El Espíritu Santo nos comunica íntimamente la realidad del misterio pascual, el acontecimiento redentor, el paso de Jesús de la muerte a la vida, según el propio Cristo lo había adelantado en la última cena: «recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes» (Jn 16, 14s). El Espíritu Santo obra la cruz en nosotros, nos hace entrar en ella —«él los introducirá en toda la verdad» (Jn 16, 13)—, en lo más profundo de su fuerza salvífica. Jesús es la verdad, la revelación del Padre. La cruz de Jesús es la puerta por la que se accede a toda la verdad. ¿Pero en qué consiste esa verdad total que recibe el Espíritu Santo en la cruz?

Ocho siglos antes de la venida de Jesús, el profeta Oseas debió soportar cómo su esposa lo engañaba con otro. ¿Qué podía hacer, además de sufrir por ella? Realmente la quería demasiado. A pesar de todo, deseaba recuperarla. Entonces resolvió esperarla, y renunciar a cualquier otra acción punitiva. No veía otro camino. Desquitarse hubiera significado perderla. El precio debía ser su propio honor destruido, su propia vida afrentada y humillada, la renuncia a toda venganza o imposición, a cualquier acción de fuerza. ¿Por qué semejante sacrificio? Porque la amaba demasiado. Finalmente, y gracias a tanto sufrimiento personal, su esposa Gomer regresó.

Esta experiencia personal le permitió a Oseas descubrir en qué consiste la santidad de Dios, qué es aquello que hace que Dios sea Dios. Oseas pudo desenmascarar a Dios, pudo correr el velo y contemplar lo que se escondía del otro lado. Dios es amor. Y este amor es un amor de perdón. Dios es jéset we émet (así suena en hebreo), se dijo Oseas. Es decir: Dios nos ama siempre antes, siempre primero.

A nuestros desprecios e indiferencias, a nuestras ofensas y traiciones, a nuestras infidelidades y rebeldías, él prefiere anteponer siempre el amor. Su modo de recuperarnos, de que no nos vayamos, es renunciar a toda fuerza, y ofrecer su debilidad, su perdón como su «antes» en cada momento, en cada situación, en cada relación. Solo el amor hizo volver a Gomer. Solo su amor, se dio cuenta Oseas, nos hace volver. Gran consuelo para los que se encuentran perdidos:

«Si tienes en cuenta las culpas, Señor
¿quién podrá subsistir?
Pero en ti se encuentra el perdón
Por eso te respetamos».
 
                                 Salmo 130, 3-4.
 
La mentalidad del sentido común — por supuesto que también hoy es así— razona del modo siguiente. He cometido un pecado (hice algo bien feo); tengo que cambiar y así recibiré el perdón de Dios. Es una mentalidad moralista: me portaré bien, me corregiré, así Dios me aprobará.

La mentalidad de Dios es así: porque yo no dejo de amarte eres capaz de volver de tu pecado. ¿Desde dónde grita el Señor su amor? Desde la cruz. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). De este amor primero, habla Pablo cuando dice:

«Difícilmente se encuentra alguien que dé su vida por un hombre justo; tal vez alguno sea capaz de morir por un bienhechor. Pero la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Rm 5, 7-8).

Este amor que costó la vida a Cristo en la cruz es el que recibe el Espíritu Santo y nos lo proclama en el corazón: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). El Espíritu Santo es este «antes» de Dios, es quien perdona los pecados, e incluso más, él es el amor de perdón, él es el mismo perdón de los pecados. Él es el que nos hace volver.

La cruz es la rendición de Dios ante los hombres pecadores, así como Oseas se rindió en su momento ante Gomer. Es el lugar donde venció el pecado y se rechazó la mano tendida y tierna y misericordiosa de Dios. Allí se libró una batalla, y hubo un gran perdedor en el Gólgota. Hubo un juicio, y Cristo lo perdió. Sin embargo, aquella rendición, aquella muerte, contenía en sí toda la fuerza de la victoria y la redención, traía escondida la potencia que hace posible regresar: «y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Será la gran atracción del perdedor.

Precisamente como quien observa una batalla, así ve la situación el evangelista Juan. Ve los acontecimientos de la vida de Cristo como una batalla judicial: «He venido a este mundo para un juicio» (Jn 9, 39). Va presentando en su evangelio los distintos personajes y elementos de la inmensa sala del tribunal forense: los contendientes —Dios y el mundo (= la humanidad que resiste a Cristo como quien revela al Padre, y lucha contra él y sus discípulos)—, o la luz y las tinieblas; los testigos —Juan el Bautista, el Padre, el Paráclito, los discípulos—. En este juicio hay un condenado: Cristo.
 


Pero el Paráclito cuya venida anuncia Jesús en la última cena, será su Abogado defensor (otro de los significados posibles de Paráclito), y mostrará la verdad de lo acontecido realmente:

«Y cuando él venga,
probará al mundo
dónde está el pecado,
dónde está la justicia
y cuál es el juicio.
El pecado está en no haber creído en mí.
La justicia, en que yo me voy al Padre y ustedes ya no me verán.
Y el juicio, en que el Príncipe de este mundo ya ha sido condenado.»
 
                                                                            Jn 16, 811.
 
El Paráclito prueba dónde está el pecado. ¿No es evidente que la cruz de Jesús prueba, en el Calvario, dónde está el pecado? ¿No es cierto que la oscuridad cubrió toda la tierra desde el mediodía hasta las tres de la tarde? (cf. Mc 15, 33). El signo del amor de Dios —la cruz— relumbra en medio del pecado y las tinieblas, y no puede sino señalarlas. Y el Paráclito, que recibe de Jesús la redención realizada a través de la cruz y resurrección, que recibe toda la fuerza salvífica de la Pascua, anuncia a todos este misterio, es decir, lo obra en cada corazón en que se manifiesta su poder. «Y esta redención […] es realizada constantemente en los corazones y en las conciencias humanas —  en la historia del mundo— por el Espíritu Santo» (Juan Pablo II, DeV 24).
 


Así como el amor de Oseas puso de manifiesto la infidelidad de su mujer y, al mismo tiempo, hizo posible su regreso, del mismo modo el acontecimiento redentor ilumina nuestro pecado, al mismo tiempo que nos permite volver. Aún no lo hemos dicho: «volver», «regresar», —en hebreo «šub»—, es el telón de fondo de lo que conocemos como «conversión», el volver a Dios. La cruz es la fuerza de nuestra conversión, porque, a través de ella, Jesús nos ama antes, nos ama primero, nos ama a pesar de nuestros pecados, cuya raíz es no creer en él.

El Espíritu Santo prueba dónde está nuestro pecado, ¡a cada uno! Es el Espíritu de la Verdad, que nos muestra tal como somos mientras nos invita a entrar en lo profundo del amor de Dios. Es decir, enciende en nosotros el deseo de ser reconciliados, el deseo de cambiar, y nos muestra cómo hacerlo. «De este modo el “probar dónde está el pecado” llega a ser a la vez un probar dónde está la remisión de los pecados, por virtud del Espíritu Santo» (DeV 31). El Paráclito nos muestra nuestra oscuridad, y ya no nos es posible disimularla. Pueden ser momentos dolorosos: yo no sabía que era así, nunca me había conocido de este modo. No es cierto que Dios es el opio de los pueblos. No. Él muestra la verdad que no queremos ver en nosotros mismos, y nos pone frente a la cruz del amor, cuya luz penetra en lo más profundo de nuestra existencia. Eso está en la experiencia de todo cristiano, y así lo registran estas estrofas del antiquísimo himno al Espíritu Santo, la Secuencia que cantamos en Pentecostés:
«Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
 
»Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.»
 
 
La redención de Cristo obrada por el Espíritu Santo en nosotros supone esta purificación a lo largo de la vida: «la sangre de Cristo, que por obra del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificará nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte, para permitirnos tributar culto al Dios viviente» (Hb 9, 14). El Espíritu no solo ilumina y muestra dónde está nuestro pecado, sino que lo redime, lo purifica, ¡lo destruye! «Comprendámoslo: nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él, para que fuera destruido este cuerpo de pecado, y así dejáramos de ser esclavos del pecado» (Rm 6,6). Ahora podemos entender algo más adecuadamente la frase de Juan el Bautista, referida a Jesús: «Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego» (Mt 3, 11). El Bautista ofrecía un bautismo carente de este poder redentor. Se trataba de un signo, una preparación anímica de parte de los pecadores, pero ¿qué efectos reales podía tener aquella inmersión en las aguas del Jordán?

El fuego es uno de los grandes símbolos del Espíritu Santo, en cuyo amor arden y son aniquilados nuestros pecados. «Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo» (Hch 2, 4), leemos en el relato de Pentecostés. Más adelante, Pedro hará alusión explícita al poder del Espíritu Santo: «háganse bautizar en el nombre de Jesucristo para que les sean perdonados los pecados» (Hch 2, 38). En la «otra narración que podríamos  llamar como Pentecostés de Juan» [catequesis de JPII, audiencia general del miércoles 31 de mayo de 2000)], la remisión de los pecados vuelve a aparecer asociada al don del Espíritu Santo:
 
«Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió:
 
»“Reciban el Espíritu Santo.
Los pecados serán perdonados
a los que ustedes se los perdonen,
y serán retenidos
a los que ustedes se los retengan”.»
 
                                                              Jn 20,22-23.