decía el P. Kentenich: «El corazón de María está en orden de forma extraordinaria. Si me entrego a María me entrego al orden encarnado. Y el resultado es que recibo a cambio un corazón ordenado. Si pertenezco a una comunidad entonces esa comunidad se vuelve ordenada porque es la suma de microcosmos ordenados. Nuestra devoción mariana debía conseguir este resultado. Esta es la gran misión que tenemos. En María el amor, en todas sus ramificaciones, está en perfecto orden. Por eso nos consagramos a su corazón inmaculado. Ella ordena en mí el amor»[3]. Me consagro a Ella en el santuario. Para que allí se ordene mi corazón roto, herido, desordenado. Cómplice del mal. Mi corazón en el que a menudo vencen la ira, la envidia, el egoísmo. Mi corazón desordenado en el que acabo hiriendo en lugar de abrazar y hacer ese bien que sueño. Mi corazón egoísta que no se entrega sin esperar nada. Le pido a María un corazón puro.
Hoy Jesús me habla de mi hermano que peca. «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos». Me habla de una comunidad. En la cual el mal puede ser erradicado. El mal que alguien causa. El mal que hiere. Si tu hermano peca, llévalo aparte. Me conmueve esta delicadeza de Jesús. El evangelio de hoy forma parte de un discurso de Jesús dedicado a la comunidad de los discípulos. Mi hermano peca, yo lo sé. Lo he visto. Me lo han dicho. Peca con frecuencia con palabras y con obras. Peca y yo lo protejo a veces con mi silencio. O me hago parte de su pecado actuando como él lo hace. No digo nada. O hago lo que él hace. Yo también peco, no soy mejor que nadie. No creo que yo pueda cambiarlo. Lo veo sufrir a mi lado y sigo mi camino impotente. Veo que hace sufrir a otros cerca de mí y no me veo con fuerzas para cambiar el rumbo de sus pasos. Lo veo haciendo el mal a otros con sus palabras y sus actos y no sé cómo hacer para acallar su rabia. No quiero pecar yo por omisión. Quisiera impedir siempre el mal que hay a mi alrededor. Evitar el daño cometido contra inocentes. Con la delicadeza de Jesús. Es el amor que acoge y cambia el corazón del que peca. Es lo que hizo Jesús siempre con el pecador. Probablemente Él habla así por conflictos concretos que se viven entre los suyos, entre los que se aman. Las palabras de Jesús siempre responden a la vida. Pienso que en todas las comunidades humanas suceden las mismas cosas. ¡Somos tan parecidos! Quiero ser amado, reconocido, valorado. Jesús quiere marcar un estilo de vivir. Como el suyo. ¡Qué difícil es para mí juzgar el pecado del otro! Desde mi lugar, desde mi atalaya, parece sencillo decidir quién hace las cosas mal. ¿Qué haría yo en su lugar? ¿Sé acaso cuál es el lugar del otro, lo que ha vivido, lo que ha sentido? ¿Conozco su verdadera intención? ¿He visto sus heridas? Cuando conozco el dolor de mi hermano, siempre me resulta más fácil comprenderlo. Entonces ya no estoy fuera, ya formo parte de él y entiendo más lo que hace o lo que dice. ¿Cómo hubiera reaccionado yo ante situaciones que han vivido otros y que juzgo tan ligeramente? Soy capaz de lo mejor y de lo peor. No soy digno. Soy frágil. Así tengo que acercarme a los hombres. Descalzo. Pienso que Jesús siempre se acerca al hombre hecho hombre. No permanece alejado juzgando y poniendo etiquetas de pecador o impuro al que está ante Él. Fue así como se acercó a Zaqueo, a la adúltera, a Mateo el publicano, a la mujer que derramó el frasco de perfume, al Buen ladrón. Es mi ideal, pero, ¡qué difícil mirar como Jesús mira! Me cuesta ponerme ante el otro acogiendo lo que es y lo que siente sin imponerle mi molde, sin exigirle lo mismo que yo haría. Sin decirle lo que debería haber hecho. Jesús hoy me pone ante la situación de un hermano que ha pecado haciendo daño a la comunidad. El camino que me invita a seguir es el de la delicadeza y del cuidado por la imagen de esa persona. Me pide no criticarlo en público. No contarlo. Me pide no dañar su imagen ante otros. No avergonzarlo públicamente para quedar yo como puro. ¡Cuántas veces, ante un comportamiento de otro que me choca o duele, lo cuento y lo agrando! Tengo que cuidar su imagen y su fama ante los demás. No criticar ni juzgar superficialmente. Jesús me pide mirar a mi hermano como Él me mira a mí.
Jesús me dice cómo tengo que actuar frente al hermano que peca. No puedo permanecer indiferente: «Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano». Tal vez mi misión es hablar con esa persona. No es fácil este punto. ¿Cuándo hablar con él? No lo sé. Creo que tengo que rezar mucho antes. Primero tengo que ver si soy yo la persona adecuada, si hablando con él le hago un bien. Tengo que querer mucho a esa persona, o quizás tener frente a ella una responsabilidad. Porque no siempre hay que hablar. Eso es algo que queda en la conciencia y que Dios inspira en el corazón cuando se lo pido con pureza. Hay personas que con la excusa de la verdad o de la corrección fraterna, hacen mucho daño con sus comentarios. Dicen sin compasión lo que hago mal. Lo llegan a hacer sin misericordia. ¡Qué peligroso! Esa actitud genera rechazo. Deja al otro en situación de inferioridad. Pienso que la delicadeza es algo que no puedo perder nunca. No puedo dejar de mirar enalteciendo al que peca. Recuerdo esa tribu en África en la cual se rodeaba al que había hecho algún mal para recordarle toda la belleza que había en su alma, todo el bien que había hecho antes. Me gustaría ser capaz de corregir de esta forma. No quedándome en el mal que el otro ha realizado. Quiero mirar más allá del mal y del pecado. Y así ser capaz de ver esa belleza oculta, esa pureza escondida. Es un cambio en la mirada. Cuando alguien me recuerda quién soy y cuánto valgo me es más fácil cambiar. Cuando alguien me dice que soy valioso a los ojos de Dios y me dice que antes de ese pecado he hecho muchas cosas bien, empiezo a creer más en mí. Una persona me comentaba de otro: «Gracias a lo que hizo por mí, mi vida ha cambiado radicalmente. Puedo decir que sólo por ese hecho, su vida ha merecido la pena y ha salvado la mía. Por eso ya da casi igual lo que haga después». Me conmovió esa mirada. A esa persona le bastaba esa obra buena para ver toda la vida del otro como una vida grande, meritoria y santa. Sólo un hecho insignificante. Creo que así mira Dios mi vida. Mira mi obra buena. No se fija tanto en mis caídas. Se detiene ante el bien que he hecho y se alegra. Es verdad que a mí me parece pequeño e insignificante ese bien mío, al lado del mal que he hecho y sigo haciendo. Pero Dios no lo ve así. Tiene mala memoria para el mal. Y luego me dice que no tema. Que ya sólo por eso mi vida merece la pena. Por ese bien pequeño. Me gustaría ser capaz de mirar a los demás desde la atalaya de la verdad, con pureza y honestidad. Y después, como hace Dios, bajarme a la vida de los hombres para hacerles ver lo que pueden llegar a ser. El bien que hay en sus corazones. Su belleza que es mayor que su pecado. Les ayudo a hurgar en sus almas buscando los vestigios de Dios ocultos en sus pliegues. A cuidar el amor recibido y a guardarlo como un tesoro. A dar todo el amor que pueden llegar a sentir muy dentro, cambiando así el mundo. El otro día leía sobre la misericordia de Jesús: «Jesús es diferente. Dios ama la justicia, pero no es destructor de la vida, sino curador; no rechaza a los pecadores, sino que los acoge y perdona. La justicia llegará, pero no será porque Dios la imponga de manera violenta destruyendo a quienes se le oponen»[4]. Quiero que haya más justicia en los hombres. Tantas veces no tengo paciencia con el mal que veo. No construyo. No ayudo. Quiero aprender a amar al injusto para que así pueda cambiar. Quiero que reine el bien a mi alrededor. El camino es amar también al que hace el mal. Quiero aprender a decirle lo que hace mal si hace daño. Pero al decírselo quiero recordarle con más fuerza todo el bien que ha hecho antes. El mal es insignificante al lado del bien. Y el mal es pequeño al lado del amor que Dios le tiene. Le recuerdo cuánto lo ama Dios. Y le pido que no peque más, de igual a igual, porque yo también soy frágil. Que confíe más en el bien que Dios puede derramar en su corazón si él se abre. Es un misterio besar la herida para que de ahí surja un bien. Me subo a la atalaya para ver todo el vasto horizonte con los ojos de Dios. Me abajo hasta la humilde tierra para tocar con mis manos el dolor del que peca. El sufrimiento del que odia. La herida del que hiere. La muerte del que mata. Y me prometo a mí mismo no juzgar para no ser juzgado. Yo soy también pecador. No condenar para no ser condenado. Mirar como mira Dios. Amar como Dios me ama. Porque sólo sembrando justicia podré acabar con la injusticia. Sólo amando la bondad podré erradicar el odio.
Quiero ser capaz de hablar siempre con amor, con humildad, con respeto. A veces el saber lo que le sucede al otro, los motivos por los que hizo o dijo algo, me ayuda a no prejuzgar. Doy la oportunidad de que se explique, de que ante otros restituya y se reconcilie. El amor es la única forma. Por eso hoy Jesús me dice que lo haga a solas. Tengo que cuidar la fama de mi hermano y defenderla. Nunca humillarlo en público, ni con bromas. Nunca dejarlo desnudo ante la comunidad. Jesús es mi maestro. Anhelo el equilibrio entre la verdad y el amor. Entre decir y callar. Entre acoger y levantar. El otro día leí un artículo que me gustó. Un científico, Richard Davidson, estaba estudiando cómo la ansiedad, el estrés y la depresión se comportan en el cerebro. Se encontró en su búsqueda personal con el Dalai Lama que le propuso: « ¿No te has planteado enfocar tus estudios neurocientíficos en la amabilidad, la ternura y la compasión?». De sus estudios sacó la conclusión de que las personas que sentían esas emociones desarrollaron más su cerebro que las egoístas. Y descubrió que sentir empatía, ser capaz de sentir lo que el otro siente y conectar con ello, mueve unos circuitos cerebrales diferentes a la compasión. La compasión va más allá, sube a un nivel más alto. Hace que la persona se mueva a hacer algo por aliviar ese sufrimiento y cambiarlo. La ternura forma parte de este circuito de la compasión, que empuja a acercarse al otro. Leía el otro día: «Para un hombre lleno de sentido de la compasión nada humano le resulta ajeno. Ni la pena ni el gozo. Ninguna forma de vida o de muerte. El perdón es solamente real cuando lo otorga el que ha descubierto la debilidad de sus amigos y los pecados de su enemigo en su propio corazón y desea conceder el nombre de hermano a todo ser humano»[5]. Toco el mal en mi alma, cerca de mí. En los que cometen pequeñas faltas. En los que me hieren. Y siento compasión. Igual que Jesús la siente. Me gustó este estudio que muestra cómo la compasión, la ternura y la empatía me hacen más equilibrado, más capaz de ser feliz. Este científico titula así su artículo: «La base de un cerebro sano es la bondad». Hay muchas corrientes espirituales actuales que buscan la sanidad mental en la preocupación por uno mismo. Uno tiene que mirarse, realizarse, cuidarse, protegerse. Jesús me dice que la única herramienta para ser feliz de verdad es mirar fuera de mí. Dejar de cuidarme y amar. Jesús me enseña la compasión, la ternura, la comprensión. Puedo ser mejor y crecer desde la verdad. La verdad siempre unida al amor. Si siento que tengo que hablar con alguien porque ha pecado y dañado a la comunidad, entonces debo hacerlo con cuidado. Siempre puedo equivocarme en el juicio de sus actos. Y tengo que actuar con prudencia. Jesús me dice también que si yo sólo no puedo que pida ayuda a otros. Quizás los otros lo hagan mejor que yo y sepan llegar a su corazón. Tal vez los otros sepan ver algo que yo no soy capaz de ver. Quizás porque yo estoy herido. A lo mejor entre varios es más fácil buscar la forma de abrir el corazón y tender puentes. No sé en qué ejemplo concreto estaba pensando Jesús al hablar de esta forma. Quizás de un pecado que dañó mucho a su comunidad de discípulos. No habla de un pecado privado, íntimo. La compasión y el perdón son centrales. Jesús me dice que lo que reconcilie en la tierra quedará atado en el cielo: «Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo». Me encanta pensar que Dios deja en mis manos tantas cosas. Atar tiene que ver con unirme a alguien o dejar que dos se aten. Tender puentes cuando estaba roto el lazo entre dos personas. Desatar es liberar de una cadena que me esclaviza. Dios me presta sus manos. Él ata con las mías a los hombres separados. El desata el miedo, la angustia, el rencor, el odio. Me emociona pensar que mis manos son las suyas. Que mis manos unen y liberan. Atan y sueltan. Me alegra saber que cuando acaricio o sostengo es Él el que lo hace usando mi carne. Mis manos en sus manos. Sus manos en las mías. Esa forma de actuar salva mi vida. Mi bondad cambia el mundo. No me doy cuenta del poder de mis manos, de mi amor, de mi vida.
A menudo siento que me detengo y complico con las pequeñas contrariedades de la vida. Me sulfuro y pierdo la paz por cosas nimias, sin importancia, sin valor. Decía el P. Kentenich: «Las pequeñas molestias debemos verlas de inmediato dentro de un amplio contexto. No andar siempre preocupado de los ruidos secundarios, pues el hombre que ha madurado en la vida considera esas molestias como algo evidente: la vida simplemente es así. Debemos llegar a ser hombres eficientes, esforzados. Para nosotros, hombres religiosos, que queremos hacer de nuestra casa un paraíso, que queremos vivir en una pradera del paraíso, tenemos que decir: no hay que estar pisando una y otra vez la piedrecilla en el zapato, sino que hay que quitarla de allí, para volver a buscar y a retomar el contacto con Dios lo antes posible»[6]. Soy hombre de paraíso y no puedo conformarme con vivir de forma mediocre, quejándome de lo que otros hacen mal, quedándome en los detalles. Miro a veces la paja en el ojo ajeno y paso por alto la viga en el propio. Quiero mirar al cielo y no vivir continuamente pensando en las pequeñas cosas que no son importantes en mi camino. Las pequeñas y grandes piedras sobre las que paso. Quiero construir el cielo en la tierra y por ello quiero pasar por alto las pequeñas molestias del camino. Lo observo todo. Lo contemplo todo. Pero paso por alto muchas cosas insignificantes. Hoy escucho cómo debo vivir, amando, sin importar mucho más, sin darle importancia a lo que no la tiene: «De hecho, el no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás y los demás mandamientos que haya, se resumen en esta frase: - Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera». Es un sí más que un montón de «noes». Necesito aprender a entregarle a Dios las pequeñas heridas de mi vida. Paso por alto también mis propias debilidades. Me hago más niño y más dócil. Más filial, como me recuerda el P. Kentenich: «Me alegro de que ahora experimente mi debilidad, pero no de que haya pecado. Y ¿por qué me alegro? Porque percibo lo que Pablo dice: - Cuando soy débil, entonces soy fuerte. ¿Por qué? Todo en mí tiende hacia lo alto; intuyo que si mi debilidad no se desposa con el poder y la fuerza de Dios, lo que de noble se me ha dado como fundamento en mi naturaleza, nunca llegará a un desarrollo y a una perfección. Siempre es así: el amor misericordioso se posesiona de mí»[7]. Veo el mal también dentro de mí. Yo soy débil en mi carne y fuerte en Dios. Soy un hombre necesitado. No hago todo el bien que quiero. No logro evitar todo el mal que odio. No me callo ante las contrariedades que sufro. Vuelvo la mirada a Dios para que tenga misericordia de mi fragilidad. No me siento fuerte, no soy capaz de llevar solo mi vida adelantes. Me veo tan débil. Pero en mi debilidad brilla la fuerza inmensa del amor de Dios en mí.
Después de las palabras de Jesús sobre los conflictos en su comunidad, habla Jesús del poder de la oración: «Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos». Él siempre está en medio cuando oro. Creo en el poder de la oración que puede sanar mi corazón enfermo. La oración me cura por dentro. La oración en soledad. Pero de forma especial la oración en comunidad. Cuando dos o más se encuentran reunidos en su nombre. Muchas veces lo he sentido. A veces me cuesta rezar a solas o puedo rezar centrándome sólo en mí mismo. Me quedo en lo que yo siento, en lo que yo necesito. Es importante hacerlo, lo sé. Pero quiero que mi oración sea de alabanza. Quiero agradecer por ese Dios que me abraza en el camino. Hoy Jesús me hace ver el valor de la oración en comunidad. Estar con otros y rezar con ellos me lleva a tocar el cielo. Me uno a Jesús en los otros. Allí en medio está Jesús cuidándonos. Yo cargo entonces con lo que el otro siente y vive. Con su petición, con su súplica, con su queja, con su alegría. Y el otro carga con todo lo mío. Pido por lo que el otro vive. Doy gracias por lo que el otro es. Soy capaz de rezar unido a ese hombre, más allá de mi muro interior. Pero, ¡cuánto me cuesta a veces expresar en alto mi oración! Me avergüenzo, no tengo confianza, me siento ridículo. Pero luego, cuando aprendo, es muy bonito poner mi vida desnuda ante Dios en oración con otros. ¿Cómo no va a escuchar Dios esa oración de amor en comunidad? Allí está presente Jesús. Siempre es así. Está en medio, orando a mi lado, sintiendo lo que sentimos, alentándonos, alegrándose con nosotros. ¿Cuándo ha sido la última vez que he vivido esto? ¿Rezo con mi cónyuge en voz alta? ¿Rezo así en mi comunidad, con los que más quiero? La oración me acerca a Dios. Mi oración acerca a Dios a los hombres.
[1] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 90
[2] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
[3] J. Kentenich, homilía 1965
[4] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[5] H. Nouwen, El Sanador herido
[6] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[7] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963