El depósito de la fe ha sido entregado a la Iglesia para que lo custodie, lo preserve, lo anuncie y lo transmita. El lenguaje y la explicación del depósito de la fe puede cambiar mientras no altere su contenido, pero la Iglesia jamás consentirá alterar lo más mínimo la Verdad revelada que el Señor le confió.
Estos principios los hemos de tener claros para evitar confusiones y para preservar de adulteraciones la predicación evangélica.
La Verdad es la que es, la revelación es aquello que Dios manifestó, y este patrimonio es inalterable por su propia naturaleza, no se acomoda a los deseos secularizadores, ni disimula, aparta o cambia, aquellos principios que en determinados momentos parezcan difíciles -lo que le reprocharon en Cafarnaum a Jesús, Jn 6-. La Iglesia transmite aquello que fecunda y da vida a los hombres de todos los tiempos, sin modernizarse para ir al compás variable de los tiempos (¡las modas, ser modernos!), sino que procura elevar esos "tiempos", esas generaciones.
Distinta cuestión, por supuesto, es el lenguaje de la teología, de la catequesis y la predicación, que debe tener facilidad, cercanía, inteligibilidad, para comunicar y enseñar, para que el tesoro de la fe sea claro y comprensible para todos.
La confusión de planos y el virus secularizador han causado estragos y por eso es necesario discernir y tener claras las cosas.
Con las palabras de Pablo VI veremos con claridad cómo una cosa es el contenido de la fe y la revelación, y otra el lenguaje que lo explica; éste sujeto a cambios para ser comprensible; aquel inalterable, porque viene de Dios mismo y no de hombre alguno.
"Cuando os hablamos, cuando el deber de nuestro ministerio nos obliga a expresar lo que creemos verdadero y necesario para la salvación (“¡Ay de mí si no anunciase el Evangelio!”, advierte San Pablo, 1Co 9,16), cuando algún interior testimonio nos da la embriagadora certeza de nuestra fe (Rm 8,16), nos sentimos presa de una espiritual zozobra, que sólo el deber y el amor de nuestro oficio nos permite superar; y es el de no saber hablar, no saber decir lo que quisiéramos y lo que debiéramos; acuden siempre a la mente los gemidos del profeta Jeremías: “¡Oh, Señor Dios, he aquí que yo no sé hablar!”, (1,6); y ello no sólo por nuestra ineptitud, sino por otros dos motivos: primero por la grandeza, por la profundidad, por la inefabilidad de aquello que se debería decir, y por la duda de que quien escucha pueda comprender lo que decimos.
Dificultad de exponer la verdad religiosa
Esta última dificultad, es decir, la de hacerse entender, resulta en nuestros días, para cuantos tienen la misión de anunciar la doctrina de la fe cada vez mayor, cada vez más comprometida y cada vez más problemática. ¿Cómo traducir en palabras comprensibles las verdades religiosas? ¿Cómo conservar para el dogma cristiano su intangible ortodoxia y revestirlo de un lenguaje accesible a los hombres de nuestro tiempo? ¿Cómo mantener celosamente la autenticidad del mensaje de la salvación y cómo, a la vez, hacerlo acogedor para la mentalidad moderna? Vosotros sabéis cómo esta dificultad didáctica crea hoy problemas formidables al magisterio de la Iglesia, y cómo induce a algunos maestros de la religión y a no pocos publicistas (cuyo arte es, sobre todo, hacerla comprensible, más aún, fácil e impresionante) a esforzarse por expresar claramente, felizmente, la verdad religiosa, de modo que todos la puedan percibir y en cierta medida comprender.
Palabras que sean comprensibles
Este esfuerzo es plausible, es meritorio; determina y cualifica el anuncio del mensaje revelado, es decir, la predicación, la enseñanza, la apologética, la reflexión teológica. Si el contacto entre Dios y el hombre sucede normalmente por el camino de la palabra, y no sólo por el camino de los hechos, de los signos, de los carismas (1Co 2,5), es preciso que la palabra sea de algún modo comprensible; ella conserva su trascendente profundidad, pero, mediante la analogía de los términos en que se expresa, puede ser aceptada, entendida, reducida a las estrechas proporciones de quien escucha (recordemos la sentencia escolástica: quidquid recipitur per modum recipientis recipitur; es decir, el contenido lo es según la capacidad del recipiente). Y aquí se justifica el arte pedagógico de la gradualidad, de la ejemplificación, del lenguaje hablado, como también el arte de la elocuencia o de la representación figurativa aplicada a la comunicación, a la transmisión, a la difusión del verbo revelado.
Peligro de ambigüedad, de reticencia o de alteración
Este esfuerzo de adaptación de la palabra revelada a la comprensión de los oyentes, es decir, de los discípulos de Dios (Jn 6,45) está expuesto al peligro de ir más allá de la intención que lo hace laudable y más allá de la medida que lo mantiene fiel al mensaje divino; es decir, al peligro de ambigüedad, de reticencia o de alteración de la integridad de tal mensaje; cuando no sea precisamente inducido a la tentación de escoger de entre el tesoro de las verdades reveladas aquellas que placen, descuidando las otras, o bien a la tentación de modelar estas verdades según concepciones arbitrarias y particulares no ya conformes con el sentido genuino de aquellas verdades. Peligro y tentación que acechan a todos, porque todos al entrar en contacto con la palabra de Dios tratan de adaptarla a la propia mentalidad, a la propia cultura; tratan de supeditarla a aquel libre examen que quita a la misma palabra de Dios su unívoco significado y su objetiva autoridad, terminando por privar a la comunidad de los creyentes de la adhesión a una idéntica verdad y a una misma fe; la “una fides” (Ef 4,5) se desintegra, y con ella la comunidad misma que se llama la Iglesia única y verdadera. Bastaría esta observación para convencerse de la excelencia del designio divino que ha querido proteger la palabra revelada contenida en la Escritura y en la traducción apostólica, por un canal transmisor, queremos decir por un magisterio visible y permanente, autorizado para custodiar, para interpretar, para enseñar aquella palabra.
Diversas formas de exponer la verdad religiosa
Vosotros comprendéis cuán grave y delicada sea la cuestión de nuestro lenguaje religioso; por un lado, el lenguaje debe permanecer rigurosamente conforme al pensamiento divino y a la palabra de aquél nos ha dado originaria y original noticia; por otra parte, debe hacerse escuchar y, en la medida de lo posible, entender por aquellos a quienes va dirigido. No hay que maravillarse si la enseñanza religiosa se presenta por su propia naturaleza –por el contenido y por la expresión auténtica que lo comunica- difícil; y no hay que maravillarse si las formas de estudio y de exposición teológica son múltiples; una puede estar empeñada en la consideración de un aspecto dado de la doctrina, y de otra dirigida más bien a un aspecto auténtico pero diverso; más aún, esta multiplicidad de formas siempre es de desear; ella indica la riqueza de nuestro patrimonio doctrinal, indica la fecundidad inagotable de las exploraciones exegéticas, especulativas, históricas, literarias, morales, bíblicas, litúrgicas, místicas, etc., de que aquél puede ser objeto; indica también la relativa libertad de estudio y de exposición que permite a los estudiosos, a los maestros, a los artistas e incluso a los simples fieles acercarse a la fuente de agua viva de la doctrina de la fe en cuanto sea preciso para nuestra sed.
Respeto a la integridad del mensaje
Pero una condición es necesaria, aquella que decíamos del absoluto respeto a la integridad del mensaje revelado. Sobre este punto la Iglesia católica –vosotros lo sabéis- es celosa, es severa, es exigente, es dogmática. Las fórmulas mismas en que la doctrina ha sido meditada y autorizadamente definida no se pueden abandonar; a este respecto, el magisterio de la Iglesia, incluso a costa de soportar las consecuencias negativas de la impopular involucración de su doctrina, no transige; no puede hacerlo de otro modo. Jesús mismo, por lo demás, experimentó la dificultad de su enseñanza; muchos de sus oyentes no lo entendieron (Mt 13,13); más aún, incluso a sus predilectos discípulos, a los cuales como a todos los presentes parecía duro su discurso y hasta se escandalizaban (Jn 6,60-62), cuando Él les anunció el misterio eucarístico, Jesús no dudó en hacerles una pregunta muy dolorosa: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,68).
El magisterio debe dar fiel testimonio
Es un problema siempre angustioso. La función, por otra parte, del magisterio eclesiástico se ha hecho hoy difícil y “contestada”, pero tal magisterio no puede menos de hacer honor a su consigna y debe dar su fiel testimonio a cualquier costa cuando en materia de fe y de ley divina fuese ello necesario; sin embargo, aquél es el primero que estudia y alienta cuanto pueda hacer más aceptable a los hombres de nuestro tiempo su enseñanza doctrinal y pastoral.
Vosotros hijos carísimos, que ciertamente advertís la prueba a que ahora está expuesta la misión docente de la Iglesia, la queréis compartir y sostener en ella con vuestra fidelidad, con el apoyo de los buenos estudios teológicos y didácticos, con la promoción de la auténtica enseñanza religiosa, con la profesión, en la oración litúrgica y en la vida moral, de vuestra fe cristiana, y también con una cierta indulgencia familiar a la no infrecuente impericia del discurso eclesiástico y católico, sea escrito o hablado".
(PABLO VI, Audiencia general, 4-diciembre-1968).