Los mandamientos se resumen en dos: Amar a Dios sobre todas cosas y al prójimo como a uno mismo. Amar a Dios conlleva verlo en todo lo que nos rodea. Para verlo en todo y todos, tenemos que limpiar nuestro corazón, ya que sólo cuando tengamos la visión del ser realmente limpia, veremos que la huella de Dios está impresa en todo lo creado. En el ser humano hay algo más que una simple huella: tenemos la imagen de Dios inscrita en nuestro ser, además, cuando actuamos según la Voluntad de Dios, lo hacemos a semejanza de Dios mismo. Nos convertimos en herramientas en Manos de Dios, herramientas que aplican su Voluntad.
El fin de nuestra existencia es vivir unidos a Dios y a través de Dios, vivir unidos a nuestros hermanos. Cuando la vida supera las realidades personales, para hacerse Verdad unidos a Cristo, la unidad se convierte en algo evidente, inseparable de cada paso que damos. El problema es cuando nos dedicamos a crear ídolos y Torres de Babel, porque entonces la unidad queda, en el mejor de los casos, en falsas apariencias. Apariencias que se venden y son utilizadas para vendernos al mundo como segundos salvadores. Hay que tener cuidado, porque la unidad la construye el Espíritu Santo dentro de cada uno de nosotros. En la medida que seamos templos del Espíritu, la unidad estará en lo que somos y la forma en que actuamos.