La amenaza secesionista catalana es uno de los problemas a los que actualmente se enfrenta España.
Existen argumentos tanto favorables como contrarios al llamado “procés” (traducción al catalán del término “proceso”). Hay quienes apelan tanto al principio de subsidiariedad como a la desobediencia civil ante lo que consideran leyes injustas (la legislación española impide consultas como la convocada para el próximo 1 de octubre, penaliza los delitos de sedición y rebelión, además de contemplar la intervención de la autonomía catalana si se atentar contra la Constitución o el interés general del país).
Ahora bien, independientemente de nuestra postura ante una hipotética secesión de Cataluña, ¿hemos de considerar coherentes y lógicas las apelaciones previamente mencionadas?
En primer lugar, comencemos con el principio de subsidiariedad, que es tanto parte de la herencia cristiana de Europa como uno de los puntos clave de la Doctrina Social de la Iglesia, definido por el Papa Juan Pablo II como una regla según la cual una comunidad de orden superior no debe interferir en la vida interna de las comunidades de orden inferior.
España no es un Estado unitario, sino uno descentralizado en autonomías con sus respectivos estatutos. De hecho, Cataluña se ha beneficiado de continuas cesiones gracias tanto al Partido Popular como al Partido Socialista. El hecho de gozar de autonomía por la llamada “vía rápida”, la reforma de la financiación autonómica y la cesión de más competencias gracias al Pacto del Majestic, y las inyecciones de liquidez financiera. Estas son razones que anulan automáticamente falacias tales como el “Espanya ens Roba” y “faltas de respeto sin escrúpulos a la autonomía catalana”.
Al respecto, también sé de sobra que no existe un marco de autonomía fiscal similar al de Navarra y las Vascongadas, cosa que tampoco existe en el resto de Comunidades Autónomas (no hay autonomía para ingresar, solo para gastar), igual que el “procés” no obedece a ningún contexto histórico y geopolítico similar al escocés y al texano (en este caso, indigna más bien el abuso regulatorio por parte del gobierno central estadounidense).
Por lo tanto, podríamos decir que no tiene sentido denunciar interferencia alguna en comunidades de orden inferior en este sentido. Sin embargo, los promotores del “procés” y sus “poljeznyj idiot” sí que promueven un atentado contra las mismas al imponer el uso del catalán en los centros educativos (menoscabando así el derecho de las familias, la comunidad con el orden más inferior, a elegir en qué idioma deben ser educados sus hijos), además de fomentar el adoctrinamiento histórico.
En segundo lugar, deliberemos respecto a la desobediencia civil, respecto a la cual hay dos concepciones clave. Una de estas es la de Santo Tomás de Aquino, en base a la cual, “cuando una ley está en contradicción con la razón, no tiene razón de ley y se convierte en violencia”.
La concepción tomista no puede ser interpretada como una justificación en sí de la falta de respeto al imperio de la ley y al Estado de Derecho, ambos debidamente amparados por las teorías del liberalismo clásico, sino como una reacción contra imposiciones y experimentos de ingeniería social que pretendan imponer un determinado currículo educativo y perseguir a quienes no usen el catalán (cabe recordar las multas a establecimientos comerciales). Garantizar la integridad de un país nada tiene que ver con la conciencia (lo de la descentralización es cuestión aparte), cosa que sí ocurre cuando se imponen una versión manipulada de la historia y un concepto falaz de nación.
Otra de las concepciones más importantes es la de Henry David Thoreau que, recogida en su ensayo Desobediencia Civil, tiene puntos coincidentes con los de Santo Tomás de Aquino, aunque matiza con afirmaciones tales como que “el mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto y, cuando los hombres estén preparados para él, éste será el tipo de gobierno que todos tendrán”. En ello podemos interpretar visos anarcocapitalistas, de desconfianza absoluta hacia el ente del Estado, al que los minarquistas consideramos como un mal necesario (aunque deba estar reducido a su mínima expresión). La idea de quien fuera encarcelado por oponerse a pagar impuestos es llegar hacia la secesión individual, garantizar la plena autodeterminación del individuo.
No es en absoluto garantizar la autodeterminación individual el fin del “procés”, sino la creación de un nuevo Estado, en base a un proyecto nacionalista, contrario a la libertad, que no garantizaría el derecho de secesión de sus territorios (un ejemplo de aplicación de lo que cierta interpretación del principio de subsidiariedad podría darse en el caso del Valle de Arán, o del Área Metropolitana de Barcelona), a diferencia de las disposiciones constitucionales del Principado de Liechtenstein. El liberal-libertario tiende a defender las secesiones pues cree que una fragmentación territorial en su máxima expresión tenderá a reducir el poder de los burócratas y a incentivar libertades económicas y de comercio. Pero nada de esto tiene algo que ver con el nacionalismo -ni hay necesidad alguna de ser tonto útil del mismo- igual que tampoco se invalida ético-legalmente la mera reivindicación de reformas legislativas (ejercicio de la libertad de expresión).
A su vez, cabe recordar que el economista liberal Mises señalaba que “[considerar el] derecho a la autodeterminación [como] ``derecho de autodeterminación´´ de las naciones” equivale a malinterpretarlo. No es un derecho de autodeterminación de una unidad nacional delimitada, sino un derecho de los habitantes de un territorio a decidir respecto del Estado al que desean pertenecer. Este malentendido es aún más grave cuando la expresión ``autodeterminación de las naciones´´ se entiende en el sentido de que un Estado por ser nacional tiene derecho a anexionarse un territorio en contra de la voluntad de sus habitantes que desean pertenecer a otro Estado”.
Una vez que se ha disertado sobre los principios en cuestión, cabe afirmar que el “procés” practica una evidente inmoralidad al pretender atentar contra el imperio de la ley así como al no basarse en un clamor de mayor libertad para los catalanes, sino en la creación de una nueva institución coercitiva, manipulando y practicando atropellos liberticidas. El nacionalismo no es compatible con el liberalismo, sino con el colectivismo, con el socialismo (en la medida de lo posible, implica también recurrir a la técnica de la subvención, que implica dependencia estatal). Tampoco nada tiene que ver con recelar radicalmente del Estado.
Dicho esto, quiero dejar claro que, personalmente, me opongo frontalmente a la secesión de Cataluña. Defiendo la integridad de la nación española y creo que con ello practico el patriotismo en la medida en la que amar a mi propio país (España) consiste también en querer conservar una parte del mismo. Tampoco soy contrario a la mera existencia del Estado.
En conclusión, en el contexto del “procés”, apelar a la subsidiariedad y la desobediencia civil es tan absurdo como equiparar todo esto al Brexit.
Existen argumentos tanto favorables como contrarios al llamado “procés” (traducción al catalán del término “proceso”). Hay quienes apelan tanto al principio de subsidiariedad como a la desobediencia civil ante lo que consideran leyes injustas (la legislación española impide consultas como la convocada para el próximo 1 de octubre, penaliza los delitos de sedición y rebelión, además de contemplar la intervención de la autonomía catalana si se atentar contra la Constitución o el interés general del país).
Ahora bien, independientemente de nuestra postura ante una hipotética secesión de Cataluña, ¿hemos de considerar coherentes y lógicas las apelaciones previamente mencionadas?
En primer lugar, comencemos con el principio de subsidiariedad, que es tanto parte de la herencia cristiana de Europa como uno de los puntos clave de la Doctrina Social de la Iglesia, definido por el Papa Juan Pablo II como una regla según la cual una comunidad de orden superior no debe interferir en la vida interna de las comunidades de orden inferior.
España no es un Estado unitario, sino uno descentralizado en autonomías con sus respectivos estatutos. De hecho, Cataluña se ha beneficiado de continuas cesiones gracias tanto al Partido Popular como al Partido Socialista. El hecho de gozar de autonomía por la llamada “vía rápida”, la reforma de la financiación autonómica y la cesión de más competencias gracias al Pacto del Majestic, y las inyecciones de liquidez financiera. Estas son razones que anulan automáticamente falacias tales como el “Espanya ens Roba” y “faltas de respeto sin escrúpulos a la autonomía catalana”.
Al respecto, también sé de sobra que no existe un marco de autonomía fiscal similar al de Navarra y las Vascongadas, cosa que tampoco existe en el resto de Comunidades Autónomas (no hay autonomía para ingresar, solo para gastar), igual que el “procés” no obedece a ningún contexto histórico y geopolítico similar al escocés y al texano (en este caso, indigna más bien el abuso regulatorio por parte del gobierno central estadounidense).
Por lo tanto, podríamos decir que no tiene sentido denunciar interferencia alguna en comunidades de orden inferior en este sentido. Sin embargo, los promotores del “procés” y sus “poljeznyj idiot” sí que promueven un atentado contra las mismas al imponer el uso del catalán en los centros educativos (menoscabando así el derecho de las familias, la comunidad con el orden más inferior, a elegir en qué idioma deben ser educados sus hijos), además de fomentar el adoctrinamiento histórico.
En segundo lugar, deliberemos respecto a la desobediencia civil, respecto a la cual hay dos concepciones clave. Una de estas es la de Santo Tomás de Aquino, en base a la cual, “cuando una ley está en contradicción con la razón, no tiene razón de ley y se convierte en violencia”.
La concepción tomista no puede ser interpretada como una justificación en sí de la falta de respeto al imperio de la ley y al Estado de Derecho, ambos debidamente amparados por las teorías del liberalismo clásico, sino como una reacción contra imposiciones y experimentos de ingeniería social que pretendan imponer un determinado currículo educativo y perseguir a quienes no usen el catalán (cabe recordar las multas a establecimientos comerciales). Garantizar la integridad de un país nada tiene que ver con la conciencia (lo de la descentralización es cuestión aparte), cosa que sí ocurre cuando se imponen una versión manipulada de la historia y un concepto falaz de nación.
Otra de las concepciones más importantes es la de Henry David Thoreau que, recogida en su ensayo Desobediencia Civil, tiene puntos coincidentes con los de Santo Tomás de Aquino, aunque matiza con afirmaciones tales como que “el mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto y, cuando los hombres estén preparados para él, éste será el tipo de gobierno que todos tendrán”. En ello podemos interpretar visos anarcocapitalistas, de desconfianza absoluta hacia el ente del Estado, al que los minarquistas consideramos como un mal necesario (aunque deba estar reducido a su mínima expresión). La idea de quien fuera encarcelado por oponerse a pagar impuestos es llegar hacia la secesión individual, garantizar la plena autodeterminación del individuo.
No es en absoluto garantizar la autodeterminación individual el fin del “procés”, sino la creación de un nuevo Estado, en base a un proyecto nacionalista, contrario a la libertad, que no garantizaría el derecho de secesión de sus territorios (un ejemplo de aplicación de lo que cierta interpretación del principio de subsidiariedad podría darse en el caso del Valle de Arán, o del Área Metropolitana de Barcelona), a diferencia de las disposiciones constitucionales del Principado de Liechtenstein. El liberal-libertario tiende a defender las secesiones pues cree que una fragmentación territorial en su máxima expresión tenderá a reducir el poder de los burócratas y a incentivar libertades económicas y de comercio. Pero nada de esto tiene algo que ver con el nacionalismo -ni hay necesidad alguna de ser tonto útil del mismo- igual que tampoco se invalida ético-legalmente la mera reivindicación de reformas legislativas (ejercicio de la libertad de expresión).
A su vez, cabe recordar que el economista liberal Mises señalaba que “[considerar el] derecho a la autodeterminación [como] ``derecho de autodeterminación´´ de las naciones” equivale a malinterpretarlo. No es un derecho de autodeterminación de una unidad nacional delimitada, sino un derecho de los habitantes de un territorio a decidir respecto del Estado al que desean pertenecer. Este malentendido es aún más grave cuando la expresión ``autodeterminación de las naciones´´ se entiende en el sentido de que un Estado por ser nacional tiene derecho a anexionarse un territorio en contra de la voluntad de sus habitantes que desean pertenecer a otro Estado”.
Una vez que se ha disertado sobre los principios en cuestión, cabe afirmar que el “procés” practica una evidente inmoralidad al pretender atentar contra el imperio de la ley así como al no basarse en un clamor de mayor libertad para los catalanes, sino en la creación de una nueva institución coercitiva, manipulando y practicando atropellos liberticidas. El nacionalismo no es compatible con el liberalismo, sino con el colectivismo, con el socialismo (en la medida de lo posible, implica también recurrir a la técnica de la subvención, que implica dependencia estatal). Tampoco nada tiene que ver con recelar radicalmente del Estado.
Dicho esto, quiero dejar claro que, personalmente, me opongo frontalmente a la secesión de Cataluña. Defiendo la integridad de la nación española y creo que con ello practico el patriotismo en la medida en la que amar a mi propio país (España) consiste también en querer conservar una parte del mismo. Tampoco soy contrario a la mera existencia del Estado.
En conclusión, en el contexto del “procés”, apelar a la subsidiariedad y la desobediencia civil es tan absurdo como equiparar todo esto al Brexit.