Continuando nuestra formación con la conferencia del cardenal Ratzinger en el Jubileo del 2000, pasamos ahora de la "estructura" al método de la nueva evangelización. Realmente éste parecería el punto más inmediato y urgente, cuando se vive con la obsesión, más que con el celo pastoral, de que lo importante son los métodos y éstos hay que renovarlos ya.
Antes que los métodos, está la estructura de la nueva evangelización como vimos: su concepto (enseñar a vivir respondiendo al hombre), nueva evangelización junto a la evangelización permanente de la parroquia y la comunidad cristiana, sin impaciencias, aceptando ser un grano de mostaza al ritmo de Dios. Esto sería lo primero y más urgente, que probablemente es lo que más nos puede fallar, y luego pensar en el método de la nueva evangelización.
El método, desde luego, va acorde con la estructura de la nueva evangelización y refleja claramente su contenido, porque no existen "métodos neutros", ni tampoco es cuestión de plagiar los "métodos de mercado" de una empresa de publicidad, ni el ensoñamiento de que, por el mero hecho de cambiar de método (¡modernizarse!, ¡adaptarse al mundo!, que son eslóganes manidos), ya está todo hecho y la respuesta será deslumbradora, atrayendo a todos.
El método es la forma, el camino que hemos de recorrer, en la nueva evangelización; tal vez podríamos definirlo como un talante, un estilo, un sello, una impronta. Veámoslo con las palabras de Ratzinger.
"ESTRUCTURA Y MÉTODO DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN
El método
De esta estructura de la nueva evangelización deriva también el método idóneo. Ciertamente, debemos emplear de modo razonable los métodos modernos para hacernos oír; o mejor, para hacer accesible y comprensible la voz del Señor. No buscamos que se nos escuche por nosotros, ni queremos aumentar el poder y la extensión de nuestras instituciones, sino que deseamos servir al bien de las personas y de la humanidad dando espacio a Aquel que es la Vida. Esta renuncia al propio yo, ofreciéndolo a Cristo por la salvación de los hombres, es la condición fundamental del verdadero compromiso en favor del Evangelio.
"Yo he venido en nombre de mi Padre y no me recibís; si otro viniese en su propio nombre, lo recibiríais" (Jn 5,43). La señal del Anticristo es hablar en su propio nombre. El signo del Hijo es su comunión con el Padre. El Hijo nos introduce en la comunión trinitaria, en el círculo del amor eterno, en donde sus personas son "relaciones puras", el acto puro de entregarse y de acogerse. El designio trinitario, visible en el Hijo, que no habla en su nombre, muestra la forma de vida del verdadero evangelizador. Más aún, evangelizar no es simplemente una forma de hablar, sino una forma de vivir: vivir a la escucha y ser portavoz del Padre. "No hablará por su cuenta, sino que dirá lo que oiga" (Jn 16,13), afirma el Señor a propósito del Espíritu Santo.
Esta forma cristológica y pneumatológica de la evangelización es a la vez una forma eclesiológica: el Señor y el Espíritu construyen la Iglesia, se comunican en la Iglesia. El anuncio de Cristo, el anuncio del Reino de Dios, supone escuchar su voz en la voz de la Iglesia. "No hablar en nombre propio" significa hablar en la misión de la Iglesia.
De esta ley de la expropiación se siguen consecuencias muy prácticas. Han de estudiarse todos los métodos razonables y moralmente aceptables; es un deber hacer uso de estas posibilidades de comunicación. Ahora bien, las palabras y el entero arte de la comunicación no pueden ganar a la persona humana hasta esa profundidad a la que debe llegar el Evangelio. Hace poco años leí la biografía de un óptimo sacerdote de nuestro siglo, don Dídimo, párroco de Bassano del Grappa. En sus apuntes se encuentran palabras de oro, fruto de una vida de oración y meditación. A propósito de lo que estamos tratando, dice don Dídimo, por ejemplo: "Jesús predicaba de día, de noche oraba". Con este breve apunte quería decir: Jesús debía conseguir de Dios sus discípulos. Esto es válido siempre. No podemos ganar nosotros a los hombres. Debemos obtenerlos de Dios para Dios. Todos los métodos son ineficaces si no están fundados en la oración. La palabra del anuncio ha de estar empapada de una intensa vida de oración.
Debemos dar un paso más. Jesús predicaba de día y de noche oraba, pero esto no es todo. Su vida entera, como muestra de modo bellísimo el Evangelio de Lucas, fue un camino hacia la cruz, una ascensión hacia Jerusalén. Jesús no redimió al mundo con palabras bonitas, sino con su sufrimiento y su muerte. Su pasión es fuente inagotable de vida para el mundo; la pasión proporciona fuerza a su palabra.
El Señor mismo, extendiendo y ampliando la parábola del grano de mostaza, formuló esta ley de fecundidad en la parábola del grano de trigo que cae en tierra y muere (cf. Jn 12,24). También esta ley es válida hasta el fin del mundo y, junto con el misterio del grano de mostaza, resulta capital para la nueva evangelización. La historia entera lo demuestra. Sería fácil demostrarlo en la historia del cristianismo. Aquí quisiera tan sólo recordar el inicio de la evangelización en la vida de san Pablo.
El éxito de su misión no fue fruto de grandes dotes retóricas o de prudencia pastoral; la fecundidad llegó vinculada al sufrimiento, a la comunión con la pasión de Cristo (cf. 1Co 2,1-5; 2Co 5,7; 11,10s; 11,30; Gal 4,12-14). "No se dará otro signo más que el del profeta Jonás" (Mt 12,39), dijo el Señor. El signo de Jonás es Cristo crucificado; los testigos son quienes completan "lo que falta a la pasión de Cristo" (Col 1,24). En todas las épocas de la historia se han cumplido siempre las palabras de Tertuliano: "la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos".
San Agustín dice muy bellamente lo mismo al interpretar el capítulo 21 del Evangelio de Juan, en donde la profecía del martirio de san Pedro y el mandato de apacentar, es decir, la institución de su primado, se hallan íntimamente relacionados. San Agustín comenta así el texto (Jn 21,16): "Apacienta mis ovejas, esto es, sufre por mis ovejas" (Sermón 32: PL 2,640). Una madre no puede dar a luz un niño sin sufrir. Todo parto implica sufrimiento, es sufrimiento, y llegar a ser cristiano es un parto. Digámoslo una vez más con palabras del Señor: el Reino de Dios exige violencia (cf. Mt 11,12; Lc 16,16), pero la violencia de Dios es el sufrimiento, la cruz. No podemos dar vida a otros sin dar a nuestra vida. El proceso de expropiación, de renuncia al propio yo, antes indicado, es la forma concreta (expresada de muy distintas maneras) de dar la propia vida. Y pensamos en las palabras del Salvador: "quien pierda su vida por Mí y por el Evangelio, la salvará" (Mc 8,36)".
El método del evangelizador ha sido definido con claridad, trazado con rasgos nítidos, firmes.
En primer lugar, es un orante, un hombre de Dios que se vuelve constantemente a Dios para obrar sólo aquello que Dios quiera. Así reconoce que el primado lo tiene Dios y que el fruto de toda evangelización lo otorga Dios; reconoce que el camino lo inicia Dios y la forma de recorrerlo la marca también Dios. Eso es algo tan básico, que el evangelizador lo vive de manera natural y espontánea. Aquí tenemos ese primer rasgo para la nueva evangelización. Desde luego es un orante, y por tanto, la imagen del evangelizador más preocupado de dinámicas de grupo y técnicas pastorales, o la del que siempre está 'ocupado en no hacer nada', lleno de activismo (aparente, claro, ante los demás), lleva en sí el germen de la esterilidad.
En segundo lugar, el estilo de la nueva evangelización es provocar el encuentro con Jesucristo, mostrar a Dios, vincular a Dios y entonces desaparecer, menguar como el Bautista. En ocasiones es un error pernicioso confundir la evangelización nueva con vincular a los demás al propio "yo", es decir, sólo y exclusivamente a mi movimiento, asociación, comunidad, espiritualidad, y si la rechaza buscando otro ámbito de fe, creer que no está evangelizado porque la evangelización sólo conduce "a lo mío". Habría que llamar a esto, más que nueva evangelización, proselitismo. Cada persona debe hallar, una vez evangelizada, su propio lugar, su camino espiritual en la Iglesia y desarrollar sus propios talentos, sin pretender la uniformidad de querer a toda costa que se integre en "lo mío". Y es que Dios se da en la Iglesia en la variedad de caminos espirituales.
En tercer lugar, el reconocimiento de que la nueva evangelización es de Dios y no cosa nuestra, cada cual empleará los recursos necesarios para evangelizar según lo que uno haya recibido y vivido, pero sin la altanería de pensar o actuar de manera arrogante, como si lo suyo fuera lo único realmente evangelizador y lo demás fuera de segunda clase, inferior, menos apostólico, un sucedáneo. Nadie lo dice así ni lo formulará nunca así, pero sí se producen actitudes discordantes cuando se eleva lo propio -movimiento, asociación, etc- a lo único válido para evangelizar, a la clave eficaz.
En cuarto lugar, es necesario poner a disposición de Cristo y su Iglesia todos los medios posibles para llegar al mayor número de personas y emplear todas las posibilidades de comunicación, de una manera y de otra (repitamos: no hay una única forma válida y canónica de evangelizar, identificada sin más con "mi" movimiento, asociación y hogar espiritual), pero este recurso es sólo un medio al servicio de Cristo; el convencimiento más hondo es que la evangelización es del Señor, y que es el Espíritu Santo el protagonista indiscutible de la misión, no nosotros, ni nuestros medios, ni nuestro 'movimiento'. Hagamos todo como si dependiera de nosotros... pero sabiendo que todo depende de Dios.
Por último: la ley de la fecundidad. Está vinculada al sufrimiento, al grano de trigo, y no al populismo, la demagogia y los aplausos de todos. Las mayores situaciones de cruz pueden ser, a la larga, las más redentoras y fecundas, aunque al principio y por mucho tiempo parezca no lograr nada. La cruz y su pasión sellan siempre toda evangelización. La ayuda de los enfermos ofreciendo sus dolores será imprescindible, así como ofrecer el evangelizador todo su sufrimiento al Señor para alcanzar valor redentor y misional