El Evangelio resume la reacción de Jesús ante la multitud con la palabra compasión. No es la ternura del que, al sentirla, se queda fuera. Es la del que la comparte. La de quien se siente reblandecido por dentro, conmovido hasta las lágrimas, al ver que sufren los que ama. Viendo a la muchedumbre -escuchábamos hace unos domingos- se enterneció de compasión por ella, porque estaban fatigados y decaídos como ovejas sin pastor (Mt 9,36).
¿Se ha dicho alguna vez -afirma Martín Descalzo- algo más hondo sobre la humanidad? No, el hombre no es malo, ni está corrompido. Está solo, decaído, desanimado, fatigado, perdido. Vaga por la vida sin saber que vive. Vegeta en la vulgaridad porque ni tiene fuerzas para descubrir su propia grandeza[1].
Por eso Jesús mira a la multitud, te mira a ti, como se mira a los niños que juegan o que duermen, y les ofrece, sobre todo, un lugar de reposo: su propio Corazón. Y afirma: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Porque Dios y su amor son el mayor de los milagros. Más tarde el Señor demostrará, con su sangre, que ese amor es bastante más que un sentimiento.
Venid a mí todos… No este o aquel, sino todos los que tenéis preocupaciones, sentís tristeza o estáis en pecado. Venid, no porque yo os quiera pedir cuentas, sino para perdonaros vuestros pecados. Venid, no porque yo necesite de vuestra gloria, sino porque anhelo vuestra salvación. Porque yo -dice- os aliviaré. No dijo solamente: os salvaré, sino lo que es mucho más: os pondré en seguridad absoluta. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, porque soy manso y humilde de corazón. No os espantéis al oír hablar de yugo, pues es suave; no tengáis miedo de que os hable de carga, pues es ligera…
Esto es lo que nos dice este domingo el Señor. ¡Ya está bien de teologías equivocadas! ¿Qué es eso de que el cristiano es un pecador en penitencia? ¿Por qué empeñarse en no sentir la alegría que Cristo resucitado nos ofrece? La fe cristiana se expresa más plenamente en la alegría por haber descubierto el amor personal de Dios, sobre el cual uno debe apoyarse y abandonarse. La fe vivida de esta manera elimina la actitud de fatalismo dramático. La alegría cristiana que fluye de la fe -ha escrito un autor polaco- es una especie de radiación del amor de Dios. Esta fe te hace sonreírle a Dios, y gozar alegremente por su amor. La virtud del “humor” te permitirá combatir el veneno de la tristeza[2].
El Señor es claro en el Evangelio: Aprended de mí... y yo os aliviaré.
Esto no quiere decir que no tengamos que luchar contra nuestras faltas, contra nuestros pecados. Son dos cosas distintas. El Señor nos da la fe para vivir en esperanza, en una esperanza que irradia de su Corazón: Venid a Mí y yo os aliviaré.
En sus apuntes de prisión, el cardenal Stefan Wyszynski [a la derecha, junto a San Juan Pablo II, en una foto poco conocida] escribía el 2 de octubre de 1956:
La Iglesia ha nacido de la sangre redentora de Cristo en la cruz… Es sano que la sangre circule; si la sangre se coagula, corre peligro en el cuerpo. Lo mismo sucede con el Cuerpo Místico de Cristo. Debe correr la sangre, no solo en los cálices de la misa, sino también en los cálices vivos de las almas. Para que la Iglesia pueda estar llena de vida y de fuerza, de algún modo tiene que correr en ella la sangre…
Se ha dicho que los santos son árboles de hoja perenne[3]. Y al celebrar este pasado jueves (6 de julio) la santidad de María Goretti descubrimos el poder de la gracia que concede a los indefensos la fuerza del martirio. Y con Jesús exultamos en el espíritu alabando al Padre: Te bendigo, Padre… porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has revelado a los sencillos…
María Goretti era una niña italiana que aún no había cumplido los doce años. En su infancia conoció el sufrimiento y las privaciones y, a veces, la tristeza; quedó huérfana de padre a los diez años. En la solitaria alquería donde la familia cultivaba una hacienda, fue repetidamente asediada por un vecino que, tras dos intentos de violentarla, con la amenaza de muerte en caso de que hablara, exasperado ante su resistencia, la agredió a golpes de puntero hasta provocarle la muerte. El perdón concedido a su asesino en el momento de la muerte incluía la promesa de rezar por su conversión. La niña, en los últimos momentos, afirma: Quiero que él también me acompañe en el paraíso.
No todos ciertamente, afirma san Juan Pablo II, estamos llamados, como María Goretti, al martirio, pero a todos se nos pide tender al seguimiento pleno de la virtud cristiana. Esta ascesis del espíritu exige fuerza, atención constante y renuncia valiente a los ideales del mundo; a unos ideales falsos que nos presenta el mundo; a una vida de impureza que nos ofrece el mundo para engañarnos. Se trata de un empeño de cada día, en la vida de pureza, de caridad y de humildad que Cristo nos enseña; de una vigilancia que no puede abandonarse por ningún motivo, sino que hay que llevar adelante hasta el término de nuestro camino terreno. Es una lucha consigo mismo que puede asemejarse a un lento y prolongado martirio[4].
Ser humilde significa ser especialmente amado por Jesucristo. Él no tolera a los soberbios. Podemos comprender su actitud por la antipatía que nos inspiran las almas orgullosas y satisfechas de sí mismas, los que se creen por encima de los demás, los que se creen que no necesitan de Dios. El mundo no los soporta. Y los critica. El deseo de santidad tiene que llenar nuestra vida...
Después de muchos años de cárcel, al salir, el asesino buscó enseguida a la madre de María Goretti y le pidió perdón. Alejandro Serenelli, que era como se llamaba, terminó profesando en los capuchinos en 1936. Murió a los 89 años, el 6 de mayo de 1970, y entre sus efectos personales dejó una carta que decía:
Próximo a terminar mi jornada… reconozco que en mi juventud emprendí un camino falso que me condujo a la perdición. Por la prensa, los espectáculos y los malos ejemplos, veía que la mayor parte de los jóvenes seguían ese camino sin pensar… A los 20 años cometí un delito pasional, del que ahora me horrorizo al solo recordarlo... Yo quisiera que los que leyesen esta carta aprendiesen a huir del mal y a obrar el bien siempre...
Cristo, lo decíamos al principio, viene a nosotros pacífico, manso y humilde. Su oferta es Él mismo; su yugo y su carga es correr la misma suerte que Él ya ha corrido. Nos entrega el conocimiento del Padre y el mismo Espíritu de quien lo resucitó de entre los muertos. Solamente nos pide ser sencillos para aprender de Él y cargar con su yugo; para descubrir que los valores que nos presenta el Evangelio, no adulterados, se pueden vivir hoy, veinte siglos después. Esa es la herencia que el Señor nos deja, su Palabra que es Verdad, su auténtico camino, la vida de salvación. Así es únicamente como encontraremos descanso, el descanso que nos ofrece su propio Corazón: Venid a Mí todos los que estáis cansados. El Señor no excluye a nadie, no le importan nuestros pecados. El Señor quiere acogernos en su Corazón.
Termino con aquella hermosa oración que compuso Santo Tomás Moro y que tendríamos que recitar con frecuencia. No podemos vivir nuestro cristianismo con tristeza. No podemos ser católicos y querer convencer a los demás de nuestra vida en Cristo con el rostro triste, lleno de amargura. Nuestra vida, a pesar de las cruces, tiene que ser en alegría, la alegría que el Señor nos da. Escribía él:
Señor, ten a bien darme un alma
que desconozca el aburrimiento,
que desconozca las murmuraciones,
los suspiros y las lamentaciones;
y no permitas que me preocupe demasiado
en torno de ese algo que impera
y que se llama “yo”...
que desconozca el aburrimiento,
que desconozca las murmuraciones,
los suspiros y las lamentaciones;
y no permitas que me preocupe demasiado
en torno de ese algo que impera
y que se llama “yo”...
Que el Señor, que el Corazón de Cristo, que nos da descanso, que nos proporciona la paz, sea nuestra esperanza, sea nuestra alegría. Así es como nosotros encontraremos un descanso auténtico.
PINCELADA MARTIRIAL
Cuando leo este Evangelio siempre recuerdo que su frase principal se encuentra en el frontispicio de la fachada de la Basílica del Cerro de los Ángeles. A los pies del Corazón de Jesús lo que ya pusieron nuestros mayores: Reino en España. Derrumbado el Monumento en 1936 y colocado de nuevo al levantarlo.
Los mártires del Cerro de los Ángeles
El sábado 18 de julio de 1936, por la tarde, se habían dirigido al Cerro de los Ángeles, para hacer su acostumbrada vigilia de adoración nocturna al Santísimo Sacramento, unos treinta congregantes de las Compañías de Obreros de San José y del Sagrado Corazón de Jesús. Al acabar la Santa Misa, ya en la madrugada del domingo 19, Fidel de Pablo García, vocal de piedad y de aspirantes de la Acción Católica de la parroquia del Espíritu Santo, de 29 años de edad, se volvió a Madrid, acompañando al sacerdote que la había celebrado, don José María Vegas Pérez, capellán del Monumento al Sagrado Corazón de Jesús. También regresaron la mayoría de los congregantes que habían participado en aquella última vela. Pero cinco de ellos se quedaron ante el Monumento, confiando en que la llegada de las tropas iba a ser inminente, y así no se interrumpía una “guardia de honor” al Sagrado Corazón de Jesús.
Se trataba de Pedro-Justo Dorado Dellmans, de 31 años; Fidel Barrios Muñoz, de 21 años; Elías Requejo Sorondo, ebanista, de 19 años, de la Juventud Católica de la parroquia del Espíritu Santo; Blas Ciarreta Ibarrondo, de 40 años, casado con Ángela Pardo, con la que se había desplazado a Madrid, procedente de Santurce (Vizcaya), de cuya Guardia Municipal había sido jefe; Vicente de Pablo García, carpintero, de 19 años de edad, de la juventud de Acción Católica de la misma parroquia del Espíritu Santo, de Ventas, hermano del que había acompañado a Madrid al sacerdote.
La historia la narra el padre Elías Fuente (Mártires de Cristo Rey en el Cerro de los Ángeles Madrid, 1944, pág. 47). No puedo alargarme con la narración del martirio que allí viene magníficamente relatada. Solo esta última anécdota, con la que termina la reseña sobre Elías Requejo.
“La cristiana madre le dio un beso y le hizo la señal de la cruz en la frente, como despedida, que intuía definitiva. Bajaban ya la escalera los dos amigos (se refiere a uno que vino a buscarle para ir al Cerro). Bajaban ya la escalera cuando Elías se vuelve rápido para decir: “No quite usted la placa del Corazón de Jesús”. Y se fue…para siempre”. Que nosotros tampoco quitemos de nuestras vidas al Corazón de Jesús. Que deseemos como lo desearon nuestros mártires que Cristo sea verdadero Rey de nuestros corazones, de nuestras personas, de nuestras familias, de nuestras parroquias, de nuestras diócesis, de nuestra sociedad, de nuestra querida España.
[1] José Luis MARTÍN DESCALZO, Vida y Misterio de Jesús de Nazaret II, pág.396 (Salamanca 1997).
[2] Tadeusz DAJCZER, Meditaciones sobre la fe, pág.102 (Madrid 1994).
[3] Pablo GARCÍA, María Goretti, una niña víctima de la violencia (Valencia 1998).
[4] SAN JUAN PABLO II, Visita a la Casa-Santuario de Santa María Goretti. Homilía en la Catedral de Latina (Italia), 29 de septiembre de 1991.