¿Puede el hombre relacionarse con Dios?
¿Eso es tan importante?
¿No será más bien secundario? ¿No será antes prioritario la acción social, el compromiso, la ética, las obras... y luego, más adelante si acaso, relacionarse con Dios?
¿Será una alienación? ¿Tal vez un refugio? ¿Por qué debe el hombre relacionarse y tratar con Dios?
Estas son preguntas que provienen de una mentalidad totalmente secularizadora, que pone el acento y la primacía sólo en el hombre, como si éste lo pudiera lograr todo y Dios no fuera necesario ni tuviera nada que decir; es la mentalidad pelagiana, combatida por San Agustín, que confía ciegamente en la naturaleza buena del hombre y ve la gracia como un añadido posterior: el hombre se basta solo.
Pero si se conoce bien la naturaleza del hombre, se ve que nada colma su corazón, creado para lo infinito, capax Dei (capaz de Dios); nada colma el corazón creado del hombre, excepto Dios mismo. Está creado por Dios y para Dios, necesita a Dios y sólo por gracia y por fe, el hombre descubre a Dios, lo reconoce, lo abraza por amor y vive en comunión con Él. Ahí comienza a realizarse la plenitud humana. Lo otro se quedaba pequeño e insuficiente.
El hombre necesita la relación con Dios para ser él mismo. La vida interior, la oración, en el mejor sentido de la palabra, "humaniza". Ahora nos queda por ver, con las palabras de Pablo VI, el alcance y la forma de esta relación viva y vital del hombre con Dios.
"Sobre el tema más elevado, más apropiado, más fecundo, más gozoso de nuestra confesión de creyentes y religiosos, no os hablamos ahora más que con muy pocas palabras, con una indicación apenas, como para recordar que existe este tema y tiene una razón de ser fundamental; pero no más, porque habría demasiado que decir, y porque hoy no se quiere oír hablar de Él.
¿Cuál es este tema? Este tema es Dios. Sí, Dios mismo; pues cuando nosotros afirmamos su existencia, y que podemos y debemos saber que Él es la primera, la suma, la absoluta, la infinita realidad, debemos enseguida añadir que no sabemos bien Quién sea Él, si no es con un esfuerzo discursivo, no con una intuición adecuada e inmediata, de nuestro pensamiento; el cual, llegando al término de su progreso, siéntese como cegado por el sol divino, y tiene que balbucir definiciones negativas de Dios, diciendo lo que no es, al no poder decir más que en términos de sublimación analógica algo sobre él, al Cual está obligada también a atender nuestra inteligencia (cf. Sto. Tomás, I,1,ad. 7). Dios es misterio. Y entonces no sólo permanece infinitamente inefable el objeto mismo de nuestro acto religioso (cf. Garrigou-Lagrange, Dieu, p. 712 ss), sino nuestra humana inteligencia, nuestra educación científica del conocimiento, nuestra mentalidad moderna, queda perpleja y fácilmente se repliega en su complejo de inferioridad, renunciando fácilmente a proponerse la cuestión de la fe en Dios, y haciendo un acto de fe en la repulsa del mismo Dios (cf. Maritain, La signification de l´atheisme contemporain, p. 16).
El campo de la experiencia religiosa
Si consideramos este segundo aspecto de la cuestión religiosa, o sea, el subjetivo, entramos en un campo hoy fácilmente embarazado por las diversas negaciones ateístas, pero inmensamente interesante, porque afecta al de la experiencia religiosa, más bien que al propiamente teológico: al pedagógico, al pastoral; y se nos presenta un difícil, pero inevitable, y no insoluble problema: ¿Cómo puede hoy el hombre encontrar a Dios? ¿Cuáles son las disposiciones de ánimo necesarias para que la mentalidad de hoy pueda establecer una relación auténtica y viva con Dios?
Problema de la conciencia psicológica
¡Qué problema! Podemos considerarlo principalmente –y por ahora al menos- como un problema de conciencia. De conciencia psicológica, ante todo. Hay que decirlo en seguida: Disponer la propia conciencia para advertir a Dios, su viviente realidad, su amenazadora presencia, su tácita acción, no quiere decir apagar nuestro ojo crítico y racionante, para abandonarse a un encantamiento fabulista, a una sugestión pietista, a una debilidad mitificadora; quiere decir, más que nada, aguzar su sentido perceptivo de la verdad espiritual, su vigilancia purificada de distracciones, de prejuicios, de innobles transigencias morales. Por algo el Señor nos advierte que son los “puros de corazón” quienes “verán a Dios” (cf. Mt 5,8). También nuestra vida humana puede convertirse en luz (cf. Jn 1,4), reflejo de Dios, espejo donde todo hace alusión a él (cf. R. Guardini, Le Dieu vivant, pp. 79-93).
Problema de conciencia moral
El problema llega a ser, como veis, de conciencia moral. Y se extiende sobre la inmensa gama del pensar (¿y no es, por ejemplo, el impedir al pensamiento llegar al conocimiento esencial de las cosas, o sea, metafísico, un fraude, hoy tan difundido, a su virtud cognoscitiva?), y alcanza la rectitud de la búsqueda, la paciencia de la verificación, etc., para llegar a la limpidez de las turbias y opacas obsesiones de la sensualidad. Recordad lo que dice San Pablo: “El hombre animal no capta las cosas del espíritu de Dios” (1Co 2,14).
Problema humano
Se hace problema de conciencia cristiana; y sabiendo perfectamente cómo el Evangelio interesa a toda la humanidad, aún decimos de conciencia humana. El primero y principal precepto del Evangelio, el que por Cristo resume, con el precepto del amor al prójimo, toda la ley y los profetas, es el amor a Dios, en cuatro expresiones superlativas. “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente” (Mt 22,36) y “con todas tus fuerzas” (Mc 12,33). Ningún deseo de Cristo está expresado con igual energía. Hay para nosotros como una tensión en sus palabras, que parece luchar con la dificultad que encontramos los hombres en la observancia de esta ley suprema, como si el Señor supiese cuán débiles y ambiguos amadores somos, llevados más al amor de nosotros mismos que al de Dios (cf. S. Agustín, De civ. Dei,14, 28. “dos amores hicieron, pues, dos ciudades...”). Y es extraño cómo se puede extorsionar en nuestros días la interpretación naturalista del mensaje evangélico hasta llegar a hablar de un cristianismo sin religión, todo él tendido en línea horizontal, es decir, humana y sociológica, y como olvidado de la línea vertical, o sea teológica y sobrenatural.
Tendencia natural a amar y conocer el sumo bien
Lo que, a su vez, en esta consideración, puede presentar dificultades es la cuestión de si es posible amar a Dios sin conocerlo primero; la cuestión se presenta en términos prácticos bastantes frecuentes, cuando la ignorancia religiosa impide todo pensamiento acerca de Dios. Y es obvia la respuesta (evitando tantos problemas como surgen aquí),la cual reconoce en nosotros (aun profanos o pecadores) la existencia innata de una tendencia natural “que precede a todo conocimiento y se identifica con la inclinación natural de nuestra voluntad” (cf. Garrigou-Lagrange, Dieu, 61, 306) hacia el Bien, de la que se beneficia nuestro conocimiento, ya sea aplicándose a la búsqueda de Dios, ya sea gustando y gozando de cuanto sobre Dios, tanto por la vía normal de la inteligencia especulativa, cuanto por la vía del amor y del don de sabiduría, puede conocer (cf. Sto. Tomás, II-II, 45,2; Contra Gentes, III,19; S. Agustín, Solil. 1,1).
Influencia del ambiente
Y con estos profundos y arduos aspectos de nuestro tema se hacen prácticos y concretos, si consideramos la conciencia comunitaria, o social, en que la vida religiosa, individual o colectiva se desenvuelve. El ambiente exterior, en que está inmersa y en el que transcurre nuestra vida, puede tener una influencia de bastante importancia, si no determinante de una manera rigurosa, sobre nuestro conocimiento y nuestra creencia en Dios. Por ello, existe una historia religiosa de los pueblos, y por ello se ejerce tanto la propaganda en pro y en contra del nombre de Dios.
La liturgia, escuela de divinidad
La educación puede muchísimo en este sentido. La cultura bastante. El apostolado mira a esto. y añadimos que la liturgia, es decir, la profesión religiosa vivida en la autenticidad de sus dogmas, en el lenguaje sensible y espiritual de sus ritos, en la consonancia coral de las voces y de los ánimos de la comunidad que alaba a Dios, puede dar testimonio tan interior de la verdad de Dios, tanta sinceridad de gozo que constituya la eficacia de una escuela de divinidad, y hasta infunda, en quien dignamente la celebra y en ella participa, la certeza juntamente con la esperanza, el sentimiento de Presencia y de Esperanza, de las cuales sólo nuestra religión conoce el secreto y dispensa la riqueza (cf. S. Ambrosio, Contra Ausencio, 34). La oración y la fe se funden juntamente e indican el momento de plenitud de nuestra vida peregrina hacia la eternidad"
(PABLO VI, Audiencia general, 11-diciembre-1968).