La santa Pascua desvela la hermosura, la belleza y el esplendor de Jesucristo. Ahora aparece en su forma definitiva, aquella que apuntaba en la Transfiguración: es la carne del Hijo de Dios, plenificada y llena del Espíritu Santo, porque fue ungida para siempre.
 
 
Jesús, nuestro Señor, es el verdadero Ungido; recibe el Espíritu Santo en su carne humana al encarnarse; recibe el Espíritu en el río Jordán al ser bautizado... y recibe el Espíritu que lo resucita, vivificando su carne. Desde ese momento y para siempre, su nombre propio es "el Ungido", Cristo.
 
Y de Él, de Cristo, desciende la unción para todos los miembros de su Cuerpo, sus hermanos, los bautizados. Se participa del Espíritu Santo porque somos miembros vivos de su Cuerpo místico y en cuanto tales, en cuanto miembros de la Iglesia, Cuerpo del Señor, hemos recibido el Don por excelencia, el Espíritu Santo.
 
El Espíritu Santo unge todo el Cuerpo de Jesús.
 
"El Espíritu Santo por ser Espíritu de la cabeza, tiene que prender y arder en todo su cuerpo, tiene que ser para éste, como para Jesús, el guía que lo conduce y lo impulsa hacia la plenitud que le está señalada. Porque, de lo contrario, se daría la monstruosidad de una cabeza que no transfunde su vida -en este caso, su unción- al cuerpo, y de un cuerpo que, estando unido a la cabeza, no tiene la vida que dimana de esa cabeza.
 
La Iglesia es el cuerpo de Cristo que va creciendo a la manera de un edificio en construcción, para la cual los materiales principales se concretan en 'la caridad [que] nos es dada por el Espíritu Santo'. El Espíritu Santo por el hecho de que reposó en Cristo, lo guió y confortó en todos los momentos difíciles, tiene que ser también el Espíritu que more en el cuerpo de Cristo, es decir, en la Iglesia, para continuar operando en ella funciones análogas a las cumplidas en Cristo" (BANDERA, A., El Espíritu que ungió a Jesús, Madrid 1995, p. 77).
 
Entonces, realizando en nosotros lo que realizó en Jesucristo, el Espíritu Santo nos asiste a nosotros y nos diviniza, haciéndonos estar en comunión personal e íntima de amor con Cristo.
 
El Espíritu de la Cabeza, Cristo, se difunde a los miembros del Cuerpo. Es un Don y por Él, somos partícipes de la Unción del Señor sin mérito nuestro.
 
"Es el Espíritu Santo quien hace penetrar en los cristianos la unción de Cristo, convertida para ellos en gracia de santificación que los coordina a todos entre sí formando comunidad y los une conjuntamente con Cristo, como a un miembro con su cabeza. Esto nos hace pensar en el misterio de Cristo mismo, que es el que señala el punto culminante en la historia salvífica, de la cual manan unas 'aguas' que ya no admiten aumento de caudal, pero que siguen corriendo para purificar a la humanidad que, estando sujeta al tiempo, no puede existir toda en un momento dado. Pues bien el Espíritu Santo tiene una especial intervención en el comienzo de la vida humana de Cristo y en su desenlace pascual" (Ibíd., p. 76).
 
Ahora bien, el Espíritu Santo no es una experiencia subjetiva que se comunica de manera íntima, al margen de Cristo y de la Iglesia, sino que el lugar del Espíritu, el lugar donde se infunde, es la Iglesia y mediante los sacramentos. Éstos no son ceremonias, sino intervenciones divinas en la Iglesia para los hombres y en los sacramentos se nos comunica la Unción del Espíritu, en los sacramentos se nos da el Espíritu Santo según la gracia propia de cada sacramento.
 
"La comunicación del Espíritu Santo es una realidad que lo penetra todo y que dicha comunicación lleva 'marca' sacramental. Efectivamente, los sacramentos son los grandes cauces por donde 'las aguas del Espíritu' penetran en la Iglesia, la fecundan, la renuevan y con su poder 'torrencial' la empujan hacia el término de su recorrido terreno, imprimiéndole una tensión escatológica que la hace suspirar por el encuentro con su Señor en la gloria" (ibíd., p. 174).
 
Es en el orden eclesial, en sus sacramentos, donde tenemos una verdadera experiencia y comunicación del Espíritu Santo, siendo aquí partícipes de la Unción del Señor.
 
Los sacramentos son actuaciones maravillosas del Espíritu Santo para el bien de la Iglesia. El Espíritu Santo es el medio principal de la función santificante que ejerce en nuestro bien. 
 
En todos los sacramentos está presente el influjo y la acción del Espíritu Santo, pues son sus cauces de expresión y santificación. Así nos unge como miembros del Cuerpo místico de Cristo.