Un fuerte golpe a su futuro han recibido ayer martes 800 mil jóvenes inmigrantes a los Estados Unidos cuando el secretario de Justicia Jeff Sessions anunció en rueda de prensa que pondría final de la Acción Diferida para los llegados en la infancia DACA (por sus siglas en ingles).
DACA consiste en el aplazamiento temporal de la deportación y la autorización para trabajar a jóvenes que fueron traídos sin documentos a los Estados Unidos cuando eran menores de 16 años, que han nacido después del 15 de junio de 1981, y que han residido continuamente en este país desde junio de 2007 hasta que esta medida fue anunciada por el entonces presidente Barack Obama en junio de 2012. Eran elegibles para ser protegidos por DACA quienes hubieran terminado sus estudios secundarios y estuvieran libres de antecedentes delictivos.
Esta acción diferida no promueve la ilegalidad. La condición de indocumentados no fue decisión suya, ellos fueron traídos a muy corta edad a los Estados Unidos. Muchos no sabían lo que les estaba sucediendo, simplemente sus padres o un adulto responsable decidió sacarlos de su país de origen, de las condiciones de pobreza o de las amenazas por la violencia que los rodeaban. Decidieron traerlos a este país aún a cosa de un alto precio: el saber que aquí serían seres anónimos para el estado y permanentes fugitivos de las redadas migratorias.
Estos jóvenes tienen que renovar su DACA cada dos años. El verse beneficiados de este alivio temporal, además de abrirles las puertas a oportunidades de trabajo y estudio les ha motivado a tener una vida sana, libre de conductas delictivas (es cierto que los indocumentados delincuentes deben ser deportados) para tener un historial limpio que les permitiera seguir acogiéndose a esta acción diferida y construyendo un futuro en los Estados Unidos. Por algo los obispos de Estados Unidos, en un comunicado emitido el pasado 5 de septiembre elogiaron el empuje y las ganas de salir adelante de estos jóvenes: “La Iglesia Católica ha visto con orgullo y admiración cómo los jóvenes DACA viven cotidianamente con esperanza y determinación para florecer y contribuir a la sociedad: trabajando para sostener a sus familias, sirviendo en el ejército y educándose”, dice la declaración.
DACA además les ha permitido a muchos comprar casa y viajar fuera del país por motivos de trabajo. Muchos ya han formado una familia y tienen hijos nacidos en este país.
Hoy, el 87 por ciento de los dreamers son empleados y el seis por ciento han comenzado un nuevo negocio. Ellos con sus impuestos aportan $433.4 billones al producto interno bruto del país acumulativo a lo largo de 10 años.
¿Dónde está entonces el “gran corazón” con el que el presidente Trump prometió tratar a los jóvenes inmigrantes? Muchos DACA han llegado al país cuando eran bebés, han crecido aquí y esto es todo lo que conocen ¡Algunos solo hablan ingles! Varios de ellos sostienen a sus familias al ser los únicos que pueden trabajar legalmente.
Lo justo sería darles un alivio permanente a su condición de indocumentados y hacer una reforma migratoria que les permita obtener su residencia y luego la ciudadanía en el país en el que se han convertido en adultos y al cual hoy aportan con lo mejor de su talento y su preparación. Por ello la cancelación de DACA y la eventual deportación de estos jóvenes sería tremendamente injusta para quienes han recibido y a la vez han entregado tanto a este país.