El calendario litúrgico establece que la Navidad empieza la víspera del 25 de diciembre (es decir, el 24 en la tarde-noche) y termina el día del bautismo del Señor (13 de enero). Así las cosas, de entre todo lo que podríamos reflexionar, decir o escribir sobre el nacimiento de Jesús en Belén, hay un punto en particular que vale la pena subrayar: Su entrada en la historia como un Dios realista. Y hablamos de realidad, porque el cristianismo, no se refiere a un ser superior en abstracto, desconectado de la historia, indiferente, mitológico o irracional, sino que se trata de un Dios que, en Jesús, se ha hecho visible, palpable; es decir, al que muchos vieron, escucharon y trataron. Él hace que nuestra fe sea algo concreto e incluso posible de rastrear desde el punto de vista arqueológico, científico, porque existen los lugares en los que él estuvo. La Navidad nos permite ver con qué naturalidad entró Dios en la historia, pues lo hizo a través de una familia inmersa en la realidad cultural de la época. Es decir, como nosotros.
Cristo pudo haber venido al mundo de una forma espectacular, pero optó por una vía tan sencilla como práctica y eso lo vuelve un ejemplo de realidad, porque Dios, si bien es cierto que da lugar a lo sobrenatural, en la mayoría de los casos, lo hace respetando las leyes de la naturaleza. Y de eso trata la Navidad. En medio de un mundo lastimado, llegó Dios para responder, generando una nueva etapa que, aunque no acabó con las diferentes manifestaciones del mal de forma inmediata, le puso fecha de caducidad a través de su entrega en la cruz. Un darse hasta las últimas consecuencias que precisamente comenzó en Navidad.
Ahora bien, Jesús nació, no solamente para restablecer el orden, sino para hacernos más responsables. Y todo esto tiene diferentes implicaciones que van desde el trabajo personal, interior, hasta cuestiones relacionadas con la administración de los recursos. Es decir, nuestra cuota de responsabilidad como creyentes y ciudadanos. Navidad es colaborar con lo que Jesús inició. Dejar de esperar que las cosas se resuelvan por arte de magia, sino poniendo de nuestra parte y, al mismo tiempo, confiando en Dios. Como podemos darnos cuenta, se trata de un mensaje realista que nos da esperanza, lanzándonos a descubrir a Jesús en las diferentes áreas y dimensiones de nuestra vida.