La antropología cristiana es la reflexión sobre el hombre a la luz de Cristo, o sea, de la revelación plena. Tema éste necesario para saber quiénes somos, qué nos aguarda, cuál es nuestro destino y dignidad, cómo son nuestras capacidades.
En el hombre creado destaca un deseo de Dios; hay en su interior un deseo de llegar a Dios y alcanzarlo, y mientras no lo logre, el corazón estará inquieto, buscando donde apaciguarse, asentarse.
La orientación fundamental del hombre es Dios, por quien suspira. Para ello, ha dejado sus huellas en la creación, en lo creado, y en el mismo hombre también, para que a través de ellas podamos alcanzar un cierto conocimiento de Dios, conocimiento natural, que ojalá, en todos los casos, sea completado por la fe y el conocimiento sobrenatural.
El buen uso de la razón, o incluso meramente usar la razón sin marginarla ni desconfiar de ella, sería una buena herramienta, necesaria, para conocer a Dios. "Pensad bien", es un consejo de Pascal que a todos nos vendrá bien aplicar.
No creamos que esta catequesis es ni complicada ni lejana a la experiencia de lo concreto de nuestras vidas; tal vez sea central, perteneciente a lo primero que hallamos si miramos la naturaleza humana, y por tanto, punto de conexión para poder dialogar con los demás, con quienes aún no creen o vacilan.
"¿Cómo se llega a conocer a Dios? Esta es la gran pregunta, que atormenta al espíritu moderno. Es cuestión antigua, tan antigua como la historia del hombre; pero hoy es cuestión que se ha hecho atormentada porque el progreso del conocimiento humano ha hecho más exigente la necesidad de dar a tal pregunta una respuesta satisfactoria con relación a los hábitos de nuestra mentalidad, es decir, a nuestra racionalidad crítica y científica y al empeño cognoscitivo de nuestra experiencia sensible. Se produce ahora el hecho de que este progreso nuestro del conocimiento parece encontrar, y encuentra en la práctica, mayores dificultades para llegar a Dios, que las que encontraba en tiempos pasados, cuando se admitía y presuponía normalmente el conocimiento de Dios en todas las formas del pensar; mientras hoy el conocimiento de Dios no se propone como principio indiscutible, sino como conclusión final del mismo pensamiento. Y es difícil llegar a tal conclusión. Se diría que nos hemos hecho más inteligentes, más instruidos, y al mismo tiempo menos religiosos, o sea, menos capaces de llegar a Dios.
El vacío y las modernas consecuencias del ateísmo
¿Tendremos que renunciar a tal conquista? El ateísmo contemporáneo responde: sí, debemos renunciar. Esta respuesta, al parecer tan simple, produce un vacío tal en el pensamiento y en la vida del hombre que llega a suscitar grandes y graves problemas, y a turbar la confianza en el mismo pensamiento, o en el sentido positivo de la vida. Quienes creen poder fundar un humanismo sobre el ateísmo vienen a ser en realidad profetas de un nihilismo, que se presenta en primer lugar todo él gratuito, inestable, irracional, y que suple esta carencia con nociones empíricas o insuficientes, con sistemas arbitrarios y violentos, y más tarde con conclusiones pesimistas, revolucionarias y desesperadas. Y el gran ausente, Dios, llega a ser la pesadilla de quien reclama la verdad al pensamiento. Encontramos testimonios de los literatos: “Dios me ha atormentado toda la vida”, dice, por ejemplo, un personaje representativo de un célebre escritor ruso, Dostoievski).
Invitación elevada a la meditación humana
Sabéis que la Iglesia, al contrario, no renuncia a la conquista de Dios. Afirmamos que no niega a la mente humana la capacidad de llegar al conocimiento de Dios; y, sabedlo bien, aun con la razón, si bien no sin fatiga y con grandes sombras. La Iglesia persevera firme, aunque tenga que permanecer sola (Cf. Newman), al reivindicar para la razón esta posibilidad suprema. Es preciso honrarla, por lo menos por esta defensa de la razón, cuando con tanta frecuencia se acusa a la Iglesia de oscurantismo y de fideísmo. Ciertamente, la fe nos da de Dios un conocimiento mucho más pleno y de suyo más fácil; pero la fe misma, según nuestra doctrina, no puede prescindir del uso recto y fuerte de la razón. El Concilio Vaticano I canonizó en este aspecto la razón natural (cf. Denz-Sch. 3015, ss).
¡Oh! ¡Qué campo ilimitado de estudio! (Cf. la obra todavía vigente de Garrigou-Lagrange, Dieu, Beauchesne, 1919). No es, ciertamente, en esta sesión donde Nos penetraremos sus umbrales. Bástenos aquí hacer alguna observación modesta; sin embargo, acaso no superflua. La primera es ésta.
Cuando nos proponemos la cuestión del conocimiento racional de Dios, olvidamos fácilmente que tal cuestión es doble; a saber, podemos pedir al poder de nuestro pensamiento que nos diga si Dios existe; y a esta cuestión nuestro pensar, si permanece fiel a sus leyes, responde: sí, Dios existe; y nos da la certeza de ello, pero, si nosotros pedimos a nuestro pensamiento que nos diga quién sea Él, se hace muy tímido y modesto, hasta el punto de dejarnos insatisfechos, y negando lo que Dios no es y no puede ser, y buscando la sublimación de algunas nociones propias de su Ser nos lleva efectivamente a lo Alto, pero a una región donde hay más misterio que ciencia, más deseo que posesión. Quien sabe volar en alas de la especulación teológica y de la contemplación mística hacia aquel misterio, se da cuenta de estar apresado en una plenitud espiritual que supera las presentes condiciones de nuestra vida temporal, y que atañe a la inmortalidad (cf. Sb 15,3: “Conocerte a Ti es raíz de inmortalidad”; y Jesús nos dirá: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, solo verdadero Dios y a Aquél a quien Tú has enviado, Jesucristo”, Jn 17,3). No se ha ofrecido mejor invitación que ésta a la meditación humana (cf. Lessius, De perfectionibus moribusque divinis, Lethielleux, 1912).
El buen uso de la razón
Vuelve la pregunta: ¿Cómo se va a avanzar por senderos tan impracticables? Y he aquí otra observación, elemental también ella, pero capital: basta usar bien de la razón (“secundum perfectum usum rationis”, dice Santo Tomás: II-IIae, 45, 2). O sea, basta razonar bien. Y esto lo pueden hacer todos, incluso los incultos; incluso con frecuencia las almas simples, los muchachos, la gente humilde, especialmente los puros de corazón, tienen una lógica natural más sana y concluyente que quienes en el desarrollo de la racionalidad han violado u olvidado ciertas exigencias suyas. Exactamente es lo que sucede hoy a muchos pensadores que impugnando ciertas leyes del pensamiento, ciertos principios primeros y evidentes del mismo no le consienten sobrepasar los límites dentro de los cuales no puede ser alcanzado Dios. Un conocimiento mortificado de la verdad no puede comprender la suma Verdad, que es Dios. Sería lógico aquí aludir a las famosas cinco vías, siempre válidas si se comprenden bien, que indicaba la teología escolástica como las que pueden llevar el pensamiento a un conocimiento seguro de Dios, aunque oscuro. Pero el hombre actual no quiere oír hablar de ellas; aunque tal vez sin darse cuenta, las recorre de alguna manera, especialmente la quinta, que revela la existencia de la necesidad (cf. Galileo, Dial. gior., 1) de un orden, de una finalidad, de un pensamiento en las cosas (cf. Danusso); vías que conducen más allá de la experiencia científica a reconocer en ellas una presencia anterior e interior, pensante y creadora. O quizá las recorre al revés para llegar al descubrimiento de lo que falta a las cosas, la privación de una razón de ser propia, una causa suficiente propia (cf. Sartre).
Dios es “principio de la existencia, razón del pensamiento, ley del amor”
Encontramos entre los modernos, aun pensando bien, jóvenes especialmente, un difuso temor de que la idea de Dios se va a oscurecer y a disolverse bajo la opresión de la nueva mentalidad, originada por el contacto científico del mundo y por el sentido de fuerza y de libertad, que parecen sustraer al hombre de la sujeción a los principios absolutos y trascendentales (Cf. J. M. Aubert, Recherche scientifique et foi chrétienne). Pero esta crisis puede resolverse mediante una purificación continua de la idea misma de Dios y de su culto, al ponerse de relieve debidamente una idea siempre creciente, siempre necesaria, siempre fecunda, siempre viva (cf. Guardini, Le Dieu vivant); o bien al querer someter los procedimientos de nuestro pensar a nuevos análisis (cf. B. Varisco, Dall´uomo a Dios, Cedam, Padova 1939; De Lubac, Sur les chemins de Dieu, Aubier, 1956). Y se puede resolver también de otro modo, empujando lógicamente al mundo materialista y ateo a sus fatales consecuencias, que claman finalmente por Dios para no caer en monstruosas y catastróficas concepciones pseudo-absolutas y de deshumanizadas formas de vida. Este grito doloroso y estupefacto deberá elevarse un día hacia Dios en el mundo moderno hecho dueño de las cosas y pesadamente esclavo de ellas; y será un día grande, de salud y poesía, en el cual aparecerá Dios como es para nosotros, “principio de la existencia, razón del pensamiento, ley del amor” (S. Agustín, Contra Faustum, 20,7; PL 42, 372); el eterno nuevo, el verbo silencioso, la presencia invisible, el abismo gozoso, el principio total, el ser vivo.
Ánimo, hijos carísimos; no es imposible, no es difícil; con un poco de esfuerzo, de hombres verdaderos, de cristianos humildes, pensando buscamos a Dios, amándole le encontramos después” (Pablo VI, Audiencia general, 27-noviembre-1968).