Por Nicolás Pons, S.J.) - Todos sabemos que en la pasada -pero para muchos no lejana- guerra civil española de 19361939, la Iglesia jugó un papel no despreciable en favor de uno de los bandos del atroz conflicto que ensangrentó campos y poblaciones de nuestra patria.
Testigo de ello fue la carta que firmaron los obispos españoles en l937 a favor de los sublevados, y la persecución que sufrieron algunos obispos que no se mostraron tan afectos al nuevo Régimen, como el cardenal Francisco Vidal i Barraquer de Tarragona o el obispo Mateo Múgica de Vitoria. Por razón de creerlos independentistas, 16 curas vascos fueron fusilados por el ejército nacional. Ignoramos si, a lo largo y ancho del territorio español, cayó bajo el fuego de las balas de los insurrectos algún otro sacerdote.
Aquí queremos ocuparnos solamente del asesinato, a sangre fría y bajo el efecto de un juicio sumarísimo, del sacerdote diocesano Jerónimo Alomar Poquet (18941937), antiguo párroco de Son Carrió y Esporlas, y vicario, a la sazón, de su pueblo natal que era Llubí, población que encontramos en pleno centro de la isla de Mallorca. Poquet fue ordenado sacerdote el 22 de diciembre de 1917, hace ahora un siglo, y fue condiscípulo de estudios de un grupo de sacerdotes mallorquines que fueron de gran significación apostólica en los años que siguieron a la guerra, como el canónigo Andrés Caimari; Juan Nicolau, párroco de la Parroquia de Santa Eulalia de Palma; Jaime Sampol, Prefecto de Estudios del Seminario Conciliar; y los profesores de Alomar -más tarde obispos- Joan Perelló (obispo de Vic) y Bartolomé Pasqual (obispo de Menorca).
Comenzada la guerra civil española, un grupo escaso del clero mallorquín se mostró poco partidario de los militares sublevados, y esto inquietó a las nuevas fuerzas del llamado Movimiento Nacional en la isla de Mallorca. Al parecer, y después de algunas deliberaciones, se eligió del grupo a Jerónimo Alomar Poquet, que aunque era de familia distinguida en Mallorca, se creyó que su muerte no levantaría mucho revuelo entre el clero y la población.
Así fue que el obispo José Miralles (que anteriormente había sido obispo de Lérida y después lo fue de Barcelona) hizo la vista gorda al respecto, y el General Franco firmó el decreto de dar la pena capital a dicho sacerdote.
Mientras tanto, según creencia de algunos, el obispo Miralles tuvo sus remordimientos y, a las 5 de la mañana del 7 de junio de 1937 -fecha señalada para el fusilamiento de Poquet-, envió de prisa y corriendo a la Comandancia Militar a su secretario particular, el presbítero José Paylaró, a fin de que detuviese esa fatal orden. Pero, al llegar el mensajero, Poquet ya había caído de bruces al efecto de las balas, gritando "Viva Cristo Rey", como hacían los sacerdotes que eran fusilados en el otro bando.
Los militares o falangistas, que habían señalado a Poquet como víctima escogida para purgar los pecados de todos, hicieron correr entre el pueblo el rumor de que él ayudaba a los rojos mallorquines a poder encontrar una salida segura para salvar su vida y pasar de esta manera a Menorca. Esa isla estaba en manos de los altos militares de Franco, pero sus sargentos arremetieron contra sus propios superiores de grado, y lograron así apoderarse ferozmente de Menorca.
La voz de que el vicario de Llubí había sido asesinado en los muros de la entrada del cementerio de Palma ante un pelotón de diez soldados (dos de los cuales conoció personalmente el autor de estas líneas) corrió como pólvora a través de toda Mallorca. Poquet era muy conocido en ella, pues con los años -llevaba veinte años de sacerdocio- había mostrado unas dotes magníficas para la predicación, y había recorrido pueblos y ciudades, subiendo a los púlpitos de casi todas las Parroquias de Mallorca, exhortando a los fieles a amar al mismo tiempo a Dios y a sus hijos, que eran hermanos nuestros.
El clero de Mallorca, tanto el diocesano como el regular, era a la sazón abundante y selecto, y en general, como en toda España, apoyaban a Franco. Curiosamente, entre los jesuitas de Palma, era entonces superior de Montesión el P. José Marzo, cuyo padre era general del ejército nacional, al igual que un hermano suyo. Fue muy cercano al obispo Miralles, pero radical y afecto a la sublevación militar, y acabó su vida en Zaragoza, saliendo de la Compañía de Jesús e incorporado al clero de su diócesis.
El inesperado asesinato del sacerdote Jerónimo Alomar Poquet fue una repentina bomba, echada a voleo entre el clero y el ambiente católico mallorquín.
Todos quedaron petrificados con la noticia que, por cierto, ocupó grandes espacios en los diarios isleños. Pero nadie movió un dedo ni abrió boca en defensa de quien tan repentinamente cayó en desgracia de los que habían asumido el poder en la isla. La muerte de Poquet más bien resultó decisiva para que cualquier movimiento opositor, que hubiera podido estar escondido en Mallorca, renunciara a levantar cabeza.
Acabó la guerra y el nombre del cura Poquet quedó sepultado bajo tierra al igual que sus restos mortales, como también su vida y su mensaje de paz, fraternidad y unión entre «buenos» y «malos».
No fue hasta haber terminado el siglo XX que, en el episcopado de Teodoro Úbeda y a instancias y escaramuzas de Jaume Santandreu, se determinó celebrar un funeral por todo lo alto en la Iglesia de los Capuchinos, convento que se había convertido en cárcel durante la guerra, y donde había sufrido encarcelamiento durante meses el mismo Poquet.
La misa fue muy concurrida, sobre todo por gente de izquierda. El obispo Úbeda pronunció en ella una sentida y hermosa homilía a favor del ajusticiado. También se leyó un comunicado del que fue su abogado defensor en el juicio, el prestigioso arquitecto de Palma Gabriel Alomar. Más tarde el autor de este artículo escribiría una biografía de Poquet, en la que su editor, Lleonard Muntaner, puso todo su tesón e interés.
Sé que en este octogésimo aniversario del fusilamiento de Jerónimo Alomar Poquet el pueblo de Llubí tiene muy abiertos los ojos: ya nadie es capaz de silenciar y obstaculizar la voz y andadura de ese famoso llubiner, silenciado tantos años por sus hermanos en Cristo pero que, al fin, todos ahora reconocen como un hombre de paz, de proximidad al perseguido, y de salvador del que temía el peor de los males, que -como siempre- es la muerte.
Hubo y hay monseñores en Roma que saben del fusilamiento de este sacerdote mallorquín, realizado por el bando nacional de Franco, y que se atreven a decir que Poquet no se puede considerar un mártir como los que hubo, en tan abundante número, en el bando contrario. Exponen que Poquet no puede ser considerado mártir de la Iglesia porque no le mataron debido a su fe, como pasaba en el otro bando -decían-.
Sin embargo, nosotros defendemos que Alomar Poquet fue fusilado ignominiosamente debido a la caridad que su fe infiltró en su alma y que, por esa caridad que le provocó su fe, pudo llevar a término su gran proeza de dar su vida por el prójimo. ¿Acaso no hubo santos como el P. Damián (el leproso de la isla de Molokai), y tantos otros, que dieron su vida porque su fe viva les empujó a la caridad hacia el prójimo, convirtiendo su vida en un amor intenso hacia el que se encontraba abandonado o a punto de morir?