El dique de la Justicia
VIDAL ARRANZ
Todavía hoy sigue en pie el dique de la Justicia. Y hemos de celebrarlo sin ningún tipo de vacilación. En una sociedad que se desliza progresivamente por la pendiente de la intolerancia, el sentimentalismo irracional, la banalidad, el delirio y el disparate, nadie en su sano juicio debería dar por sentado que los tribunales de revisión y de garantía serán siempre esa roca firme a la que aferrarse, inmunes a lo que ocurra a su alrededor.
No podemos descartar que al fin termine por claudicar también la razón judicial -una vez que ya han doblado la cerviz la razón política y el sentido común- pero hay que congratularse de que el día no haya llegado aún. Hoy la Justicia todavía defiende principios como la libertad de opinión y de expresión, que hace no tanto nos parecían bastante evidentes, y que ahora vemos, con inquietud, y hasta espanto, como cada vez lo son menos.
Todo esto viene a cuento, como habrán podido imaginar, de la sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid que da la razón a Hazte Oír y levanta la prohibición de circulación de su famoso autobús naranja. No sólo permite que ruede, sino que, como ha sido ya notoriamente resaltado por otros articulistas, el auto explica que los eslóganes de la asociación “son dudosamente delictivos” y, por ello, en ningún caso justificaban una medida cautelar tan grave -por atentar contra derechos constitucionales fundamentales- como la acordada por el magistrado del juzgado de instrucción 42 de Madrid que prohibió la circulación del vehículo.
Pero, sobre todo, los jueces de la Audiencia merecen el reconocimiento de todos por haber tenido la dignidad y el coraje de recordarnos que la hierba sigue siendo verde: “Admitir la persecución de ideas que molestan a algunos, o bastantes, no es democrático, supone apoyar una visión sesgada del poder político como instrumento para imponer una filosofía que tiende a sustituir la antigua teocracia por una nueva ideocracia”.
La frase merecería figurar en las aulas de todas las escuelas y universidades, en todas las redacciones periodísticas, y en todos los platós de televisión frecuentados por tertulianos sabiondos.
El tribunal es claro y contundente y, de algún modo, deja en evidencia tanto al juez que aprobó la decisión como al fiscal que la respaldó, oponiéndose, además, vehementemente al recurso de la asociación.
No haremos más sangre en torno a la endeblez argumentativa, y posible contaminación ideológica, de uno y otro, pues ya la sentencia sugiere lo suficiente. Más me interesa resaltar el papelón jugado por ese otro “poder”, el político, tan dispuesto a convertirse en ese brazo armado de la nueva “ideocracia”, de la que habla la Audiencia. Y al respecto hay que decir que lo mínimo que Manuela Carmena, como alcaldesa, y Cristina Cifuentes, como presidenta de la comunidad de Madrid, deberían hacer es pedir disculpas a la ciudadanía y a Hazte Oír.
Pedir disculpas por haber incumplido su deber de moderación y de contención institucional, dejándose arrastras por pasiones y prejuicios que, si bien pueden entenderse en los colectivos que batallan por la causa ‘trans’, son mucho menos entendibles en aquellos obligados a representarnos a todos.
Los aspavientos y rasgados de vestiduras de una y otra representante institucional en aquellas fechas sólo hubieran tenido un pase de justificación si, en efecto, el contenido del autobús fuera inequívocamente delictivo. O, al menos, si cupiera una duda más que razonable. No era el caso, ni remotamente, como muy bien explica el auto de la Audiencia de Madrid, y como era obvio para cualquiera que no tuviera los ojos cegados por la telaraña de sus prejuicios. Por ello, su comportamiento político, metiendo presión a la fiscalía y a los jueces, en demanda de la adopción de medidas coercitivas manifiestamente desproporcionadas, y vulneradoras de la libertad ajena, es un abuso manifiesto merecedor de censura.
Hubo una época en la que el político entendía lo que su relación con las pasiones sociales tenía de paralelismo con el vínculo entre el jinete y su montura. Como éste, el político ha de montar en las olas de sentimientos, demandas, e incluso rabia, de los ciudadanos y grupos sociales, pero, como él, su labor consiste también en alentar, frenar, orientar; conducir, en suma. Sin ignorar las necesidades del animal social que tiene entre las manos, pero sin dejarse arrastrar por ellas. Encauzando las pasiones hacia los pastos de la realidad: de lo posible y de lo razonable.
Hoy, en cambio, los nuevos jinetes de la política apenas saben hacer otra cosa que azuzar la montura y mantenerse en pie sobre ella, mientras cabalga desbocada vaya usted a saber hacia dónde. Como cada vez es más difícil invocar un principio de realidad, cada vez cuesta más justificar por qué no hay que dejar que el caballo social trote a capricho. La democracia, nos dicen, es esto.
La consecuencia más directa es que la insensatez campa a sus anchas y encuentra fácil acomodo en las leyes. Una clase política responsable, y consciente de sus deberes, no hubiera dado de paso, sin discusión, las leyes de homosexualidad y transexualidad aprobadas por unanimidad en la Comunidad de Madrid, por poner un ejemplo. Lo mínimo que hubiera debido ocurrir es que se presentara una amplia batería de enmiendas para corregir los muchos aspectos abusivos, invasivos, y liberticidas de ambas leyes. Era lo mínimo que hubiéramos esperado, por ejemplo, de un partido nominalmente liberal como Ciudadanos, al margen de cual fuera el resultado final de la votación.
En vez de eso, nos encontramos con unos ‘tribunos’ incapaces de decir ‘esta boca es mía’, apoyados por una legión de propagandistas de una verdad que ni siquiera conocen en el más mínimo detalle.
Fue memorable ver, hace unos meses, en la Sexta, cómo el presentador que entrevistaba a Ignacio Arsuaga, el presidente de Hazte Oír, se escandalizaba cuando el hombre al que había citado para crucificar le explicaba los aspectos más polémicos de una ley que el periodista debería conocer bien y que, sin embargo, obviamente ignoraba. Como ignoraba, por ejemplo, que las autoridades perseguirán -como ya están haciendo- a todo aquel que colabore con un gay que quiera dejar de serlo. Que ese artículo se aprobara sin discusión ni rechazo da idea del grado de irresponsabilidad, banalidad y pereza intelectual de los abajo firmantes de la cosa.
Por aquellos mismos días, mientras Cristina Cifuentes explicaba, como si fuera algo evidente por si mismo, que la ley reconoce el derecho de las personas a elegir su identidad sexual, el comisario político en jefe Gran Wyoming salía a las calles con un contrabus en el que afirmaba: “La identidad sexual no se elige. Que no te la impongan”. Lo que da una idea de hasta qué punto ni siquiera los partidarios de la causa tienen claro de qué va su asunto.
Con todo, hoy parece necesario dar un paso más. Los tribunales han amparado el derecho a proclamar públicamente opiniones que puedan no gustar, pero muchos de quienes comparten este derecho siguen pensado que la posición que reflejaba aquel autobús era “brutal y aberrante”. Recordemos la aberración: “Los niños tienen pene. Las niñas tienen vulva. Que no te engañen. Si naces hombre, eres hombre. Si eres mujer, seguirás siéndolo”. Sin duda, quienes piensen que esta afirmación es vergonzosa estarán de acuerdo con el transexual canadiense Kori Doty, que ha inscrito a su hijo en el registro con sexo indefinido “a la espera de que él lo decidida cuando sea mayor”. Desde la lógica de la transexualidad, éste es el único camino posible. Que nadie lo dude: la vía del tren que quieren imponernos conduce a esta estación.
Pero esto, claro, no es ninguna aberración; es el esplendoroso futuro que vamos a construir. Y es de muy mal gusto salirse del marco para sugerir que tal forma de proceder no hará más que crear graves problemas entre la población, mayoritaria, que nunca los había tenido.
Debemos conformarnos con que se nos deje hablar, mientras nos miran con cara de bichos raros y nos escupen al rostro: “Menudo reaccionario. Debe ser ultracatólico”. Mucho me temo que este problema depende ya de nosotros. No nos lo va a resolver el dique judicial.
Artículo publicado originalmente en Actuall.