“La mano del Señor estaba con Él. El niño crecía y su espíritu se fortalecía. Vivió en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel”. (Lc 1, 80)
 
Dios, en su divina Providencia, quiso que Nuestro Señor naciera pobre entre los pobres. Pero no quiso privarle ni del afecto humano –dándole amigos, como San Juan-, ni del cuidado de su Santa Madre, ni de la ayuda de un precursor que le hiciera más fácil su extraordinaria labor. Ese precursor fue San Juan Bautista, cuyo nacimiento hoy se celebra.
 
Nosotros también podemos imitar al Bautista haciendo de “precursores” de Jesús, de testigos suyos. Debemos ser como aquel borriquito sobre el cual entró Jesús en Jerusalén el domingo de Ramos. Con nuestras buenas obras, con nuestras palabras, tenemos que dirigir a Él todas las miradas. Si sonreímos en medio de la dificultades, si ayudamos a pesar de estar también nosotros necesitados, si cumplimos nuestras obligaciones aunque otros no lo hagan, eso llamará la atención y, cuando nos pregunte, podremos decir, como San Juan: Detrás de mí viene uno que vale más que yo”.
 
Para eso necesitaremos esas dos cosas: una vida santa y valiente, y una gran humildad, para atribuir a Dios el mérito de nuestras obras. Esto segundo es lo más importante, pues de poco valdrá hacer el bien si no conseguimos que la gente se fije en Aquel que nos da la fuerza para hacer ese bien. Que cada aplauso que nos dirijan, sea siempre remitido a Él, verdadera y única fuente de todo Bien.