Una de esas frases luminosas del escritor León Bloy, casi una sentencia en su fórmula, nos ofrece pie para una catequesis o más bien una breve reflexión hoy.
En una carta al matrimonio Maritain (Jacques y Raïsa), ofrece una perspectiva luminosa... que en definitiva atañe a la Comunión de los santos.
"Esta mañana, en la misa del alba, he llorado por usted, amiga mía. He pedido a Jesús y a María que tomen de los tormentos de mi pasado lo que haya de más meritorio y se lo apliquen buenamente, se lo apliquen con fuerza y poder, para alegría de su cuerpo y gloria de su alma.Me inundaron lágrimas tan dulces, que creo que he sido escuchado..." (Carta, 15-febrero1906).
Ni somos mónadas aisladas en un mundo de sustancias, ni seres independientes. Lo que hacemos de bueno y de malo repercute en los demás por una misteriosa solidaridad entre los miembros del Cuerpo de Cristo.
Todo lo nuestro puede ser ofrecido para que Dios tome lo que le plazca y lo aplique a un alma concreta; incluso pedir nosotros que aplique a alguien lo meritorio o bueno o santo que hayamos realizado.
Así el bien es difusivo de sí y toma forma y amplitud cuando se le regala al Señor para el bien de los demás.
¿Mérito? Ya decía san Agustín (Enar. Ps 102,6), y lo cita el Prefacio I común de los santos, que "al coronar los méritos, coronas tu propia obra", porque esos méritos vienen por la gracia de Dios en nosotros que nos impulsa a actuar y colaborar en la Redención.
El mérito no es presunción ni vanidad: así lo pensaron los luteranos, anulando la libertad del hombre y la posibilidad de la cooperación con la gracia divina, la libertad humana. Hoy mismo, ciertas teologías o corrientes espirituales, tienen alergia pensando que el mérito es soberbia del hombre y pelagianismo. El mérito es concepto importante para la teología católica, definido en Trento. El Catecismo de la Iglesia católica lo explica:
"El mérito del hombre ante Dios en la vida cristiana proviene de que Dios ha dispuesto libremente asociar al hombre a la obra de su gracia. La acción paternal de Dios es lo primero, en cuanto que Él impulsa, y el libre obrar del hombre es lo segundo, en cuanto que éste colabora, de suerte que los méritos de las obras buenas deben atribuirse a la gracia de Dios en primer lugar, y al fiel, seguidamente. Por otra parte, el mérito del hombre recae también en Dios, pues sus buenas acciones proceden, en Cristo, de las gracias prevenientes y de los auxilios del Espíritu" (CAT 2008).
Esos méritos, por la Comunión de los santos, se los entregamos al Señor y le rogamos que los distribuya en general o sobre personas en particular.
Y pensemos... agradecidos... cuántas gracias no nos habrán llegado así, por alguien que ofreció lo suyo unido a Cristo para que nos llegase esa gracia a nosotros.