La alianza de Dios con Israel, consumada en la Cruz de Jesucristo y convertida ya un pacto sólido e inviolable por parte de Dios, conlleva una postura coherente de Israel, de la Iglesia y del bautizado: ora alabando, da gracias y suplica finalmente.
 
La alianza desencadena una respuesta libre y amorosa, obediente. Hay una Palabra pronunciada libremente por Dios y una respuesta libre de adhesión y obediencia, una palabra pronunciada de acatamiento amoroso.
 
En nuestro Señor Jesucristo la alianza adquiere tonalidad nueva: alianza nueva y eterna. Él realiza la Alianza y la sella con su sangre, no con tinta. La oración experimenta un nuevo paso, recibe una nueva impronta.
 
"El cumplimiento de la Alianza entre Dios y los hombres en el hombre-Dios Jesucristo tiene profundas consecuencias para la oración misma que recibe de él su insuperable cumplimiento. Debemos desarrollarlas cuidadosamente contemplando primero la oración de Cristo y la comunicación que entabla con sus discípulos; luego la dotación de los creyentes por el Espíritu Santo; por último, la figura trinitaria de la oración cristiana.
 
a) Cristo, su persona y su oración
 
La persona de Jesús es un profundo misterio: se la designa con insistencia como siendo la "Palabra de Dios" desde toda la eternidad, pero Dios (el Padre) no dice más que lo que es Dios (el Hijo). Es al percibirse como palabra del Padre como el Hijo es él mismo. En el campo profano, una palabra significa una cosa o una persona diferentes de ella: aquí, por el contrario, la palabra y la persona son todo uno. Es por lo que el Hijo no puede separar el "escuchar-decir" por el Padre del "ser-el Hijo-del Padre". Así hay que entender estos pasajes del evangelio: "lo que le he oído a él (al Padre), yo lo digo al mundo" (Jn 8, 26); "queréis matarme a mí, que os he dicho la verdad que escuché de Dios" (8,40); "juzgo según lo que escucho" (5,30).
 
El Hijo, enviado al mundo como Palabra del Padre, sólo puede hacer oír esta palabra que él es al escucharse. Para eso, cuenta con la escucha correspondiente de sus oyentes: "mis ovejas escuchan (y conocen y comprenden) mi voz" (10, 3.16). Y lo que se comunica es tan rico como la palabra misma de Dios: "todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer" (15,15). Así aparece la diferencia entre Jesús y los profetas: en estos últimos, se trata de la transmisión de una comunicación de Dios: "así habla el Señor"; en Jesús, el transmisor se hace uno con la transmisión. Dicho de otro modo: el don que el Padre hace de su Hijo al mundo es uno con el don que el Hijo hace de sí mismo al mundo.
 
Solamente una cosa: la palabra dicha desde toda la eternidad por el Padre es al mismo tiempo el Hijo que engendra, que le es consustancial, que, divinamente maestro de la palabra recibida, se reciba al mismo tiempo eternamente del Padre. Es así la plegaria absoluta, y así evidentemente la plegaria infalible: "sé que siempre me escuchas" (11,42). Lo que quiere decir que Jesús, que es la Palabra del Padre y que la transmite al mismo tiempo al mundo, continua sin cesar diciendo al Padre en su oración esta misma palabra que él es. Y esto lo hace tanto como hombre como cuanto Dios; es por lo que, en cuanto hombre, no se convierte solamente en el revelador del Padre, sino en el arquetipo de aquel que ora a Dios, el "sumo sacerdote" que, para sus "hermanos" (Hb 2,12s) y con ellas, presenta su súplica a Dios (ib., 5,7), que no nos enseña solamente lo exterior, sino que nos introduce en lo más íntimo de su oración. Ora en la comunidad sinagogal, pero también en la soledad de la montaña; nos revela el contenido de su plegaria de mediador (Jn 17), su acción de gracias al Padre por la manera en que él se revela a los pequeños (Mt 11,25; Lc 10,21). Y sobre todo, a los discípulos, que le piden que los introduzca en la oración, ofrece, no la oración de otro, sino la suya propia, aquella que desde siempre, mediador de sus hermanos ante el Padre, ha dicho con ellos: el primado vuelve a las peticiones de glorificación del Padre sobre la tierra -su nombre, su reino, su voluntad- siguiendo después las peticiones elevadas a Dios por la indigencia humana: para el alimento, el perdón de la ofensa (la nuestra, la que Jesús toma sobre él), la protección en el inevitable combate emprendido por el Maligno. Todo, en el Padrenuestro, es revelación y comunión con el espíritu y la actitud del Hijo ante el Padre, bajo la forma que toman en su misión de Hijo encarnado.
 
Pero conviene extenderse en este primer aspecto. Cuando la Palabra, por el amor del Padre, se hace "carne", es decir hombre mortal y pobre, no cesa, incluso en este estado, de ser la Palabra: en todos los estados de su condición carnal, revela al Padre: tanto callando como hablando, al comer, al beber, al dormir, ayunando y velando, llorando sobre Jerusalén o en su cólera ante la desacralización del Templo, como en su dulzura y su paciencia. La mayor parte de estos estados fueron atribuidos de forma "antropomórfica" al Dios del Antiguo Testamento; en el presente, la plenitud de su verdad es desvelada, porque su Palabra ha tomado "forma de hombre" (Flp 2,7). Y porque toda la obra de la Encarnación es una obra del don del amor de Dios, se desvela, al mismo tiempo, que su cólera es también, y mirada despiadada (su "celo") o también su "exasperación" ante la incomprensión del hombre (Mt 17,17), incluso ver su alejamiento momentáneo (cf. Mt 21,27; 23,38; Rm 11,8) son finalmente formas de su amor. Por consiguiente habría que interpretar y contemplar la existencia entera de Jesús, hasta su muerte en el sentido del abandono divino, como una palabra de oración, que resuena tanto de Dios hacia el mundo como del mundo hacia Dios. El silencio desempeña aquí una función muy particular, puede ser más elocuente que la palabra (por ejemplo en la escena de la mujer adúltera, o delante de Herodes o Pilato), revela la dimensión del silencio no detrás, sino en el interior de la Palabra hecha hombre, una dimensión que, en la Eucaristía, se hace preponderante. Las situaciones más íntimas en el seno de los cambios humanos, ¿se caracterizan solamente por las palabras o más bien por una ausencia de palabras aún más profundamente reveladora?
 
Esto es lo que nos permite, a nosotros que de entrada sólo conocemos una oración de la tierra hacia el cielo, ver ya esclarecerse muchos puntos que serán precisados a continuación.
 
Primer punto: según un modo nuevo, por encima de la palabra del salmo, tomamos parte en el diálogo de la Alianza entre el cielo y la tierra que nos es puesto, como sustancialmente, en los labios.
 
Segundo punto: se nos ha dado una idea nueva de lo que puede ser la respuesta a la Alianza; porque, en efecto, la palabra misma de Dios se ha hecho carne, hombre ordinario, semejante a nosotros, nuestra existencia terrena entera puede ser transformada en algo que se parecerá a una palabra subiendo hacia Dios, si realmente queremos hacer de ella una palabra de oración.
 
Tercer punto: en Jesucristo, ya no tenemos necesidad, para dirigirnos a Dios, de formular explícitamente las palabras; en la oración, podemos también hacer subir a Dios nuestro silencio, lo mismo que en el sielncio, podemos hacer subir hacia él nuestra oración. La "palabra" ha conocido una extensión de la que hasta ahora no habríamos podido ni siquiera hacernos una idea de ella. Una extensión que exige al mismo tiempo de nosotros una profundización constante: jamás ninguna palabra es inmediatamente comprehensible hasta sus profundidades remotas, invita a sumergrise en ella, en una "contemplación" en el sentido de una amorosa exploración de sus dimensiones, primero parecidas a un no-dicho, y que por tanto se abren a todo hombre que suplica y llama. Sin embargo no oramos solos, es el Espíritu de Jesús quien lo hace en nosotros, y es el mismo Espíritu quien abre e introduce en las profundidades de la divinidad".
 
(VON BALTHASAR, "Par Lui, avec Lui et en Lui", Communio. ed. francesa, X,4, juillet-août 1985, pp. 11-14).