La participación interior en la liturgia es un ejercicio constante de la vida teologal en nosotros. Infundidas gratuitamente en el bautismo, las virtudes teologales nos capacitan para la vida sobrenatural y ejercen en nosotros una dirección clara: sólo Dios.
Si lo teologal es desarrollado, la participación interior de los fieles se ve acrecentada y se vivirá la liturgia como una realidad profundamente espiritual y santa.
En la liturgia, la participación sólo puede tener como motores internos la fe, la esperanza y la caridad. Así participar es vivir un profundo espíritu de fe en la liturgia y amar intensamente a Dios acogiendo su amor que se derrama en nosotros.
El espíritu mundano -espíritu que viene del padre de la mentira- fácilmente se puede introducir y desvirtuar esta participación en la liturgia trocándola por sus contrarios: arrogancia, protagonismo, soberbia, orgullo... como también rutina, cumplimiento, distracción...
Si lo teologal es desarrollado, la participación interior de los fieles se ve acrecentada y se vivirá la liturgia como una realidad profundamente espiritual y santa.
Para participar realmente en la liturgia, el corazón del cristiano debe vivir según las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. Ni asistimos a un ceremonial de obligado cumplimiento, una función religiosa para deleite de los sentidos, ni a un recuerdo subjetivo (psicológico) de algo del pasado que nos mueve al compromiso ético. Somos participantes de la actualidad del Misterio de Cristo, siempre presente en la liturgia. Sólo la fe intensa y viva conduce a participar; la fe rebosante de amor a Dios, de caridad sobrenatural.
La fe y la caridad dirigen a una participación mucho más consciente, devota, interior, con plena disponibilidad a la acción de la Gracia de Cristo. Nada de rutina, nada de activismo, nada de antropocentrismo (ese lenguaje de valores, compromisos y muchas moniciones, simbolismos añadidos).
Entonces, participar, es vivir la liturgia “con fe verdadera”[1], “la fe y la humildad de tus hijos te hagan agradable esta oblación”[2]; deseamos que la Eucaristía podamos “recibirla siempre con un profundo espíritu de fe”[3], “celebremos con dignidad estos santos misterios y los recibamos con fe”[4].
Siempre con “amor”, lejos del protagonismo, o de considerarnos dueños de la liturgia; la liturgia pide un amor grande, sobrenatural, en el corazón del pueblo cristiano porque sólo así se participa de verdad y se llega al núcleo del Misterio: “esta eucaristía, celebrada con amor”[5] y “te agrademos con la ofrenda de nuestro amor”[6]; “purifica a los que venimos con amor a celebrar la eucaristía”[7].
A la acción litúrgica acudimos, y nos metemos de lleno en ella, implicándonos, si hay ese gran amor que nos mueve: “concédenos, Señor, que esta ofrenda sea agradable a tus ojos, nos alcance la gracia de servirte con amor”[8].
Dios mismo nos comunica ese amor santo que tiene su origen en Él, que se derrama en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Rm 5,5), y que incluso se convierte en alimento: “el amor con que nos alimentas fortalezca nuestros corazones”[9].