La gran lección de este domingo es que Jesús enseña a los suyos a no desanimarse. A pesar de los obstáculos, el poder de Dios actúa y siempre hay una semilla que produce su fruto. Los doce no olvidarán esta lección: la desconcertante paradoja de un Dios que quiere depender de los terrenos que Él ha creado. Y el misterio de la libertad humana respetada por un Dios que pide y que suplica que aceptemos sus dones, que nos invita a ser buena tierra, pero que nos acepta como somos y siembra sobre nuestra fecundidad o sobre nuestra dureza.
“El hombre -ha escrito una autora italiana de nuestros días- es muchas veces como un campesino que, tras haber sembrado la huerta y haber visto brotar las plantitas primeras, se ve asaltado por el temor de que algo pueda dañarlas. Entonces, para protegerlas de la intemperie, compra una buena pieza de plástico que resista al agua y el viento y la coloca sobre el cultivo; para mantener alejados los pulgones y las larvas, rocía las plantas con abundantes dosis de insecticida. El suyo es un trabajo sin descanso, no hay momentos del día o de la noche en que no piense en su huerta y en su manera de defenderla. Después, una mañana, al levantar el plástico, tiene la fea sorpresa de encontrar que todas las plantas están podridas, muertas. Si las hubiera dejado crecer libremente, algunas habían muerto lo mismo, pero otras habrían sobrevivido. El viento y los insectos habrían llevado otras plantas que hubieran crecido junto a las plantadas por el campesino; algunas serían hierbajos y las arrancaría, pero otras tal vez se hubieran convertido en flores que con sus colores habrían alegrado la monotonía de la huerta. ¿Entiendes? -se pregunta la escritora-; así son las cosas, en la vida hace falta tener generosidad: cultivar el pequeño carácter propio sin ver nada más de lo que hay alrededor significa seguir respirando, pero estar ya muerto”[1].
Es importante la mano que siembra, pero aún lo es más la tierra que recibe la semilla; el predicador de la Palabra tendrá que sembrar con una mano y ayudar, con la otra, a que las tierras se conviertan en fecundas. San Agustín había comprendido bien esta doble tarea cuando explicaba así esta parábola a los fieles de su época:
Cambiad de conducta mientras se puede, dad vueltas a las partes duras con la reja del arado, echad fuera del campo las piedras, arrancad espinas. No tengáis el corazón duro, que aniquila inmediatamente la palabra de Dios. No tengáis una capa ligera de tierra, donde la caridad no puede arraigar profundamente. No permitáis que las preocupaciones y deseos del siglo ahoguen la buena semilla, haciendo inútiles nuestros trabajos con vosotros. Todo lo contrario: sed la buena tierra. Y el uno producirá el ciento, el otro el setenta y un tercero el treinta por uno con frutos más o menos grandes en cada cual. Y todos harán el granero[2].
Al oír al Maestro hablar en parábolas, los Apóstoles le preguntaron por qué empleaba este método de enseñanza. Y la respuesta son frases extrañas, casi escandalosas. ¿Esas expresiones que Jesús toma del profeta Isaías… para que el pueblo no vea, para que no oiga, para que su corazón no comprenda… llevan a creer que, harto de la infidelidad del pueblo que lo rodea, Jesús lo abandona a su perdición?
Al contrario, toda la continuación del Evangelio prueba que la misericordia divina no se cansa tan de prisa como una pasión de nuestro corazón. En estas ásperas palabras en las que asomaba tristemente un amor decepcionado, lo que hay que entender bien es un juicio sobre la condición humana, sobre la irremediable debilidad de nuestra voluntad y de nuestro fervor[3].
Y la repuesta nos la sintetiza hoy San Benito cuando afirma que Jesucristo es el centro vital, absolutamente necesario, al que todas las realidades y acontecimientos deben referirse para que puedan adquirir un sentido y una sólida consistencia. Recordando un pensamiento de San Cipriano, obispo de Cartago, Benito afirma con fuerza y gravedad que absolutamente nada debe ser antepuesto al amor de Cristo.
Los monjes benedictinos, cuya dedicación principal es la celebración de los misterios cristianos, lo que llama San Benito el Opus Dei (la Obra de Dios) y cuyo lema es ora et labora, llevaron a cabo silenciosa y pacientemente, durante largos siglos, la tarea de la evangelización de los pueblos bárbaros, que en su día se asentaron en la Europa Occidental.
Ora et labora (Regla 20; 48): Orad como si todo dependiese de Dios y trabajad como si todo dependiese de vosotros. Una vez hecho nuestro trabajo, el alimento viene a ser un don del Padre; es bueno pedírselo y darle gracias por él.
A nosotros nos toca no desanimarnos, llevar la semilla y abrir el surco de nuestro corazón para que penetre la Palabra de Dios, para llenarnos de la alegría del Señor, el Divino Sembrador. A este respecto podemos recordar aquello que contaba el padre Bernard Häring:
“En un gran congreso, el demonio supremo habla así a todos sus muy amados e igualmente odiados diablos, para conseguir la transformación de la Iglesia en un sacramento de pesimismo. Aprended de la psicología moderna: ansiedad, angustia, tristeza es ahora la consigna. Insistid piadosamente en la observancia de todos los mandamientos, salvo los del amor y la misericordia. No toleréis el sentido del humor, porque está vinculado a la humildad y podría resultar fatal. Colocad todos los días, en el despacho del Papa, una larga relación de los acontecimientos sombríos que sirvan de base a su información; haced lo mismo con los obispos, superiores religiosos y profesores. Sed intrépidos al combinar los diversos ingredientes piadosos, siempre que incluyáis el elemento básico y potentísimo del maloliente pesimismo”[4].
Nosotros, al contrario. Ya sabemos cómo siembra el Maligno. Ya sabemos que existe. La parábola tiene una explicación certera. El domingo que viene escucharemos el Evangelio de la cizaña. Ahora, que le pidamos al Señor que sepamos acoger la palabra en nuestro interior y que, con la gracia de Dios, demos frutos abundantes. El Evangelio resume la reacción de Jesús ante la multitud con la palabra compasión. No es la ternura del que, al sentirla, se queda fuera. Es la del que la comparte. La de quien se siente reblandecido por dentro, conmovido hasta las lágrimas, al ver que sufren los que ama. Viendo a la muchedumbre -escuchábamos hace unos domingos- se enterneció de compasión por ella, porque estaban fatigados y decaídos como ovejas sin pastor (Mt 9,36).
PINCELADA MARTIRIAL
Hoy 16 de julio, fiesta de la Santísima Virgen del Carmen, tenemos que centrarnos en María como modelo de seguimiento. Según la tradición, San Simón Stock, superior general de la Orden del Carmen, oraba a María con la oración que él mismo había compuesto y que cantan o rezan cada día todos los carmelitas. Entonces se le apareció la Virgen María mostrándole el escapulario de su Orden a la vez que le decía: Este será el privilegio para ti y todos los carmelitas; quien muriere con él no padecerá el fuego del infierno, es decir, el que con él muriere se salvará[5].
Muchas veces criticamos las prácticas que durante siglos la Iglesia ha favorecido, como nos recuerda el Concilio Vaticano II, para crecer en nuestro amor a María Santísima. El escapulario, como repetidas veces ha dicho la Iglesia, es un “sacramental”, y por ello el valor intrínseco le viene de la misma Iglesia, independientemente de que sean históricas o no las promesas de 1251.
Quien viste el escapulario del Carmen queda incardinado a la Orden del Carmen y recibe un memorial de la vida y virtudes de la Virgen María, simbolizadas en el escapulario, y que quien lo viste debe procurar practicar. Reconocemos -ha dicho la Iglesia- en este memorial de la Virgen María un espejo de humildad, castidad, modestia, oración, y, sobre todo, símbolo elocuente de consagración. Es decir, quien viste el escapulario del Carmen, quien lleva la medalla de la Virgen del Carmen se quiere revestir de María para estar cada vez más cerca de Jesús. Todo lo demás está fuera de sitio, incluso las propias desviaciones de aquellos que favorecen esta devoción con otros intereses.
Insisto en que el Concilio Vaticano II repite en la constitución sobre la Iglesia: Estímense las prácticas y ejercicios de devoción a la Virgen María que han sido recomendadas a lo largo de los siglos por el Magisterio (LG 67). Y el beato Pablo VI escribía: Entre las que creemos se han de contar -entre estas devociones- el rosario mariano y el uso devoto del escapulario del Carmen.
San Juan Pablo II decía a los jóvenes de Roma: Llevad siempre el escapulario. Yo lo llevo desde mi infancia, constantemente, y esta devoción me ha hecho un gran bien. Debo deciros que en mi edad juvenil ella me ayudó. Me ayudó a encontrar la gracia propia de mi edad, de mi vocación.
El beato Primo Martínez de San Vicente Castillo
Son muchos los mártires de nuestra persecución religiosa de cuyos últimos momentos hay referencias al uso del escapulario. Hoy recordamos a uno de los protomártires de la Orden de San Juan de Dios que sufrió el martirio en Talavera de la Reina.
El alavés fray Primo Martínez de San Vicente Castillo, prior de los hospitalarios en Talavera de la Reina (Toledo), al que la revolución mexicana forzó a volver a España, tuvo el temple de ofrecer un refresco a los milicianos que registraban su convento el 23 de julio de 1936. Dos días más tarde lo fusilaron con otros tres hospitalarios. Fray Primo sobrevivió unas horas, que presenció en el hospital el doctor Sampol: “besaba el escapulario del Carmen y repetía: Virgen del Carmen, ten piedad de mí; Señor, perdónalos como yo los perdono, y movía mucho los labios, musitando oraciones”.
Aquí podéis ver la historia completa:
http://www.religionenlibertad.com/articulo.asp?idarticulo=26352&mes=12&ano=2012
http://www.religionenlibertad.com/los-protomartires-de-la-orden-hospitalaria-y-2-26369.htm
http://www.religionenlibertad.com/ciempozuelos-y-sus-martires-38410.htm
[1] Susanna TAMARO, Donde el corazón te lleve, págs. 81 y 82. (Barcelona, 1998).
[2] José Luis MARTÍN DESCALZO, Vida y misterio de Jesús de Nazaret, págs. 255 y ss. (Salamanca, 1986).
[3] Daniel ROPS, Jesús en su tiempo, págs. 240 y ss. (Madrid, 1990).
[4] Bernard HÄRING, Documentación y testimonio en Rebosad en la esperanza, 15-21.
[5] Justo LÓPEZ MELÚS, María, una historia de amor (Madrid, 1994).