Los hechos narrados en el libro de Ester (Est 1;10) transcurren en pleno destierro del pueblo hebreo en Babilonia. El pueblo elegido ha sido humillado y deportado, lejos de su tierra por culpa de su infidelidad a Dios y por sus prácticas idolátricas constantes. A Dios no le ha quedado más remedio que permitir el fracaso y la perdida, en la historia de su pueblo, para remediar la autocomplaciencia y la degeneración de una religión superficial y vacía. 

No hay nada mejor, para valorar algo en su justa medida, que perderlo. 

El pueblo hebreo ha perdido sus casas y sus tierras con lo que eso conlleva de frustración y tristeza, pero su situación en Persia no es humillante. Todo lo contrario. Los gobernantes permiten la libertad de culto y la asimilación de costumbres y el pueblo hebreo se ha integrado plenamente en la sociedad persa. En el caso que nos ocupa, el judío Mardoqueo es un favorito del rey Asuero, ha medrado en la corte y es un hombre bien visto y apreciado. Tanto que suscita las envidias del segundo de a bordo, el consejero del rey: Aman. El cicatero y ambicioso Aman, no para hasta encontrar la forma de acabar con Mardoqueo e incita a su rey no sólo contra el, sino contra todo el pueblo hebreo. Convence al monarca de que existe un pueblo rebelde que vive entre ellos, que supone una gran amenaza y se decreta su exterminación en un breve plazo de tiempo. El rey ignora que Mardoqueo pertenece a ese pueblo, así como su ahijada: la bella reina Ester.
Aquí tenemos ya dibujado el drama. Un rey que, sin saberlo, ha decretado la muerte de su reina y de un hombre apreciado en la corte, por las insidias de su consejero principal. Mardoqueo, enterado del asunto, pedirá ayuda a su hija y reina para que interceda por todos ellos, aún a costa de la propia vida, ya que para acercarse al rey, deberá romper el férreo protocolo de palacio penado con la muerte. En cualquier caso, el futuro inmediato de Ester, es negro. Solo le queda entregarse a la oración ferviente en el Dios que ha permitido este entuerto y preparase para cobrar valor y saltarse todas las reglas. Todo saldrá bien y el rey perdonará al pueblo y a su reina y en el patíbulo que estaba previsto para la ejecución de Mardoqueo, será ajusticiado, en su lugar, el impío Aman.
A partir de entonces, con éste cambio de suertes, en donde el acusador es ajusticiado en lugar de los acusados, se instauró en Israel la fiesta de los Purim, la fiesta de las suertes.

En el libro del profeta Daniel aparece una escena similar, en él se encuentra el pequeño drama de Susana (Dn 13, 1-64). Ésta es condenada a muerte por haber sido sorprendida en adulterio. En el falso juicio interviene, en el último momento y después de una desesperada oración a gritos de Susana, el joven Daniel, que aclara la verdad. Los dos testigos, que son ancianos prestigiosos de la comunidad, son finalmente descubiertos en falso testimonio, gracias a las argucias de Daniel, ya que, en realidad, actuaban en contra de Susana, como venganza al no acceder a sus propósitos sexualmente deshonestos. Daniel salva así a una inocente de sus depravados acusadores, que acabaran sentenciados en su lugar.

En el NT podemos relacionar estas historias con el conocido episodio de la pecadora perdonada (Jn 8, 211). Una mujer es llevada ante Jesús acusada de adulterio por los fariseos, que se preparan para lapidarla. En éste caso, ni los acusadores incurren en falsedad, ni la acusada es inocente, pero el resultado es el mismo: la mujer es salvada. Jesús interviene para arrancar a la mujer de la sentencia a muerte, revelando así la justicia mayor que trae el hijo de Dios y despidiendo a los acusadores con una lección que nunca olvidarán… ni ellos, ni la historia universal.

Sin defensa.

Cuantas veces nos vemos indefensos ante las injusticias. A cada paso que damos en la vida hay gente que se nos pone en contra y nos llevan a juicio. Normalmente un juicio sordo, clandestino, moral, interior y basado en el prejuicio y el desconocimiento. Nos sentimos juzgados por el vecino, por el familiar o por el compañero. Nos miran raro y no sabemos en muchos casos porqué. Nuestras relaciones sociales, familiares y laborales están afectadas por una neblina de juicio constante que enturbia y falsea el ambiente. Somos juzgados, pero atención, también nosotros juzgamos. Todos tenemos nuestro propio mapa del mundo para juzgar, clasificar y condenar al resto del universo. Sí, no podemos ir de buenos por la vida. También nosotros sometemos a juicio, al nuestro, a todo ser viviente. Y así vivimos. Sometiendo y sometiéndonos a un juicio constante, en el que, por un lado defendemos nuestra honestidad y dignidad absolutas y, a la vez, ponemos en juicio la honestidad y dignidad del prójimo. Es verdad que hay que tener criterio, que debemos hacer un constante ejercicio de discernimiento para saber la diferencia entre el bien y mal, pero...

Condenemos el pecado pero no al pecador. Jesús no vino a condenar sino a salvar. 

A la pecadora del evangelio la salva, pero no le dice que su comportamiento es correcto, le dice: vete y no peques más. Es decir: has hecho mal, has hecho daño a los demás y, sobre todo, te has hecho daño a ti misma… aprende la lección. Muchas veces necesitamos caer una y otra vez, para abandonar la autosuficiencia, como el pueblo hebreo que es deportado para experimentar el fracaso y abandonar la soberbia. Muchas veces, necesitamos caer para aprender a levantarnos, no desde las propias fuerzas y la rabia, sino desde la humildad y la sencillez de nuestra condición humana y la certeza de sabernos perdonados y amados por Dios. Y eso nos hará más comprensivos con los demás…
Solo nos queda vivir y dejar vivir. Perdonar y pedir perdón.

Y si somos llevados a juicio, siendo objetivamente inocentes, y por maledicencia ajena, si no tenemos defensa y no hay horizonte esperanzador, tengamos certeza de que estamos en manos de Dios y nos escucha. 

Gritemos y gritemos desde el fondo del corazón y él nos salvará. 

Dios hará justicia sin tardanza, en el momento justo y necesario y de la manera más apropiada. 
Confiemos.
Y alegrémonos de ser los acusados… y no los acusadores.

“Hijos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1Jn 2, 1)