La palabra ‘padre’ tiene una referencia concreta a la realidad humana que hemos vivido. El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice: “La purificación del corazón concierne a imágenes paternales o maternales, correspondientes a nuestra historia personal y cultural, y que impregnan nuestra relación con Dios” (nº 2779).
Nuestro amar es profundo y ligero. Ya en la mitología era el sentimiento más trágico de todos. Una promesa difícil de cumplir. “Cuántas veces los hombres hemos amado de esta manera tan débil e intermitente. Todos hemos pasado por esta experiencia: hemos amado, pero luego ese amor ha cesado o se ha vuelto débil. Deseosos de amar, nos hemos tenido que enfrentar, en cambio, con nuestros límites, con la pobreza de nuestras fuerzas: incapaces de mantener una promesa que en los días de gracia parecía tan fácil de lograr. Después de todo, incluso el apóstol Pedro tuvo miedo y escapó. El apóstol Pedro no fue fiel al amor a Jesús. Siempre hay una debilidad que nos hace caer. Somos mendigos que en el camino corren peligro de no encontrar nunca por completo el tesoro que buscan desde el primer día de su vida: el amor”.
Por este motivo la vivencia filiar con nuestros padres siempre se queda corta y con frecuencia debe ser purificada. “Ninguno de nosotros ha tenido padres perfectos, ninguno; como nosotros, a nuestra vez, nunca seremos padres o pastores perfectos. Todos tenemos defectos, todos. Vivimos siempre nuestras relaciones de amor bajo el signo de nuestros límites y también de nuestro egoísmo, por lo que, a menudo, están contaminados con deseos de posesión o manipulación del otro.
»Por eso, cuando hablamos de Dios como ‘Padre’, mientras pensamos en la imagen de nuestros padres, especialmente si nos han querido, al mismo tiempo tenemos que ir más allá. Porque el amor de Dios es el del ‘Padre que está en los cielos’, según la expresión que nos invita a usar Jesús: es el amor total que en esta vida solo saborearemos de manera imperfecta. Los hombres y mujeres son eternamente mendigos del amor –nosotros somos mendigos de amor, necesitamos amor-, buscan un lugar donde ser amados finalmente y no lo encuentran. ¡Cuántas amistades y cuántos amores defraudados hay en nuestro mundo! ¿Cuántos!”.
Existe otro modo de amar: “Con amor eterno te amé, por eso prolongué mi misericordia contigo” (Jr 31, 3). “Él nos eligió en Cristo, antes dela creación del mudo, para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor” (Ef 1, 4). El Papa nos lo dice así: “Sin embargo, hay otro amor, el del Padre ‘que está en los cielos'. Nadie debe dudar que es destinatario de este amor. Nos ama. ‘Me ama’. Si, incluso nuestro padre o nuestra madre no nos hubieran amado -es una hipótesis histórica-, hay un Dios en el cielo que nos ama como nadie en la tierra nunca lo ha hecho ni lo podrá hacer. El amor de Dios es constante. El profeta Isaías dice: '¿Puede una madre olvidar al niño que amanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré. Mira, te llevo tatuada en mis palmas, tus muros están siempre ante mí'. Hoy están de moda los tatuajes: ‘En las palmas de mis manos te tengo tatuada’. Me hecho un tatuaje tuyo en mis manos. Yo estoy en las manos de Dios, así, y no puedo borrarlo. El amor de Dios es como el de una madre que nunca se puede olvidar. ¿Y si una madre se olvidase? ‘Yo no te olvidaré’, dice el Señor. Este es el amor perfecto de Dios, así nos ama. Si todos nuestros amores terrenales se desmoronasen, y quedase más que polvo, siempre queda para nosotros, ardiente, el amor único y fiel de Dios”.