Jeremías 20, 7-9 Romanos 12, 1-2; Mateo 16, 21-27
«¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla?»
«¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla?»
«Por eso me entrego de nuevo a Él, tal como soy. Renovando mi sí a su sueño conmigo. Insatisfecho con lo logrado. Descontento con lo que ahora toco porque la meta todavía brilla ante mi mirada»
Hace poco me hablaban de la importancia de ser paciente. El alma a veces se precipita. Se acelera en las decisiones que toma. Quiere caminar más rápido sin importarle aquel que va más lento. No tolera las más mínimas imperfecciones y contrariedades de la vida. Quiere que todo sea perfecto. Quiere que todo ocurra ahora, inmediatamente. Que sucedan las cosas antes incluso de lo previsto. Mi corazón sueña con las cumbres más altas y no soporta a veces el tedio del camino llano en el que no hay sorpresas. Las jornadas largas sin vislumbrar aún la meta. Es por eso que deseo cambiar con rapidez lo que tal vez lleve años pulir. Y me vuelvo impaciente con el desarrollo de mi vida. Quizás es que necesito encontrar antes de tiempo la meta que ansío. La impaciencia me consume. Corro. Deseo llegar pronto. Soy impaciente con mis pasos lentos. Con mis límites y mis faltas. Soy impaciente con los mismos hombres, cuyas debilidades me cuestan y me pesan. Camino rápido siguiendo una meta que he escrito en lo alto de una cima. O mejor una meta que ha escrito Dios en mi corazón herido. Por eso espero lograr más colores vivos para mi vida. Los que tengo todavía son tan pálidos y grisáceos que no me animan. No me conformo con lo que poseo, quiero más y me impaciento. Y hace poco alguien me hablaba de la necesidad de cultivar en mi alma la ciencia de la paz. Sí, tal vez la paz es fruto de las almas pacientes que no se precipitan en medio de las prisas. Quiero un corazón paciente para enfrentar las dificultades y los contratiempos. No deseo tomar decisiones precipitadas. No quiero dar pasos acelerados. Me detengo antes a observar la vida. Contemplo callado lo que mis ojos ven. Quiero ser paciente como Dios que siempre espera a que yo vuelva a la puerta de su casa. Feliz, triste, arrepentido, esperanzado. Decía el Papa Francisco en una oración antes de su ordenación: «Creo en la paciencia de Dios, acogedora, buena, como una noche de verano». Yo también creo en ese Dios paciente que camina a mi lado. Que me espera y busca. Que cura mis heridas con calma, una a una después de un día pesado. Que no se irrita ante mis errores, aunque caiga en ellos una y otra vez. Sigue esperando mi regreso. Sigue aguardando mi abrazo con el ansia de un Padre. Esa paciencia de Dios es en mi alma agua fresca como la brisa de una noche de verano. Llena de calma. Llena de estrellas. Se apacigua mi corazón al pensar en ese Dios que tiene tanta paciencia con mi vida. Mucha más que yo mismo que espero siempre algo nuevo en todo lo que hago. Y vuelvo a comenzar ansioso al amanecer con el deseo de cambiarlo todo de un solo golpe. Leía hace poco: «Repararé en mi error sólo para aprender, ya que si he vuelto a incurrir en la misma equivocación es porque hay algo en mí que debo descubrir y cambiar para así ser el individuo que he de llegar a ser, aquel que busco pacientemente, único juez en definitiva a quien debo contestar diariamente del rumbo de este proceso»[1]. Quiero ser paciente. Descubrir la ciencia de la paz para vivir con más paz, para regalar paz a los que tienen guerra dentro de su pecho. Deseo ser más paciente con mis errores y los errores ajenos que tanto me turban y llenan de rencores. Quiero ser paciente con mis descuidos y olvidos. ¡Qué rápido soy para juzgar las caídas! ¡Qué rápido para condenar, para apartar de mí al que no cambia! No tengo misericordia. Y Dios, eso sí que lo sé, es misericordioso con todos, conmigo el primero. Es lento y actúa siempre con paz, con mansedumbre. Así quisiera ser yo continuamente. Tener paz para mirar a los otros sin desear que sean distintos, vacío de rencor, lleno de misericordia. No quiero desear que el tiempo pase rápido. No pretendo que las cosas cambien de forma inmediata, ahora mismo. Me asusta la fragilidad de mi alma que se muestra impaciente en las luchas de la vida. Quiero que Dios venza en mí como hoy escucho: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste». La palabra de Dios como espada de doble filo, me seduce, penetra mi alma, me vence. Me rompe por dentro para hacerse dueña de mí. Es el Dios de mi camino que me ha enamorado. Va a mi paso y no se altera. Me abraza con calma. No busca que yo acelere mi marcha. No espera que cambie de vida de una vez por todas. Me sostiene en mis debilidades. Y sabe cómo hacer para que no deje de alzar la mirada buscando un nuevo horizonte que me quite los miedos. Quiero ser paciente con sus tiempos y con los míos. Y quiero ser fiel a la palabra entregada, al amor rendido, a mi vida hecha prenda en sus manos que me abrazan. Quiero mantenerme fiel a mí mismo. No dejar de lado el amor entregado. Esa fidelidad constante de mi sí repetido. Quiero alcanzar cada mañana con paciencia el paso dado, el primero, el siguiente. Sin angustiarme por no tocar todavía el ideal que sueño. Me atrae esa ciencia de la paz que quiero aprender para sembrar paz a mi paso. Pacificador de almas. Quiero aprender a respetar los pasos distintos. Respetar las formas diferentes de amar y dar la vida. No le tengo miedo al tiempo perdido. Para Dios tiene tanta importancia este tiempo que poseo, ese tiempo que acaricio y que al pasar se vuelve eterno. En sus manos mi vida encuentra un sentido último, el verdadero. Por eso decido que no temo mi propia impaciencia. Sólo quiero crecer y ser más paciente. Aceptando la vida como es. A las personas como son. A mí mismo en mi pobreza. La paciencia que todo lo alcanza. Ese don que es el regalo que le pido a Dios cada mañana. Para recorrer el camino emprendido. Y caminar sin miedo.
Creo que el arte de vivir es el arte de observar las cosas en su presente. El caminante, el peregrino, hace de cada tierra su hogar. Echa raíces donde pisa, ama lo que ve. Contempla la vida en un presente continuo. En un instante sagrado en el que se juega todo. Me gusta vivir así. A pie. Paso a paso. Sin prisas por los caminos de Dios. Acariciando la vida. Sé que a veces la necesidad me urge a vivir corriendo. Sin mirar lo que sucede ahora. Sin valorar el presente, sin guardarlo como un gran tesoro. Me da miedo convertirme en un consumidor de tiempo. En un vividor de vidas. En un alma inquieta incapaz de detenerse guardando silencio. Contemplando callado. Reteniendo el aliento de cada segundo. Deseo aprender a absorber los instantes preciosos de mi camino. La naturaleza que me impresiona y que no cabe toda ella recogida en una foto. Porque el momento no lo puedo contener para siempre en una sola imagen. En seguida pasa a ser un recuerdo sagrado que conservo muy dentro. Y mis palabras no logran descifrarlo. Es demasiada la belleza de la vida como para encadenarla en un papel y retenerla en un recuerdo. Me asombro de nuevo. Pero me cuesta vivir así siempre. Sé muy bien que de mí depende aprender a hacerlo. Vivir sin pasar por encima de lo que vivo y siento. De las personas que hallo en mi camino. En las que encuentro la huella sagrada de Dios. A veces quiero poseer y retener lo que me sucede. Como si no fuera eterno. Pero lo es. El otro día leía: «Esa tendencia innata de retener y de poseer es el obstáculo más grande para la unión con Dios. La razón por la cual somos posesivos es porque nos sentimos separados de Dios. Cuando retornamos a Dios dejamos ir todo lo que deseamos poseer. No hay nada más deseable y que nos deleite más que la sensación de que Dios está presente. La mejor manera de recibir es regalando. Si le devuelves todo a Dios siempre estarás abierto y cuando estás abierto, habrá espacio para Dios»[2]. Vivir en presente supone entonces vivir desprendido de tantas cosas que me atan y me alejan de Dios. De tantos miedos y seguros. No quiero retener lo que ahora observo. El instante que vivo. El amor que entrego o recibo. Ese sueño que brilla en el centro de mi alma. Quiero entregárselo todo a Dios ahora. En un acto fiel, filial. Lo observo, lo abrazo y lo entrego. Es el amor que busca regalar sin retener. Dar sin querer guardar para cuando no haya. Esa mirada a Dios que se hace presente en mi vida. Aquí y ahora. Eso es lo que quiero. Sí. En este mismo momento. Abrazando la cruz de mi presente sagrado. Que pronto guardaré en mi alma como un don recibido para siempre. Pero me da miedo vivir inquieto saltando de un lugar a otro, de una experiencia a otra distinta. Sin tomarme en serio lo que vivo ahora. Leía: «El otro inconveniente de columpiarte por las viñas del pensamiento es que nunca estás donde estás. Siempre estás escarbando en el pasado o metiendo las narices en el futuro, pero sin detenerte en un momento concreto»[3]. Quiero aprender a vivir en presente. Sin quedarme en el pasado. Sin angustiarme por el futuro que no controlo. Quiero aprender a vivir en Dios en cada momento de mi vida. En cada paso. Así me lo recuerda el P. Kentenich: «Sin un recogimiento relativamente continuo de nuestras energías en Dios no es posible una profunda vida de la fe. Por eso, ¡a rezar todo lo posible! ¿Qué es rezar? Ofrecer en silencio mi corazón a Dios, como un regalo»[4]. Le quiero ofrecer a Dios mi vida ahora en un momento de silencio. Ahora, no mañana. No recordando lo que ya le di en el pasado. Ahora mismo es cuando me mira con su amor y me recuerda cuánto me quiere. Esa forma de vivir es la que me gusta. Sin pensar en lo que podía haber sido mejor, sin querer cambiarlo todo. Sin quedarme en lo que podía haber resultado de otra manera. Sin atarme a lo que vivo. Sin temer perderlo. Se lo entrego todo a Dios. Porque es suyo. ¿Qué es lo que más me cuesta regalarle hoy? ¿Qué me ata por dentro y no me deja mirar con paz y alegría lo que tengo por delante? ¿Qué me ata al pasado? ¿Por qué me angustia el futuro? Hoy quiero mirar a Jesús que recorre mis pasos. Quiero entregarle lo que soy ahora mismo, lo que tengo hoy en mis manos, lo que temo en lo hondo de mi alma, lo que espero de esta vida. Abrazo su presencia que palpo. Me gusta tocar su espalda. Escuchar la voz en la brisa. Sostener la tenue luz en la que amanece en mis manos. Me gusta esa presencia misteriosa que sucede ahora. No en el mejor momento de mi vida. Sino en este momento en el que existo.
Quiero entregar mi vida a Dios. Que sea Él quien conduzca mis pasos. Tantas cosas en mi alma no le pertenecen todavía. Lo sé, son sólo mías. Por eso me gustan las palabras que hoy escucho de S. Pablo: «Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; este es vuestro culto razonable. Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto». Quiero hacer lo bueno, lo agradable, lo perfecto. Quiero renovarme para saber discernir lo que Dios me pide. Pero es verdad que no me imagino a Dios sentándose ante el mundo cada mañana y decidiendo en un juego de azar dónde manda un dolor, una pena, una muerte, o una enfermedad. No creo en un Dios que juega así con mi vida y con mis sueños. Lo veo más bien de pie ante mi vida, conmovido, alegre, sediento de mi amor. Lo veo ahí ante mí fiel, firme, acogedor, misericordioso. Atento a mi dolor cuando sufro y caigo, cuando padezco la soledad, el abandono. Un Dios así es el que me ha creado y no me deja solo en el camino de la vida. No se desentiende de mí. Camina a mi paso, a mi lado. Jesús mismo conoció el dolor y la cruz en su carne. Y lloró tantas veces ante el dolor del hombre: «En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día». Jesús padeció el dolor y murió ante los ojos impotentes de quienes le amaban. Y Dios su Padre se mantuvo a su lado sosteniendo la amargura de la muerte en sus brazos llenos de vida. Así es ese Dios al que amo, al que sigo. Por eso necesito aprender a discernir dónde está la voluntad de Dios, dónde están sus deseos más ocultos. Leía el otro día: «La verdadera libertad no significaba otra cosa que dejar obrar a Dios en el alma sin poner obstáculos; poner por delante la voluntad de Dios tal y como se me revelaba a través de sus indicaciones, de sus inspiraciones y de otros medios de que se vale para comunicarlos; y no obrar por propia iniciativa»[5]. Dejar vacía mi alma de ataduras para que Dios pueda manifestar libremente en mí sus más leves deseos e insinuaciones. Quiero ser más libre. Más dispuesto. ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Qué espera? Tantas veces sufro buscando su querer. ¿Estaré haciendo lo correcto? ¿Será este el bien que Dios me pide? Brota esa pregunta que puede llegar a atormentar mi alma. ¿Es lo fácil lo que quiere para mí o es lo que implica más sufrimiento lo que Él desea? ¿La senda amplia que es fácil recorrer o el camino estrecho y de difícil acceso? No lo sé. Tantas veces no comprendo lo que espera de mí. Camino incluso a ciegas. O me dejo llevar por las costumbres de mi alma. Y grito como gritaba hoy Pedro: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte». Porque yo como Pedro temo el dolor y la muerte. No quiero la enfermedad, no deseo la pérdida. Y grito con sus palabras. Y quizás me da miedo escuchar un día la voz de Jesús: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios». Porque pienso como los hombres. Soy un hombre como otro cualquiera. Amante de la vida. Temeroso del sufrimiento. Lleno de sueños y deseos. De proyectos y anhelos. De apegos y ansias de dar la vida. Así es el corazón humano. Grande y al mismo tiempo pequeño. Capaz de lo mejor y de lo más burdo. Digno de admiración y de desprecio casi al mismo tiempo. La fragilidad del corazón humano que se hinca de rodillas a pedir perdón. Después de la caída que teme y trata de evitar. Después de ponerse en camino hacia las cumbres más altas y fracasar de nuevo en ese intento fatuo de ser invencible. El corazón humano que se alza altivo al saborear la victoria y se olvida de su fragilidad en tiempos favorables. Quiero decirle a Dios cada mañana que mi vida es suya. Con mi orgullo y mi remordimiento. Quiero repetirle con mis obras que lo amo, no sólo con la voz débil que pronuncian mis labios. No con ese sí mío dicho tantas veces en la luz de los pequeños éxitos que me conmueven. Me gusta pensar que nunca estaré satisfecho con la vida que llevo. Y cuando así sea será que algo estará mal hecho. Por eso me gustan las palabras del P. Kentenich: «Si queremos nadar siempre en la corriente de vida, si queremos ser marcadamente hombres del mundo sobrenatural, si esperamos la irrupción divina en nuestra vida personal y en nuestra vida de Familia, no estaremos nunca satisfechos, hasta el fin de nuestra vida. Por cierto no se trata de un descontento vacilante, que desanime o paralice, sino que de una disconformidad como fuerza impulsora para un anhelo que actúa y se renueva siempre de nuevo. Y si somos hombres de anhelo, en la misma medida seremos hombres de plenitud»[6]. Sé muy bien que la medida de mi anhelo será la medida de la gracia que reciba. Que la medida de mi sueño será la medida de lo que toque un día con mis manos. No quiero dejar de soñar con ese sueño grande que me enamora por dentro y enciende en mí un fuego eterno. Ese sueño santo que es mucho más grande y más imposible que todas las fuerzas que tengo. A veces veo mi corazón vacío. Y no recojo las obras que he soñado. O las obras que cuento no son las que yo tanto había deseado. Pero sé muy bien que mi inconformidad no puede desanimarme ni apagar el fuego que arde en mi alma. Quiero emocionarme al oír el nombre de Jesús. Cada día, cada mañana. Al releer su historia o volver a escuchar sus palabras. Quiero sentir que amo más de lo que creo y que siempre de nuevo estoy dispuesto a hacer lo que Él desea. Porque sé que no soy fuerte, ni valiente, ni capaz. Pero tengo un alma de niño que está dispuesta a aprender de nuevo cada mañana. A descubrir los deseos más leves de Dios en mi alma y hacerlos obra aunque sea torpemente. Por eso me entrego de nuevo a Él, tal como soy. Renovando mi sí a su sueño conmigo. Insatisfecho con lo logrado. Descontento con lo que ahora toco, porque la meta todavía brilla ante mi mirada. Inconformista con la vida que llevo porque podía ser mucho más de Dios. Y mi amor podía ser más grande. Quiero vivir así, no contento, no saciado. Porque una vida lograda sólo será la de aquel que lo ha entregado todo.
Hoy Jesús me invita a seguir sus pasos: «Entonces dijo Jesús a sus discípulos: -El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». Me hace ver que soy yo el que quiero seguirlo. Yo el que decido. Yo el que elijo. Pero, ¿es eso verdad? Es cierto que le digo que sí con los labios. Le susurro que le quiero y que estoy dispuesto a darlo todo por ser fiel a su amor. Pero luego hago cálculos humanos. Echo el freno a mis ansias por miedo a perderlo todo. Me pongo límites para no entregarme por completo. Quiero seguirlo a Él, a Jesús, es verdad, porque le quiero como es, como se ha mostrado en mi vida. Le quiero como aquel ante el que me emociono al pensar en sus pasos por los caminos entre los hombres. Me emociono al oír su voz en medio de la noche, al revivir sus palabras dichas en mi alma como un susurro. Tiemblo al ver sus milagros e imaginar su llanto. Le quiero a Él desde que me encontré con Él en medio de mi vida y le dije que sí entre lágrimas, conmovido. Le quiero a Él porque vino a mi indigencia cuando estaba perdido y le dio sentido a mis pasos. Le quiero a Él, en su cuerpo herido por nosotros, en su vida entregada por mí. Es cierto, le quiero, no lo puedo negar. Y por eso, porque el amor tiene esas cosas, quiero estar con Él siempre, cada día, cada noche. Es lo que tiene el amor verdadero. Que lo quiere todo y no se conforma sólo con los restos. Pero a veces mi amor se tambalea y sufre cuando dejo de notar sus pisadas en mis pasos. Se enfría algo cuando su voz parece más débil, o quizás soy yo que no la oigo. Y me da miedo entonces haber confundido la senda emprendida un día cuando el corazón ardía lleno de fuego. Es como si se debilitara el fuego en mi interior, ese fuego que Jesús encendió una noche en mi alma con sus manos. Y no me emociono tanto. O ya no tiemblo como el primer día. Y el «sí, quiero» que brotó tantas veces de mis labios se debilita de pronto como una silueta dibujada sobre un mar embravecido. A penas distingo mi amor que es verdadero. Y el fuego es sólo humo, o tal vez brasas. Y es por Él por quien estaba dispuesto a dar la vida. Y sigo dispuesto. Lo vuelvo a afirmar. Es Jesús aquel a quien quería seguir a cualquier parte del mundo cuando comencé el camino. Hoy me detengo de nuevo ante Jesús. Lo miro en esa imagen suya que me conmueve, la de aquel cuadro de Rembrandt, el Cristo vivo, en el que vi sus rasgos. O lo miro crucificado en ese Cristo roto que siempre me acompaña. Los brazos heridos. Y las piernas. La lanzada abriendo un río de vida de su costado. O me detengo ante su icono que recoge su faz llena de esperanza. Lo miro a Él en lo hondo de mi alma donde ha querido tantas veces hacer su morada. Y donde tantas veces ha dejado impresa su imagen para siempre. Lo miro en sus palabras que recrean en mi imaginación lugares que he pisado y he vivido como lugares santos. Allí donde Jesús habla otra vez ante mi vida y me dice, y me pide, y me abraza. Y soy yo el que escucha sus palabras y contempla sus milagros. Y me conmuevo al ver a aquel a quien tanto amo. ¿Quién es para mí Jesús sobre el polvo del camino? Sigo su rastro y vivo de su amor. De su agua que sacia mi sed infinita. Él me acompaña. Porque su alma da vida a mi alma. Y en su herida caben mis heridas. Quiero seguir sus pasos firmes. Acercarme por la espalda para tocar siquiera su manto esperando algún milagro. Quiero llamarlo en la noche cuando la tormenta arrecia en el lago lleno de miedos. Y hacerlo con una voz suave, como la misma brisa. Y despertarlo cuando parece que las olas en mi vida son más poderosas y todo está perdido. Lo busco oculto entre los hombres. Lo sigo. Pero no sé bien si siempre querré seguirlo a Él negando mis propios deseos. Soy tan débil. No sé si seré capaz de ser fiel siempre dejando a un lado mis proyectos. Renunciando a mí mismo por amor a Él. Por el deseo pequeño y grande de pasar con Él la tarde entera. Recordando la hora exacta de ese encuentro. ¿Puede haber algo más grande que perder el tiempo a su lado? La tarde entera. Un día tras otro sin un lugar donde reclinar la cabeza. Una vida sin pescas milagrosas, sin curaciones, sin muchas palabras. En el silencio pálido de un atardecer sobre el mar, en el que las olas se vistan de rojo y se calmen al caer la tarde. Y así, algo callado, seguir sus pasos siempre, en esos momentos rutinarios, llenos de tedio. Por eso quiero repetir las palabras que un día encendieron mi alma. Las palabras de fidelidad, de amor verdadero, que despertaron mi corazón para siempre. Sí, quiero seguir sus pasos. Quiero seguirlo a Él. Enamorado como lo estuve el primer día. Con ese mismo amor que nadie puede quitarme. Porque Él lo puso en mi alma sin que yo me diera cuenta. Casi siendo niño. Quiero seguir a Jesús vivo. A Jesús que me quiere como soy en mi indigencia. Y me ama hasta lo más profundo de mi ser. Hoy lo vuelvo a decir ante su imagen viva. Quiero ser fiel en ese seguimiento aunque seguirlo suponga negarme a mí mismo. Me cuesta tanto negarme algo que deseo. Lo sé. Miro la vida y quiero vivir mil vidas. Miro mi carne y la protejo del dolor. Y Jesús me pide dejar de lado mis caprichos y ambiciones. Cargar con esa cruz que es mi vida tal como es hoy. Ni más ni menos. Tal como es, con su dolor y su polvo. Con su pesar y sus sueños. Cargo mi vida llena de cruz y de anhelos. No la dejo de lado. Tomo mi cruz llena de vida y esperanza. Quiero hacerlo todo nuevo en mi interior. Quiero mejor que lo haga Dios en mí, porque es Él quien sabe hacerlo. Quiero seguirlo. Me lo repito a mí mismo para no olvidarme nunca de mi más original deseo. Deseo estar con Él aunque ese deseo me cueste la vida. Aunque me pese la carga que llevan mis hombros. Es todo tan fácil cuando no hay nada que se oponga a mí mismo. Nada que suponga renuncia y entrega. Nada que traiga consigo dolor y sacrificio. Pero cuando tengo que negarme a mí mismo, sufrir y echar de menos, padecer por otros, experimentar la ausencia de lo que amo, sufrir el desprecio y la deshonra. Entonces, cuando la cruz pese, tal vez no sea tan sencillo decir que sí con el corazón, con el alma, desde lo más hondo de mi ser. Cuando tenga miedo es cuando podré ser valiente. En esos momentos en los que cargo mi vida sobre la espalda quiero repetir mi sí. Es lo que quiero. Seguir sus pasos por las cumbres más altas, por las noches más oscuras, bajo la cruz pesada de mi vida en ese momento. Es eso lo que de verdad deseo, sin miedo a la noche. Por eso le sigo. Dejo atrás mis sueños humanos de gloria y éxito. Y aparto a un lado mis razonamientos tan de hombre, tan poco divinos. En verdad pienso tantas veces como los hombres, y no como Dios. Y me da miedo todo lo que veo. Pero yo confío.
Jesús me recuerda las condiciones del seguimiento: «Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta». Me importa el mundo que habito y amo. Quiero ganar este mundo entero que tengo ante mis ojos. Es tan seductor el poder. No estoy dispuesto a dar la vida entera por seguir a Jesús. No a cambio de nada. La quiero guardar para mí, quiero conservar mi honra, mi prestigio. Tengo claro que quiero proteger lo que amo, quiero cuidar lo que he conquistado, quiero esconder mis tesoros en algún lugar seguro y quiero salvar mi futuro. Me quiero a mí mismo demasiado. No quiero morir por nada del mundo, porque me gusta esta vida que amo. No me basta con perder lo que tengo por ese amor de Dios infinito y eterno. No lo entiendo, la vida es presente. No quiero perder para luego ganar. Digo en palabras grandilocuentes que quiero dar todo lo que tengo. Incluso más de lo que luego quiero dar de verdad. Pero después me arrepiento de tantas promesas. Miro mi vida, amo tanto mis bienes, mis planes, mis amores, mis deseos. Me he acostumbrado a conjugar la vida en primera persona. Yo quiero vivir, descansar, medrar, lograr, tener, recibir. Soy yo el que recibo. Soy yo el que gano. Soy yo el que tengo. Soy yo el que conquisto nuevas tierras, logro nuevos retos. Yo el que venzo. Y los demás son ajenos a mi felicidad, a mi gloria. Son incluso obstáculos que no me dejan crecer. Oponentes que dificultan mi éxito. O quizás me son indiferentes en este camino individualista y egoísta que no me lleva a ninguna parte. Quiero salvarme solo. No me hace falta nadie más. Soy feliz solo. Guardo mi vida para que no se entregue en vano. Para que no me molesten en exceso. Para no cansarme demasiado. Por eso me cuido. Me reservo. Leía el otro día: «La referencia al yo también se manifiesta en la terquedad. Es porfiado el individuo que juzga absolutamente todo a partir de su punto de vista egoísta y quiere imponer sus propios intereses sin consideración alguna. El ansia de renombre. Afán de reconocimiento, confirmación, prestigio y alabanza»[7]. Cuando giro en torno a mí me alejo de Dios. Y me alejo de los hombres. Y dejo de dar la vida a los demás. Mi amor, mi tiempo. Me da miedo caer en esa actitud tan egoísta. No quiero pensar sólo en mí. Si lo sigo a Él es para vivir entregado a los hombres. Sé que cuando me vuelvo a Dios y me descentro mi vida me importa menos. Valoro más el amor que recibo a cambio de nada. Doy más valor a lo gratuito. Me desprendo de mis cadenas y pesos que me atan a la tierra y sueño con un cielo más cerca de la tierra, más grande, más feliz. Donde el amor se conjuga en plural. Donde el nosotros tiene más fuerza que el yo. Por eso quiero que suceda en mí esa educación para la vida de la que habla el P. Kentenich: «La obediencia cristiana no forma hombres masificados, sino personas fuertes, abnegadas y llenas de Dios, que sean capaces de vencer el amor egoísta primitivo y cultivar un alto grado de amor abnegado al tú. A su vez ese amor personal al tú, ese acogimiento que se le dispensa, enriqueciéndolo, redunda en un desarrollo, fortalecimiento y perfeccionamiento de la propia personalidad»[8]. Hoy Jesús me invita a darlo todo sin egoísmos. Me pide que entregue la vida a cambio de nada. Sin esperar nada. Como Él lo hizo. De la misma manera. Me parece imposible hacerlo así. No me sale de forma natural entregar la vida en lugar de guardarla. Perderla en lugar de ganarla. Es justo todo lo contrario. Pero aquí está la paradoja a la que me lleva Jesús cada vez que lo miro, cada vez que lo sigo, cada vez que lo amo. Parece que me pide lo imposible. Y es así. Yo no estoy hecho de esa manera. Pero me lo pide a mí. Sabe que soy egoísta, que me busco a mí mismo. Pero me mira y me dice que sí, que es a mí a quien ama, a quien le pide seguir sus pasos. ¿Acaso no acaba de entender que soy de barro? ¿No puede ver que no soy santo y puro en mis intenciones y deseos? Sí. Él me conoce de verdad. Aunque a veces piense yo que no me conoce. No me sobrevalora. Simplemente ve en mí una belleza que yo ignoro. Descubre en mi alma un valor que yo no veo. No tiene una imagen equivocada de mí. Su imagen es la verdadera. La mía es incompleta. Pero aún así, ¿cómo puede pedirme algo que va contra mi naturaleza, que supera mis fuerzas, que me hace chocar una y otra vez con mi torpeza? Entonces lo recuerdo. Es imposible para los hombres, pero no para Dios. Tal vez en esa afirmación escueta se esconde el misterio de mi vida siguiendo a Jesús. Yo no lo hago. Es Dios en mí. Es Él quien lo hace. Sus manos en mis manos. Yo braceo y corro y me empeño. Pero es Él quien lo hace. Y me da paz ver sus pies llagados sobre mis pies. Sus manos heridas en las mías. Y entiendo que Él me protege con su cuerpo herido. Y carga con mi vida como cargó aquel madero. Y soy ligero en sus hombros. Y su voz suena poderosa en mi voz. Tal vez algo más entiendo ahora. Parece tener todo algo más de sentido. Dios hace posible en mí todo lo imposible. Logra que mi vida tenga sentido. Puedo negarme a mí mismo para dar la vida. Él lo logra. Puedo entregar todo lo que me ata y perder la vida. Él la gana para mí de nuevo. Así es Jesús. Es el misterio de seguir sus pasos. Ya no temo. Para Dios todo es posible. Pero no para mí. Yo sólo digo que sí y le sigo.
Creo que el arte de vivir es el arte de observar las cosas en su presente. El caminante, el peregrino, hace de cada tierra su hogar. Echa raíces donde pisa, ama lo que ve. Contempla la vida en un presente continuo. En un instante sagrado en el que se juega todo. Me gusta vivir así. A pie. Paso a paso. Sin prisas por los caminos de Dios. Acariciando la vida. Sé que a veces la necesidad me urge a vivir corriendo. Sin mirar lo que sucede ahora. Sin valorar el presente, sin guardarlo como un gran tesoro. Me da miedo convertirme en un consumidor de tiempo. En un vividor de vidas. En un alma inquieta incapaz de detenerse guardando silencio. Contemplando callado. Reteniendo el aliento de cada segundo. Deseo aprender a absorber los instantes preciosos de mi camino. La naturaleza que me impresiona y que no cabe toda ella recogida en una foto. Porque el momento no lo puedo contener para siempre en una sola imagen. En seguida pasa a ser un recuerdo sagrado que conservo muy dentro. Y mis palabras no logran descifrarlo. Es demasiada la belleza de la vida como para encadenarla en un papel y retenerla en un recuerdo. Me asombro de nuevo. Pero me cuesta vivir así siempre. Sé muy bien que de mí depende aprender a hacerlo. Vivir sin pasar por encima de lo que vivo y siento. De las personas que hallo en mi camino. En las que encuentro la huella sagrada de Dios. A veces quiero poseer y retener lo que me sucede. Como si no fuera eterno. Pero lo es. El otro día leía: «Esa tendencia innata de retener y de poseer es el obstáculo más grande para la unión con Dios. La razón por la cual somos posesivos es porque nos sentimos separados de Dios. Cuando retornamos a Dios dejamos ir todo lo que deseamos poseer. No hay nada más deseable y que nos deleite más que la sensación de que Dios está presente. La mejor manera de recibir es regalando. Si le devuelves todo a Dios siempre estarás abierto y cuando estás abierto, habrá espacio para Dios»[2]. Vivir en presente supone entonces vivir desprendido de tantas cosas que me atan y me alejan de Dios. De tantos miedos y seguros. No quiero retener lo que ahora observo. El instante que vivo. El amor que entrego o recibo. Ese sueño que brilla en el centro de mi alma. Quiero entregárselo todo a Dios ahora. En un acto fiel, filial. Lo observo, lo abrazo y lo entrego. Es el amor que busca regalar sin retener. Dar sin querer guardar para cuando no haya. Esa mirada a Dios que se hace presente en mi vida. Aquí y ahora. Eso es lo que quiero. Sí. En este mismo momento. Abrazando la cruz de mi presente sagrado. Que pronto guardaré en mi alma como un don recibido para siempre. Pero me da miedo vivir inquieto saltando de un lugar a otro, de una experiencia a otra distinta. Sin tomarme en serio lo que vivo ahora. Leía: «El otro inconveniente de columpiarte por las viñas del pensamiento es que nunca estás donde estás. Siempre estás escarbando en el pasado o metiendo las narices en el futuro, pero sin detenerte en un momento concreto»[3]. Quiero aprender a vivir en presente. Sin quedarme en el pasado. Sin angustiarme por el futuro que no controlo. Quiero aprender a vivir en Dios en cada momento de mi vida. En cada paso. Así me lo recuerda el P. Kentenich: «Sin un recogimiento relativamente continuo de nuestras energías en Dios no es posible una profunda vida de la fe. Por eso, ¡a rezar todo lo posible! ¿Qué es rezar? Ofrecer en silencio mi corazón a Dios, como un regalo»[4]. Le quiero ofrecer a Dios mi vida ahora en un momento de silencio. Ahora, no mañana. No recordando lo que ya le di en el pasado. Ahora mismo es cuando me mira con su amor y me recuerda cuánto me quiere. Esa forma de vivir es la que me gusta. Sin pensar en lo que podía haber sido mejor, sin querer cambiarlo todo. Sin quedarme en lo que podía haber resultado de otra manera. Sin atarme a lo que vivo. Sin temer perderlo. Se lo entrego todo a Dios. Porque es suyo. ¿Qué es lo que más me cuesta regalarle hoy? ¿Qué me ata por dentro y no me deja mirar con paz y alegría lo que tengo por delante? ¿Qué me ata al pasado? ¿Por qué me angustia el futuro? Hoy quiero mirar a Jesús que recorre mis pasos. Quiero entregarle lo que soy ahora mismo, lo que tengo hoy en mis manos, lo que temo en lo hondo de mi alma, lo que espero de esta vida. Abrazo su presencia que palpo. Me gusta tocar su espalda. Escuchar la voz en la brisa. Sostener la tenue luz en la que amanece en mis manos. Me gusta esa presencia misteriosa que sucede ahora. No en el mejor momento de mi vida. Sino en este momento en el que existo.
Quiero entregar mi vida a Dios. Que sea Él quien conduzca mis pasos. Tantas cosas en mi alma no le pertenecen todavía. Lo sé, son sólo mías. Por eso me gustan las palabras que hoy escucho de S. Pablo: «Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; este es vuestro culto razonable. Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto». Quiero hacer lo bueno, lo agradable, lo perfecto. Quiero renovarme para saber discernir lo que Dios me pide. Pero es verdad que no me imagino a Dios sentándose ante el mundo cada mañana y decidiendo en un juego de azar dónde manda un dolor, una pena, una muerte, o una enfermedad. No creo en un Dios que juega así con mi vida y con mis sueños. Lo veo más bien de pie ante mi vida, conmovido, alegre, sediento de mi amor. Lo veo ahí ante mí fiel, firme, acogedor, misericordioso. Atento a mi dolor cuando sufro y caigo, cuando padezco la soledad, el abandono. Un Dios así es el que me ha creado y no me deja solo en el camino de la vida. No se desentiende de mí. Camina a mi paso, a mi lado. Jesús mismo conoció el dolor y la cruz en su carne. Y lloró tantas veces ante el dolor del hombre: «En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día». Jesús padeció el dolor y murió ante los ojos impotentes de quienes le amaban. Y Dios su Padre se mantuvo a su lado sosteniendo la amargura de la muerte en sus brazos llenos de vida. Así es ese Dios al que amo, al que sigo. Por eso necesito aprender a discernir dónde está la voluntad de Dios, dónde están sus deseos más ocultos. Leía el otro día: «La verdadera libertad no significaba otra cosa que dejar obrar a Dios en el alma sin poner obstáculos; poner por delante la voluntad de Dios tal y como se me revelaba a través de sus indicaciones, de sus inspiraciones y de otros medios de que se vale para comunicarlos; y no obrar por propia iniciativa»[5]. Dejar vacía mi alma de ataduras para que Dios pueda manifestar libremente en mí sus más leves deseos e insinuaciones. Quiero ser más libre. Más dispuesto. ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Qué espera? Tantas veces sufro buscando su querer. ¿Estaré haciendo lo correcto? ¿Será este el bien que Dios me pide? Brota esa pregunta que puede llegar a atormentar mi alma. ¿Es lo fácil lo que quiere para mí o es lo que implica más sufrimiento lo que Él desea? ¿La senda amplia que es fácil recorrer o el camino estrecho y de difícil acceso? No lo sé. Tantas veces no comprendo lo que espera de mí. Camino incluso a ciegas. O me dejo llevar por las costumbres de mi alma. Y grito como gritaba hoy Pedro: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte». Porque yo como Pedro temo el dolor y la muerte. No quiero la enfermedad, no deseo la pérdida. Y grito con sus palabras. Y quizás me da miedo escuchar un día la voz de Jesús: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios». Porque pienso como los hombres. Soy un hombre como otro cualquiera. Amante de la vida. Temeroso del sufrimiento. Lleno de sueños y deseos. De proyectos y anhelos. De apegos y ansias de dar la vida. Así es el corazón humano. Grande y al mismo tiempo pequeño. Capaz de lo mejor y de lo más burdo. Digno de admiración y de desprecio casi al mismo tiempo. La fragilidad del corazón humano que se hinca de rodillas a pedir perdón. Después de la caída que teme y trata de evitar. Después de ponerse en camino hacia las cumbres más altas y fracasar de nuevo en ese intento fatuo de ser invencible. El corazón humano que se alza altivo al saborear la victoria y se olvida de su fragilidad en tiempos favorables. Quiero decirle a Dios cada mañana que mi vida es suya. Con mi orgullo y mi remordimiento. Quiero repetirle con mis obras que lo amo, no sólo con la voz débil que pronuncian mis labios. No con ese sí mío dicho tantas veces en la luz de los pequeños éxitos que me conmueven. Me gusta pensar que nunca estaré satisfecho con la vida que llevo. Y cuando así sea será que algo estará mal hecho. Por eso me gustan las palabras del P. Kentenich: «Si queremos nadar siempre en la corriente de vida, si queremos ser marcadamente hombres del mundo sobrenatural, si esperamos la irrupción divina en nuestra vida personal y en nuestra vida de Familia, no estaremos nunca satisfechos, hasta el fin de nuestra vida. Por cierto no se trata de un descontento vacilante, que desanime o paralice, sino que de una disconformidad como fuerza impulsora para un anhelo que actúa y se renueva siempre de nuevo. Y si somos hombres de anhelo, en la misma medida seremos hombres de plenitud»[6]. Sé muy bien que la medida de mi anhelo será la medida de la gracia que reciba. Que la medida de mi sueño será la medida de lo que toque un día con mis manos. No quiero dejar de soñar con ese sueño grande que me enamora por dentro y enciende en mí un fuego eterno. Ese sueño santo que es mucho más grande y más imposible que todas las fuerzas que tengo. A veces veo mi corazón vacío. Y no recojo las obras que he soñado. O las obras que cuento no son las que yo tanto había deseado. Pero sé muy bien que mi inconformidad no puede desanimarme ni apagar el fuego que arde en mi alma. Quiero emocionarme al oír el nombre de Jesús. Cada día, cada mañana. Al releer su historia o volver a escuchar sus palabras. Quiero sentir que amo más de lo que creo y que siempre de nuevo estoy dispuesto a hacer lo que Él desea. Porque sé que no soy fuerte, ni valiente, ni capaz. Pero tengo un alma de niño que está dispuesta a aprender de nuevo cada mañana. A descubrir los deseos más leves de Dios en mi alma y hacerlos obra aunque sea torpemente. Por eso me entrego de nuevo a Él, tal como soy. Renovando mi sí a su sueño conmigo. Insatisfecho con lo logrado. Descontento con lo que ahora toco, porque la meta todavía brilla ante mi mirada. Inconformista con la vida que llevo porque podía ser mucho más de Dios. Y mi amor podía ser más grande. Quiero vivir así, no contento, no saciado. Porque una vida lograda sólo será la de aquel que lo ha entregado todo.
Hoy Jesús me invita a seguir sus pasos: «Entonces dijo Jesús a sus discípulos: -El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». Me hace ver que soy yo el que quiero seguirlo. Yo el que decido. Yo el que elijo. Pero, ¿es eso verdad? Es cierto que le digo que sí con los labios. Le susurro que le quiero y que estoy dispuesto a darlo todo por ser fiel a su amor. Pero luego hago cálculos humanos. Echo el freno a mis ansias por miedo a perderlo todo. Me pongo límites para no entregarme por completo. Quiero seguirlo a Él, a Jesús, es verdad, porque le quiero como es, como se ha mostrado en mi vida. Le quiero como aquel ante el que me emociono al pensar en sus pasos por los caminos entre los hombres. Me emociono al oír su voz en medio de la noche, al revivir sus palabras dichas en mi alma como un susurro. Tiemblo al ver sus milagros e imaginar su llanto. Le quiero a Él desde que me encontré con Él en medio de mi vida y le dije que sí entre lágrimas, conmovido. Le quiero a Él porque vino a mi indigencia cuando estaba perdido y le dio sentido a mis pasos. Le quiero a Él, en su cuerpo herido por nosotros, en su vida entregada por mí. Es cierto, le quiero, no lo puedo negar. Y por eso, porque el amor tiene esas cosas, quiero estar con Él siempre, cada día, cada noche. Es lo que tiene el amor verdadero. Que lo quiere todo y no se conforma sólo con los restos. Pero a veces mi amor se tambalea y sufre cuando dejo de notar sus pisadas en mis pasos. Se enfría algo cuando su voz parece más débil, o quizás soy yo que no la oigo. Y me da miedo entonces haber confundido la senda emprendida un día cuando el corazón ardía lleno de fuego. Es como si se debilitara el fuego en mi interior, ese fuego que Jesús encendió una noche en mi alma con sus manos. Y no me emociono tanto. O ya no tiemblo como el primer día. Y el «sí, quiero» que brotó tantas veces de mis labios se debilita de pronto como una silueta dibujada sobre un mar embravecido. A penas distingo mi amor que es verdadero. Y el fuego es sólo humo, o tal vez brasas. Y es por Él por quien estaba dispuesto a dar la vida. Y sigo dispuesto. Lo vuelvo a afirmar. Es Jesús aquel a quien quería seguir a cualquier parte del mundo cuando comencé el camino. Hoy me detengo de nuevo ante Jesús. Lo miro en esa imagen suya que me conmueve, la de aquel cuadro de Rembrandt, el Cristo vivo, en el que vi sus rasgos. O lo miro crucificado en ese Cristo roto que siempre me acompaña. Los brazos heridos. Y las piernas. La lanzada abriendo un río de vida de su costado. O me detengo ante su icono que recoge su faz llena de esperanza. Lo miro a Él en lo hondo de mi alma donde ha querido tantas veces hacer su morada. Y donde tantas veces ha dejado impresa su imagen para siempre. Lo miro en sus palabras que recrean en mi imaginación lugares que he pisado y he vivido como lugares santos. Allí donde Jesús habla otra vez ante mi vida y me dice, y me pide, y me abraza. Y soy yo el que escucha sus palabras y contempla sus milagros. Y me conmuevo al ver a aquel a quien tanto amo. ¿Quién es para mí Jesús sobre el polvo del camino? Sigo su rastro y vivo de su amor. De su agua que sacia mi sed infinita. Él me acompaña. Porque su alma da vida a mi alma. Y en su herida caben mis heridas. Quiero seguir sus pasos firmes. Acercarme por la espalda para tocar siquiera su manto esperando algún milagro. Quiero llamarlo en la noche cuando la tormenta arrecia en el lago lleno de miedos. Y hacerlo con una voz suave, como la misma brisa. Y despertarlo cuando parece que las olas en mi vida son más poderosas y todo está perdido. Lo busco oculto entre los hombres. Lo sigo. Pero no sé bien si siempre querré seguirlo a Él negando mis propios deseos. Soy tan débil. No sé si seré capaz de ser fiel siempre dejando a un lado mis proyectos. Renunciando a mí mismo por amor a Él. Por el deseo pequeño y grande de pasar con Él la tarde entera. Recordando la hora exacta de ese encuentro. ¿Puede haber algo más grande que perder el tiempo a su lado? La tarde entera. Un día tras otro sin un lugar donde reclinar la cabeza. Una vida sin pescas milagrosas, sin curaciones, sin muchas palabras. En el silencio pálido de un atardecer sobre el mar, en el que las olas se vistan de rojo y se calmen al caer la tarde. Y así, algo callado, seguir sus pasos siempre, en esos momentos rutinarios, llenos de tedio. Por eso quiero repetir las palabras que un día encendieron mi alma. Las palabras de fidelidad, de amor verdadero, que despertaron mi corazón para siempre. Sí, quiero seguir sus pasos. Quiero seguirlo a Él. Enamorado como lo estuve el primer día. Con ese mismo amor que nadie puede quitarme. Porque Él lo puso en mi alma sin que yo me diera cuenta. Casi siendo niño. Quiero seguir a Jesús vivo. A Jesús que me quiere como soy en mi indigencia. Y me ama hasta lo más profundo de mi ser. Hoy lo vuelvo a decir ante su imagen viva. Quiero ser fiel en ese seguimiento aunque seguirlo suponga negarme a mí mismo. Me cuesta tanto negarme algo que deseo. Lo sé. Miro la vida y quiero vivir mil vidas. Miro mi carne y la protejo del dolor. Y Jesús me pide dejar de lado mis caprichos y ambiciones. Cargar con esa cruz que es mi vida tal como es hoy. Ni más ni menos. Tal como es, con su dolor y su polvo. Con su pesar y sus sueños. Cargo mi vida llena de cruz y de anhelos. No la dejo de lado. Tomo mi cruz llena de vida y esperanza. Quiero hacerlo todo nuevo en mi interior. Quiero mejor que lo haga Dios en mí, porque es Él quien sabe hacerlo. Quiero seguirlo. Me lo repito a mí mismo para no olvidarme nunca de mi más original deseo. Deseo estar con Él aunque ese deseo me cueste la vida. Aunque me pese la carga que llevan mis hombros. Es todo tan fácil cuando no hay nada que se oponga a mí mismo. Nada que suponga renuncia y entrega. Nada que traiga consigo dolor y sacrificio. Pero cuando tengo que negarme a mí mismo, sufrir y echar de menos, padecer por otros, experimentar la ausencia de lo que amo, sufrir el desprecio y la deshonra. Entonces, cuando la cruz pese, tal vez no sea tan sencillo decir que sí con el corazón, con el alma, desde lo más hondo de mi ser. Cuando tenga miedo es cuando podré ser valiente. En esos momentos en los que cargo mi vida sobre la espalda quiero repetir mi sí. Es lo que quiero. Seguir sus pasos por las cumbres más altas, por las noches más oscuras, bajo la cruz pesada de mi vida en ese momento. Es eso lo que de verdad deseo, sin miedo a la noche. Por eso le sigo. Dejo atrás mis sueños humanos de gloria y éxito. Y aparto a un lado mis razonamientos tan de hombre, tan poco divinos. En verdad pienso tantas veces como los hombres, y no como Dios. Y me da miedo todo lo que veo. Pero yo confío.
Jesús me recuerda las condiciones del seguimiento: «Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta». Me importa el mundo que habito y amo. Quiero ganar este mundo entero que tengo ante mis ojos. Es tan seductor el poder. No estoy dispuesto a dar la vida entera por seguir a Jesús. No a cambio de nada. La quiero guardar para mí, quiero conservar mi honra, mi prestigio. Tengo claro que quiero proteger lo que amo, quiero cuidar lo que he conquistado, quiero esconder mis tesoros en algún lugar seguro y quiero salvar mi futuro. Me quiero a mí mismo demasiado. No quiero morir por nada del mundo, porque me gusta esta vida que amo. No me basta con perder lo que tengo por ese amor de Dios infinito y eterno. No lo entiendo, la vida es presente. No quiero perder para luego ganar. Digo en palabras grandilocuentes que quiero dar todo lo que tengo. Incluso más de lo que luego quiero dar de verdad. Pero después me arrepiento de tantas promesas. Miro mi vida, amo tanto mis bienes, mis planes, mis amores, mis deseos. Me he acostumbrado a conjugar la vida en primera persona. Yo quiero vivir, descansar, medrar, lograr, tener, recibir. Soy yo el que recibo. Soy yo el que gano. Soy yo el que tengo. Soy yo el que conquisto nuevas tierras, logro nuevos retos. Yo el que venzo. Y los demás son ajenos a mi felicidad, a mi gloria. Son incluso obstáculos que no me dejan crecer. Oponentes que dificultan mi éxito. O quizás me son indiferentes en este camino individualista y egoísta que no me lleva a ninguna parte. Quiero salvarme solo. No me hace falta nadie más. Soy feliz solo. Guardo mi vida para que no se entregue en vano. Para que no me molesten en exceso. Para no cansarme demasiado. Por eso me cuido. Me reservo. Leía el otro día: «La referencia al yo también se manifiesta en la terquedad. Es porfiado el individuo que juzga absolutamente todo a partir de su punto de vista egoísta y quiere imponer sus propios intereses sin consideración alguna. El ansia de renombre. Afán de reconocimiento, confirmación, prestigio y alabanza»[7]. Cuando giro en torno a mí me alejo de Dios. Y me alejo de los hombres. Y dejo de dar la vida a los demás. Mi amor, mi tiempo. Me da miedo caer en esa actitud tan egoísta. No quiero pensar sólo en mí. Si lo sigo a Él es para vivir entregado a los hombres. Sé que cuando me vuelvo a Dios y me descentro mi vida me importa menos. Valoro más el amor que recibo a cambio de nada. Doy más valor a lo gratuito. Me desprendo de mis cadenas y pesos que me atan a la tierra y sueño con un cielo más cerca de la tierra, más grande, más feliz. Donde el amor se conjuga en plural. Donde el nosotros tiene más fuerza que el yo. Por eso quiero que suceda en mí esa educación para la vida de la que habla el P. Kentenich: «La obediencia cristiana no forma hombres masificados, sino personas fuertes, abnegadas y llenas de Dios, que sean capaces de vencer el amor egoísta primitivo y cultivar un alto grado de amor abnegado al tú. A su vez ese amor personal al tú, ese acogimiento que se le dispensa, enriqueciéndolo, redunda en un desarrollo, fortalecimiento y perfeccionamiento de la propia personalidad»[8]. Hoy Jesús me invita a darlo todo sin egoísmos. Me pide que entregue la vida a cambio de nada. Sin esperar nada. Como Él lo hizo. De la misma manera. Me parece imposible hacerlo así. No me sale de forma natural entregar la vida en lugar de guardarla. Perderla en lugar de ganarla. Es justo todo lo contrario. Pero aquí está la paradoja a la que me lleva Jesús cada vez que lo miro, cada vez que lo sigo, cada vez que lo amo. Parece que me pide lo imposible. Y es así. Yo no estoy hecho de esa manera. Pero me lo pide a mí. Sabe que soy egoísta, que me busco a mí mismo. Pero me mira y me dice que sí, que es a mí a quien ama, a quien le pide seguir sus pasos. ¿Acaso no acaba de entender que soy de barro? ¿No puede ver que no soy santo y puro en mis intenciones y deseos? Sí. Él me conoce de verdad. Aunque a veces piense yo que no me conoce. No me sobrevalora. Simplemente ve en mí una belleza que yo ignoro. Descubre en mi alma un valor que yo no veo. No tiene una imagen equivocada de mí. Su imagen es la verdadera. La mía es incompleta. Pero aún así, ¿cómo puede pedirme algo que va contra mi naturaleza, que supera mis fuerzas, que me hace chocar una y otra vez con mi torpeza? Entonces lo recuerdo. Es imposible para los hombres, pero no para Dios. Tal vez en esa afirmación escueta se esconde el misterio de mi vida siguiendo a Jesús. Yo no lo hago. Es Dios en mí. Es Él quien lo hace. Sus manos en mis manos. Yo braceo y corro y me empeño. Pero es Él quien lo hace. Y me da paz ver sus pies llagados sobre mis pies. Sus manos heridas en las mías. Y entiendo que Él me protege con su cuerpo herido. Y carga con mi vida como cargó aquel madero. Y soy ligero en sus hombros. Y su voz suena poderosa en mi voz. Tal vez algo más entiendo ahora. Parece tener todo algo más de sentido. Dios hace posible en mí todo lo imposible. Logra que mi vida tenga sentido. Puedo negarme a mí mismo para dar la vida. Él lo logra. Puedo entregar todo lo que me ata y perder la vida. Él la gana para mí de nuevo. Así es Jesús. Es el misterio de seguir sus pasos. Ya no temo. Para Dios todo es posible. Pero no para mí. Yo sólo digo que sí y le sigo.
[1] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón
[2] Thomas Keating, Mente abierta, corazón abierto
[3] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
[4] J. Kentenich, Niños ante Dios
[5] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[6] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[7] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
[8] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, P. Rafael Fernández