Que la Adoración al Santísimo es uno de los grandes tesoros de la Iglesia es innegable. ¿Cómo podría ser de otra manera si creemos de verdad que allí está realmente, inerme y a nuestra disposición, el mismo Jesucristo?
Si durante un tiempo parecía no contar demasiado en los “planes pastorales”, lo cierto es que la proliferación de capillas donde se expone el Santísimo y la importancia de la Adoración en cualquier fenómeno con empuje en la Iglesia católica confirman que sólo donde hay adoración eucarística hay vitalidad.
Este redescubrimiento de la Adoración tiene múltiples facetas y concreciones. En ocasiones, no obstante, parece que aún tememos quedarnos cara a cara, en silencio exterior (para que fluya la conversación interior), con Jesús. Por suerte, gracias al cardenal Sarah ya se puede hablar de la necesidad del silencio para crecer en la vida interior sin que te miren como a un excéntrico.
Pensaba en estas cosas cuando me llamó la atención el testimonio, publicado en el Catholic Herald, del P. Matthew Pittam, que confirmaba y ampliaba mis primeras reflexiones.
El P. Pittam es un sacerdote de la diócesis de Birmingham que es capellán en un colegio católico, el St. Thomas More de Warwickshire. En su artículo escribía que “uno de los aspectos más gratificantes de mi ministerio ha sido introducir a los alumnos en la Adoración al Santísimo Sacramento y al silencio. Subestimamos el poder de la adoración en silencio, especialmente en los colegios”.
El capellán explica que han desarrollado un modelo que dura todo el curso. Empiezan con una sesión en el aula en la que se les explica a los alumnos qué es la exposición del Santísimo y en qué radica su importancia. Se les explica también los momentos que van a vivir y el significado de los diferentes símbolos y oraciones. Comenta el P. Pittam que “nos hemos ido haciendo más conscientes de que incluso aquellos que han estado en colegios católicos desde el parvulario pueden no tener la más mínima noción de la Presencia Real o de la práctica de la Exposición del Santísimo Sacramento”. Una experiencia que no choca a nadie, lo que nos tendría que dar mucho que pensar. Acaban la primera sesión con un rato muy breve de Adoración en la capilla del colegio.
Las siguientes sesiones, que se repiten a lo largo del curso, consisten en un breve repaso de lo explicado y en una Exposición larga.
Sobre el silencio, explica: “inicialmente, cuando introdujimos la Adoración de forma regular, lo que más miedo nos daba era el silencio. Me preocupaba que los alumnos se aburriesen y había caído en la trampa de pensar que todo debía de ser entretenido y cautivador de modo convencional. Es verdad que al principio algunos alumnos parecían encontrar muy exigente el silencio prolongado. Pero mis preocupaciones se evaporaron rápidamente.
Vivimos en un mundo repleto de ruidos y estímulos. Las redes sociales, la televisión, internet y los smartphones, todos tienen su parte de responsabilidad en la desaparición del sosiego. En muchas familias varias generaciones han crecido con la televisión encendida cuando nadie estaba mirándola. No es sorprendente que nos sintamos incómodos cuando nos quitan el sonido.
Esto lo hemos superado con la introducción gradual de ratos de oración en silencio. Las clases empiezan el año con solo unos pocos minutos de silencio intercalados con cánticos y otras devociones, como el rosario o la coronilla de la Divina Misericordia. Con el tiempo, el silencio se va alargando. También hemos trabajado mucho durante las sesiones de preparación para explicar la importancia del silencio y para ayudar a los alumnos a que piensen cómo abordarlo y hacer uso personal de su tiempo”. Como resultado de todo esto se ha empezado en el colegio un rato de Adoración voluntario durante la hora de comer, una vez a la semana. No está nada mal.
Acaba el Padre Pittam afirmando que considera esta experiencia como un signo de esperanza para las escuelas católicas. Sí. Los síntomas de que han perdido el norte abundan, pero si tendrán sentido en el futuro, éste pasa por poner a Jesucristo en el centro, y no sólo de forma metafórica, sino de forma muy real: Jesucristo sacramentado.