El cristiano jamás ora solo, a título privado, casi con un corte intimista y subjetivo. Cuando un cristiano ora, la Iglesia entera está orando por sus labios y por su corazón. Incluso el eremita más alejado en un desierto, o el contemplativo en su celda a solas con el Solo, el bautizado que entra en su aposento y cierra la puerta, jamás es una oración privada.
Lo que somos lo somos como Iglesia, cuando oramos, oramos como Iglesia, y en la oración están todos incluidos, todos orando, todos beneficiándose de la oración personal de uno, aun cuando la soledad sea extrema. Y es que los lazos bautismales son más fuertes: nos han hecho parte de un Cuerpo, de un pueblo santo, y todo nos pertenece a todos.
Un cristiano ora, incluso estando solo, en la Comunión de los santos. Recordemos una cita de san Juan Crisóstomo:
“El Señor nos enseña –dice S. Juan Crisóstomo- a orar en común por todos nuestros hermanos. Porque Él no dice “Padre mío” que estás en el cielo, sino “Padre nuestro”, a fin de que nuestra oración sea de una sola alma para todo el Cuerpo de la Iglesia” (Hom. In Mat. 19,4).
Cualquier catequesis sobre el Padrenuestro lo avala: nuestra oración se da en el seno de la Iglesia y en cuanto miembros de la Iglesia. Nuestra vida recibe luces, gracias, por vivir la Comunión de los santos, de la que siempre recibimos invisiblemente mucho, y a la que entregamos y aportamos lo que somos, hacemos, sufrimos, oramos, intercedemos.
"De aquel que reza, todos los santos son sus compañeros. Con él, todos oran; con él, incluso en el cielo, combaten, ya que interceden ante Dios y vigilan activamente a sus hermanos de la tierra. Por otra parte, como el director o el padre espiritual, atestiguan, delante de él, la obra de Cristo y la operación del Espíritu según su forma eclesial, tanto ofreciéndola en Cristo según sus carismas respectivos como ofreciéndola a Dios en la unanimidad, diciendo con una sola voz: "Santo, Santo, Santo". Nada impide pensar que este o aquel santo está particularmente unido a este o aquel fiel: el santo patrón, santo Domingo para este hermano predicador, aquel otro santo que amaría particularmente a aquel fiel, o el que este fiel escogería. Estas preferencias pueden ser interiores a una verdadera comunión.
En la comunión de los santos, la historia que narra la Escritura permanece santa y viva. Cuales sean los progresos -siempre relativos y acompañados de regresión- de la exégesis contemporánea, consideremos que, si tenemos cuidado con ella, esta historia guardará quizás una grandeza épica (¿superior a la de Homero?) pero corre el peligro de convertirse en un tópico respecto a lo creemos. ¿Veneramos aún -en Iglesia latina- a san Abraham y a los santos patriarcas (¿por qué os sonreís?), san David, los santos profetas y a todos aquellos que habiendo recibido un buen testimonio por la fe "no debían alcanzar sin nosotros la perfección" (Hb 11,40)?
Por otra parte, ¿quién mejor que los santos han comprendido el Evangelio, ellos cuya historia es como un evangelio vivo? Con su lógica implacable y teológica, Lutero percibió este vínculo, pero en negativo: suprimió a la vez la veneración de los santos y el magisterio que fija el sentido verdadero de las Escrituras y que declara la santidad de los fieles. Él que creía en la comunión de los santos la ha vaciado de su contenido encarnado, temporal a la vez que eterno.
Ahora bien sin una comunión de los santos encarnada, no hay ningún medio de obtener la inteligencia de la Escritura de la que se nutre la oración (y que, por otra parte, suscita), ningún medio de obtener ni de acoger el perdón de esta manera eclesial que le asegura su fruto, a saber, la paz; ningún medio de celebrar la eucaristía como el sacrificio de la Iglesia a la vez terrestre y celeste.
Aquí es donde se sitúa el culto mariano. La Virgen María permanece en el punto de unión de aquellos que "no deben alcanzar sin nosotros la perfección" y de aquellos para los cuales toda la historia de la Antigua Alianza ha sido conducida, desde los santos del Antiguo Testamento y los del Nuevo, porque permanece al pie de la Cruz como Madre de aquellos que le entrega su Hijo. Ella es así aquella sin la que nadie puede decir "sí" y aquella que envuelve al fiel como con un manto de gracia.
Es así como todo cristiano ora a Dios en presencia de la Santa Virgen María y de toda la corte celestial".
(CHANTRAINE, G., Le milieu ecclésial, en: Communio, ed. francesa, X,4, juillet-août 1985, pp. 35-36).