«Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla»
«Deseo tener un corazón sencillo. Un corazón que no se enrede en falsedades y expectativas. Un corazón abierto y simple. Como el de los niños»
«Deseo tener un corazón sencillo. Un corazón que no se enrede en falsedades y expectativas. Un corazón abierto y simple. Como el de los niños»
Siempre miro las cosas que suceden en mi vida desde un sólo punto de vista, el mío. Lo miro todo con mis ojos. Lo observo, lo analizo, lo interpreto. ¡Cuántas veces creo que es el único punto de vista posible! Me parece que mi forma de ver las cosas es la única verdadera. Y no acepto otras interpretaciones posibles de un mismo hecho. Condeno o apruebo desde mi corazón. Desde mi historia personal. Desde mi forma de ser y de mirar. A veces no es una mirada sencilla. Está contaminada por mis prejuicios y opiniones formadas previamente en mi interior. No me parece que los demás puedan tener una visión más clara que la mía. Creo que sería bueno aceptar al menos que puede haber otros puntos de vista sobre un mismo hecho. Me parece mentira pero es verdad. Hay otras formas de ver la vida. ¿Es la mía la única válida? No lo es. Pero a veces me erijo en criterio absoluto de verdad. Mi forma de ver las cosas parece objetiva. Mientras que la de los demás no lo es. Están equivocados, pienso. ¡Cuánto bien me haría abrirme a lo que hay de verdad en la forma de ver las cosas que tienen los demás! Hay mucha verdad escondida en los otros puntos de vista. En aquel que ve la realidad desde su propio corazón. Cuando no coincide con el mío me cuesta aceptarlo. Yo reconstruyo los hechos que han pasado y me formo mi propia película en la cabeza. Es así, me digo y no acepto correcciones. No hay error. Y tal vez no sé realmente si es real todo lo que yo veo y si es como lo interpreto. Es sólo mi forma de mirar la realidad. Mi manera parcial y subjetiva de juzgarla. Mis ojos ven sólo una parte y se pierden detalles. Me falta el complemento de los que me rodean. El todo se forma con el aporte de otros. Precisamente el otro día vi una película: «Mi primer amor». Es la historia de dos jóvenes. Empieza todo cuando se conocen de niños. En el desarrollo de la película, cada uno cuenta su parte, su forma de ver la misma realidad. Las dos miradas se superponen y se complementan y me muestran una visión más completa de los hechos. Lo que ven, lo que piensan al mirar cómo son las cosas, lo que interpretan, lo que juzgan. Es bonito ver ángulos y posiciones tan diferentes. Muchas veces no quiero conocer lo que los demás piensan. No quiero aceptar cómo ven ellos la realidad. Impongo la dictadura de mi punto de vista. Lo que yo pienso creo que es absoluto. Y tal vez hay datos que no conozco. Una parte invisible de la realidad se me escapa. El padre de la protagonista le comenta un día: «Una pintura es más que la suma de sus partes. Una vaca por sí misma sólo es una vaca, como el prado por sí mismo es sólo pasto y flores, y como el sol que sale de entre los árboles es sólo un rayo de luz, pero júntalo todo y obtendrás magia [...] Fue en un día como ese en el que la frase de mi papá sobre lo de que un entero era más que la suma de sus partes, se movió de mi cabeza a mi corazón». Entonces surge una pregunta: «¿El todo de una persona es más que la suma de sus partes o menos?». No es fácil de responder. «La gente a veces es menos que la suma de las partes». Y eso es triste. Yo a veces me detengo sólo en las partes que tiene una persona. Algún aspecto. Me centro en lo que me gusta y me disgusta. Pero no llego al todo. No hay magia. Me parece que a veces hay personas que valen menos que la suma de sus partes. Pero sé también que hay personas que valen mucho más. Es algo mágico, intangible. El paisaje es siempre mucho más que la suma de árboles, tierra y hierba. Es la magia del que lo observa y ve una realidad superior, inalcanzable. Algo que no puedo reducir a palabras. Algo más grande que mi propio corazón. No es fácil ver el valor del todo. A veces fallo en el intento. Sumo partes y juzgo. Interpreto, me quedo con mi parte de la realidad. Pero no veo el todo. No lo abarco y me creo en posesión de la verdad. Cuando ni siquiera conozco la totalidad. Hay siempre algo más que se me escapa a la mirada y que sólo se ve con el corazón. Siempre está el otro punto de vista. La mirada que complementa la mía. Una mirada más profunda que no se queda en el detalle. Quisiera ser más sencillo para ser capaz de intuir el todo y asombrarme. Así sería mi vida más bella. Y tendría el don de admirarme de la belleza que Dios pone ante mis ojos.
Lo tengo claro, no es el sufrimiento lo que me salva. La verdad es que sólo me salva Jesucristo. No elijo el sufrimiento entonces cuando opto por la puerta estrecha a la que Dios me llama. Porque Jesús es precisamente esa puerta oculta, escondida, esa puerta aparentemente inaccesible que a veces tardo tanto en encontrar. Seguir a Jesús no significa sufrir necesariamente. No es eso lo que me muestra en su vida en la tierra. Quiere que lo siga a Él en un camino de plenitud. Un camino de esperanza y de fe. Que descanse en Él. Sé que habrá luchas y esfuerzo. Pero es un camino de luz y de esperanza. Por eso opto por Jesús y no opto por sufrir. Entre sufrir y no sufrir, no necesariamente veo que sea más de Dios el camino en el que más se sufre. Opto por Él, por el camino en el que Él está. En el que Él me espera. Me gusta mirar así a Jesús. Y pensar que abrazar su vida saca lo mejor de mí. Me hace más pleno. Me llena de vida. Me calma y descansa y colma mi corazón insatisfecho. Decía Jean Vanier: «Todos tenemos el deseo de que las cosas salgan bien. Pero cuando el sufrimiento y la muerte nos golpean. No sólo es difícil soportarlo. También comprenderlo, y destruye el ideal que tenemos. Quizás cada uno de nosotros pierde la cabeza ante el sufrimiento. Porque no comprendemos». Sé que no puedo evitar el sufrimiento. Tendré mi cuota de él en el camino. Sé que el sufrimiento duele, rompe mi esperanza y acaba con mis sueños. Ese sufrimiento que no elijo y sucede. El sufrimiento impuesto por la vida. Tantas veces me cuesta comprender el sentido del sufrimiento. Parece más heroico escoger el camino del esfuerzo y la renuncia. Es como si al hacerlo me erigiera en un testimonio de vida para otros. Pero no lo creo. No creo que el camino en el que hay más sufrimiento tenga más valor. Miro a Jesús. Y sólo si veo que Jesús me pide caminar con Él, siguiendo sus huellas, abrazando sus pasos, lo hago. Y paso por la puerta estrecha que es su corazón herido. Me gusta ver cómo Jesús libera al hombre que sufre cuando pasa por la tierra. Leía el otro día: «La curación de los enfermos y la liberación de los endemoniados son su reacción contra la miseria humana. Anuncian ya la victoria final de su misericordia liberando al mundo de un destino marcado fatalmente por el sufrimiento y la desgracia. Jesús no realizaba sus curaciones para probar su autoridad divina o la veracidad de su mensaje. Sus curaciones, más que una prueba del poder de Dios, son un signo de su misericordia, tal como la capta Jesús»[1]. Jesús libera del dolor y del sufrimiento por misericordia. Salva al hombre apresado. Sé que no quiere que yo sufra. Le importan mis lágrimas y mi angustia. Le importa mi cansancio y mi carga. A veces no siento su cercanía. Y le pido quedar libre de lo que me hace sufrir. Pero no sucede. Y me rebelo contra sus planes. No veo en mi sufrimiento un motivo de salvación. Jesús me dio la vida no para sufrir. Sino para amar a otros. Quiere que tenga paz. Quiere que pueda hacer el bien. Quiere que su yugo sea llevadero. Quiere que haga el bien a muchos. No quiere que sufra. Sé que el sufrimiento me impide amar bien. Hay sufrimientos ineludibles. Llegan de pronto, sin aviso. Una pérdida, un fracaso, una renuncia. Cada uno podría enumerar el número de sufrimientos a los que se enfrenta. Yo tengo mi lista. Es cierto que en ocasiones sufrir me hace más libre. Más humano. Más maduro. Más de Dios. No depende todo del tipo de sufrimiento sino de mi actitud ante el mismo. Depende de mí. De cómo enfrente el dolor y la angustia. De cómo mire a los ojos lo que me hace sufrir. Se habla mucho hoy de resiliencia. Esa capacidad para enfrentar momentos de dolor y dificultad y salir adelante. La soledad y las desgracias de mi camino. Las contrariedades inesperadas. La enfermedad con la que no contaba. El envejecimiento. El fracaso en mis proyectos. A veces oigo una frase que me cuesta un poco: «Eres un escogido de Dios que te bendice con la cruz». Casi prefiero sufrir menos y no ser su favorito, ni su gran amigo. No lo quiero si estar con Él va a ser así. No, mi corazón no está hecho para el sufrimiento y se rebela ante el dolor. Prefiere la paz y la alegría. El descanso en Él. Quiero el ideal de una vida en plenitud en la que pueda amar y ser amado hasta el extremo. Me duele sufrir. No encuentro el sentido. ¿Qué sentido tienen tantas cruces que veo a mi alrededor? No lo sé. Y no creo que Dios tenga sus amigos predilectos a los que carga con las cruces más pesadas sólo porque son sus amigos. A veces los hombres lo hacemos así. Cargamos a los que más queremos. A veces les exigimos más. Pero Dios no es así. Lo que sí sé es que en medio de la cruz que cargo Jesús me sostiene. Levanta mi vida herida. Y salva mis pasos cuando se hunden.
Quiero vivir la vida con paz y no sufrir tanto sin motivo. Hago planes y no resultan. Pongo mi esperanza en objetivos que no alcanzo. Me empeño en caminos que no me dan la felicidad. Me ato sin darme cuenta y me esclavizo. Sé que muchos de mis sufrimientos son innecesarios o yo mismo me los invento. He puesto mi corazón en lo que no me hace bien. Y sufro de forma injustificada. Ese sufrimiento, lo sé, podría evitarlo. Podría dejar de sufrir si cambiara mi forma de mirar las cosas. Mi manera de entender la vida. Hay sufrimientos que puedo evitar. En ocasiones sufro porque interpreto lo que los demás piensan y sienten. Creo que me critican cuando tal vez no lo hacen. Pienso que no me aceptan cuando no es verdad. O le doy demasiado peso a su rechazo. Espero más de los demás de lo que pueden darme. O pretendo que comprendan mis expectativas y no están justificadas. No puedo exigirles lo que no pueden darme. Tengo que besar mi vida como es. Aceptar la realidad que vivo. Sin soñar con cambios imposibles. O pretender soluciones inviables. Necesito que mi corazón madure. Y mis afectos se ordenen. Porque lo más difícil en la vida es educar mis sentimientos. Van de un lado para otro e imponen su ley en mi alma. Como en una montaña rusa paso de la euforia al más negro pesimismo. Y todo ello sin razones suficientes. Quiero madurar para que sean más sanos mi amor y mi entrega. Eso es lo que deseo. Que todos los sufrimientos que padezca no sean por la inmadurez de mi corazón. Porque eso sí que no tiene sentido. Hoy escucho: «Alégrate, hija de Sión; canta, hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso; modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica». Cambio la mirada. Viene Jesús a salvarme en la fuerza de su humildad. Eso me impresiona siempre. Viene a mí en un pollino, pobre, desvalido. Y yo sufro tantas veces porque quiero ganar, quiero ser fuerte, quiero imponerme a otros, quiero vencer en todas las batallas. Alegrarme por la pobreza de mi rey no me parece suficiente motivo. Tal vez es que no acabo de cambiar mi mirada. Alegrarme en medio del dolor. Alegrarme aunque no resultan mis planes. Ser manso y humilde. Jesús me dice hoy algo muy humano: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». En todo el Evangelio es lo único que Jesús me pide que aprenda de Él. Él es Dios en la tierra y de Él puedo aprender tantas cosas. Pero hoy sólo me pide dos. Mansedumbre y humildad de corazón. Jesús ama hasta el extremo. Acepta a todos sin mirar su procedencia. Mira siempre en el corazón del hombre. Es compasivo y misericordioso. Pero lo único que me pide es que sea manso y humilde. Eso me conmueve. Admiro a las personas mansas y humildes. Pero luego yo no soy así. Jesús vino para mostrarme el camino más directo hacia Dios. Quiere que deje modelar mi corazón en el suyo, mi vida en la suya. Él también templó su alma en el amor al Padre. Fue hijo, confió en su Padre, lo llamó, le imploró, se entregó a Él. Se hizo pobre, se hizo humilde y manso. Por eso me dice que aprenda de Él, que así encontraré el descanso para mi alma agobiada, exigida y cansada. Yo quiero ser manso y humilde de corazón. ¡Qué lejos estoy de ese ideal! Decía Santa Teresa: «Considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes». Necesito que Él lo haga realidad en mí. La fuerza de su Espíritu: «Si vivís según la carne, vais a la muerte; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis». Quiero vivir según Él para asemejarme a Él. Dejar de lado mi orgullo y mi ira. Mi impaciencia. Mi incapacidad de aceptar a los que son diferentes. Mi intolerancia. Mi deseo de destacar y vencer siempre. Es un don ser humilde y manso. Una gracia que le pido a Dios cada mañana. Quiero ser capaz de alegrarme cuando no sale todo bien y fracaso. Dejar de darme tanta importancia. O dejar de darle tanta importancia a las cosas que me pasan. Para eso necesito una cierta madurez en mi alma. Leía el otro día: «Quien ama completamente se da entero. Pero alguien ha de poseerse para poder darse. Dominarse personalmente. La personalidad, el autoconocimiento y el autodominio, son tres consecuencias y al tiempo condiciones imprescindibles en el amor pleno, consecuente, fecundo y maduro»[2]. Poseerme para darme. Tener una cierta estabilidad en mi ánimo para no cambiar de un estado a otro sin apenas darme cuenta. Logro así que no me afecten tanto las cosas que me dicen y las cosas que me pasan. Un fracaso no es el final de nada. Es la puerta que se me abre para una nueva oportunidad. Me hago más manso, más humilde. Una pérdida no es un vacío insuperable. Puedo caminar con la pérdida grabada en el alma. Sigo adelante. Una decepción puede hacerme más fuerte si la tomo en mis manos y le doy el valor justo que tiene. Así es la vida que Dios me regala. Eso lo tengo claro. Quiero ser más de Dios para descansar en Él y así poder tomar mi vida con todo lo que me sucede sin perder por un momento la alegría. Esa mirada sobre la vida es la que envidio en muchos santos que conozco. Decía el P. Kentenich: «En la vida espiritual, progresar significa poner menos el acento en la propia satisfacción y plenitud y ponerlo más en el amor desinteresado al otro. Cuanto más maduremos y más cerca estemos de Dios, tanto menor será el acento sobre nosotros mismos y sobre el provecho personal que podamos sacar de nuestra relación con los demás. Cuanto más maduros seamos, tanto más nuestra será la divisa: mi Dios y mi todo»[3]. Cambio así en la fuerza del Espíritu el acento que pongo en las cosas. Sólo Él puede cambiarme de verdad y hacerme manso y humilde. Quiero cambiar mi forma de echar raíces, de amar y esperar. En la fuerza del Espíritu Santo quiero madurar y progresar en mi vida espiritual.
Jesús habla al Padre de los hombres y a los hombres del Padre. Lo hace con ternura. Con amor de hijo, con amor de Padre. Jesús, en un momento de alegría, da gracias y alaba al Padre por los suyos. Pequeños. Escondidos. Quizás no los más sabios para el mundo. Lo alaba porque los quiere: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Si, Padre, así te ha parecido mejor». Alaba al Padre por las maravillas que ve que hace en las almas de sus amigos sencillos. De los pescadores que dejaron sus redes, de los pecadores convertidos. ¡Cuánto los quiere! Aún quedan muchos caminos por recorrer juntos. Jesús se alegra de no estar solo. De tener a estos hombres que lo aman y que por Él lo han dejado todo. Jesús ve en esos hombres sencillos la mirada pura que no tienen muchos fariseos y escribas. Ellos creen y no se cuestionan todas las cosas. En el pasaje anterior, Jesús se queja de la falta de fe de las ciudades donde ha hecho tantos milagros. Está triste porque tienen el corazón endurecido. Ahora se detiene y mira a los suyos. Ve sus ojos y sus manos dispuestas. Ve sus pies preparados para seguirlo. Y alaba a Dios por ellos. Los suyos son su consuelo, son causa de su alegría. Son motivo de alabanza a su Padre. Se siente querido por ellos. No siempre lo comprenden pero creen en Él y se fían. Hoy me detengo a pensar. Me conmueve pensar que Jesús pueda dar gracias y alabar por mí al Padre. Lo miro. Él me conoce. Ante Él sólo está mi verdad. Sabe cómo soy. Conoce mi vida, mi historia, mi corazón, con mis luces y mis sombras. Y Jesús da gracias al Padre por mí. Quiero hacer el ejercicio de imaginarme sus palabras. Me cuesta pensar que Jesús pueda dar gracias por mí. Alabar a Dios porque me ha creado. Me cuesta creerlo porque sé que Él me conoce en mi fragilidad. Sabe cómo es mi vida y me mira hasta el fondo. Me emociona pensar que Él alabe por mí. Que dé gracias por mi belleza, por mi compañía, por lo que soy. No me pide cambiar. No me pone condiciones. ¿Cuál sería la oración de Jesús por mí? Me la quiero imaginar. ¿Creo de verdad que mi pequeñez es para él motivo de ternura y llave para llegar a mí? Jesús, en la tierra, muchas veces se sintió impotente ante los poderosos y los sabios. Porque sentía que ellos no necesitaban nada. Porque juzgaban con sus categorías inamovibles, con sus moldes rígidos. A mí me pasa a veces. No hay grieta si estoy sellado. No hay puerta si me creo que lo sé todo y me muestro seguro, impenetrable. Pero Jesús se conmueve ante los hombres de mirada inocente. Ante su debilidad se muestra impotente. Ellos son capaces de nacer de nuevo y volver a ser niños. Ellos logran volver a empezar cada día con el corazón recién estrenado, joven. Ellos son capaces de asombrarse ante el amor sin medida de Jesús. Sus amigos sanan la pena de Jesús. Muchas veces otros lo juzgan desde fuera y lo meten en categorías sin dejarse tocar por Él. Jesús es para ellos el que cura en sábado. El que come con pecadores. Pero los sencillos lo aceptan y lo quieren como es. ¿Cómo es mi mirada en la vida? ¿Sé mirar a Dios en profundidad, detrás de las cosas, de los acontecimientos, más allá de la norma, de lo que parece? ¿Alabo yo a Dios por los demás, le doy gracias por lo que son, por lo que son para mí, por su belleza, por haberlos puesto en mi camino? Ojalá hoy pueda hacer un rato de silencio. Ojalá pueda ahí escuchar en mi interior la oración de gracias de Jesús por mí. ¿Qué dice? También quiero yo alabar hoy a Dios. Lo quiero hacer dando gracias por todos los que tengo a mi lado. Jesús ora conmovido. Le sale de lo más hondo esta oración de gracias. Así quiero yo alabar hoy por los que me ha regalado como compañeros de camino.
Quiero aprender a dar gracias por la vida que Dios me da. Alabar a Dios por sus regalos. Darle gracias por lo pequeño que me ha ocurrido en este año. Por los detalles que ha tenido Dios conmigo. Dar gracias por los grandes regalos de los que he sido testigo. Por la vida que Dios me entrega cada día. Repaso los misterios de mi vida y doy gracias porque Dios en ellos me revela cuánto me ama. Doy gracias por esa cercanía de Dios que me muestra su amor. A veces me cuesta verlo. Tal vez no soy sencillo y no sé verlo en mi vida. Tengo un profundo anhelo de sencillez. Pero a veces me complico. Jesús se movía entre gente sencilla. Entre personas que no eran sabias ni entendidas en los temas de Dios. Tal vez no conocían las Escrituras y no sabían cómo era Dios. Pero en su corazón estaban muy cerca de Él. Eran sencillos. No tenían grandes pretensiones. No buscaban comprender totalmente a Dios. Sólo intuían en su corazón un amor sencillo de Dios. Un amor cercano. Eso es lo que yo quiero agradecer a Dios al final del curso. Quiero mirar mi vida con sencillez y darle gracias por tantos detalles cotidianos de su amor. A veces pierdo la sencillez y me vuelvo complicado y exigente. Me gustan las personas sencillas, sin muchos recovecos, sin tantas obsesiones y manías. Decía el P. Kentenich: «Sólo quien sea un niño sencillo podrá edificar un mundo nuevo»[4]. Un corazón sencillo y simple para construir un mundo nuevo. Para forjar una nueva manera de mirar la vida. Una forma nueva de construir. Eso me gusta. Ser más niño para pensar con sencillez la vida. Las cosas son como son. No tengo que darle más vueltas. Quiero dejar de lado los prejuicios. Tengo demasiados juicios formados en mi corazón ante la realidad. Antes de que suceda algo ya tengo mis pretensiones. Me obsesiono por lo que temo que ocurra. Me enredo en mis sentimientos. Juzgo, interpreto, condeno, rechazo. Deseo tener un corazón sencillo. Un corazón que no se enrede en falsedades y expectativas. Un corazón abierto y simple. Como el de los niños. Lo blanco es blanco. Lo negro es negro. Y no le doy más vueltas a la vida. Me doy con sencillez. No desde mis pretensiones. No desde mis títulos y logros. Sin muchas expectativas. Desde mi verdad de niño. Desde mi inocencia pura y virgen que confía siempre. Quiero tener esa sencillez para mirar a las personas en su verdad sin juzgarlas. No quiero complicarme la vida de forma innecesaria. Es como si Dios revelara lo importante a la gente sencilla. Me lo quiere revelar hoy a mí. Pienso en los pastorcillos de Fátima. Solamente a ellos se les apareció la Virgen. Y eso que muchos buscaron lo mismo. Casi se lo exigieron a Dios. Los niños que no lo buscaban pudieron ver a María. Tenían una mirada pura e inocente. Eran pastores sencillos. Sin gran formación teológica. Y fue a ellos a los que vino María. Siempre me sorprende ese amor de Dios por los sencillos. ¿Soy yo sencillo? Tantas veces creo que me enredo y complico yo solo. Tengo pretensiones. Vivo exigiéndole a Dios y pidiéndole a la vida lo que no me puede dar. Todo lo interpreto y lo juzgo desde mis experiencias previas. Y condeno. Y repruebo. No tengo un corazón sencillo, libre, descomplicado. Un corazón libre que acepta la vida como es. Me gustaría tener un corazón así.
Después de orar, Jesús se dirige a los suyos. Les habla de Dios. Eso lo hace siempre Él. Igual que María. Habla a los hombres del amor de Dios. Les dice que en su amor está el amor de Dios Padre. Es verdad. Su amor sin medida, hasta el extremo. Su amor que se hace carne, incondicional, tierno, personal, eterno. Su amor profundo, humano, vivo, cercano, paciente. Ese amor que perdona mil veces y vuelve a creer. Ese amor que espera ante mi puerta. Ese amor que sale a buscarme y me llama. Ese amor sólo puede ser de Dios. Jesús y el Padre son uno y Jesús se dedicó a revelar toda su vida, con palabras y con gestos, cómo es ese amor de Dios por cada uno. Les habla con una ternura impresionante. Con la misma ternura con la que ha hablado a su Padre les habla a sus amigos, a sus hijos: «Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo; y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera». A veces asocio a Dios con trabajo, con exigencia, con sacrificio, con normas y prohibiciones, con algo serio y denso. Pero no es así. Jesús es mi descanso. Él carga con mi carga. Estar con Él me libera de la carga. Escucho esta afirmación de Jesús y me relajo, estoy en casa, en mi hogar. Me pongo en zapatillas. Quiero ir hasta Él. Me dice: «Venid a mí». Me gusta esta invitación. Hay tanta gente que huye. Yo mismo a veces huyo de compromisos, de responsabilidades, de líos, de esfuerzos. Huyo de gente que demanda. Y Jesús me dice que cuando esté cansados vaya a Él. ¿Estoy cansado y agobiado? ¿Por qué? ¿Qué me inquieta? ¿No será que quiero tener el control de todo? Quiero aprender a descansar en Jesús y a poner mi vida en sus manos. No me dice que me arreglará los problemas, pero sí que aliviará mi carga, mi cansancio, mi agobio. El peso lo lleva Él. Ya lo cargó un día para siempre. Y me gusta pensar que Dios es así. Él es mi descanso, mi roca, mi hogar en una noche fría. Es mi puerto en la tormenta, mi camino en la encrucijada. Es el lugar de mi abrazo, el pozo donde puedo beber. Y no es una lista de deberes. Mi carga es ligera, me dice Jesús. Pero a veces mi carga me pesa. Y a mi alrededor veo tantos hombres con cargas pesadas. Le pido a Jesús que las tome, que llegue a ellos, para darles fuerzas. Le pido que se ponga debajo para sostener, que los aliente, que los alivie. Le pido que mande ángeles humanos para consolar. Que me ayude a mí para ser para otros descanso y alivio. Creo que estoy en este mundo para hacer lo que Jesús hacía: sostener y ayudar a llevar la carga. Eso es vivir en Cristo. Sé que su yugo es llevadero y su carga es ligera.
Muchas veces me quejo de mi carga ante los hombres, ante Dios. Estoy cansado. Decía el P. Kentenich: «¿De dónde proviene que mi alma esté tan cansada, con las alas quebradas? ¿No habrá sucedido también en mi vida que he visto demasiado las fuentes de alegría como fuentes de alegría sensible? Es posible que, como sacerdotes modernos, nos hayamos ido quebrando cada vez más por ese motivo. ¿No me habré acostumbrado demasiado poco a concebir también las alegrías espirituales-naturales y espirituales-sobrenaturales como las que más me llegan y más se ajustan a mi condición? ¡Redefinición de los valores!»[5]. Me canso con todo lo que me toca hacer. Tal vez he puesto mi seguridad en el mundo. Mi paz en las cosas que pasan y cambian. Y no tanto en Dios. Al final del curso el cansancio se acusa y me cuesta encontrar tanta alegría en lo que hago. Llego desfondado y necesito descansar. El descanso en Dios siempre es el más importante. Leía el otro día: «Lo más sensato es asumir la actitud de un niño. No tienes que hacer nada, sólo descansar en los brazos de Dios. Es un ejercicio de ser, más que de hacer. Probablemente podrás llegar a lo que quieres como mayor efectividad y gozo»[6]. Una actitud filial para abandonar mi vida en los brazos de Dios. Es el sueño que persigo. A veces veo a tantas personas que están siempre cansadas y agobiadas. Tal vez pretenden controlarlo todo, que salga todo perfecto y se cargan demasiado. Tantas veces escucho este grito en el alma de las personas. Me parezco yo también a ellos. Necesito descansar. Y hoy oigo que Jesús me dice que vaya hasta Él. Que le cuente lo que me pasa. No quiero que me deje solo. Quiere hacerme libre, quiere que descanse en Él, que le entregue las riendas. Él me aliviará. Quiero ser como ese niño que descansa en su padre. Sé que necesito cambiar de actividades cuando se acerca el verano. A veces no es posible descansar y dejar de lado lo que me pesa. Lo compruebo con frecuencia, cargo con todo. Tal vez lo que me pesa forma parte de mi vocación, de mi camino, de mi realidad familiar. ¿Cómo se puede cambiar lo que me toca vivir y aceptar, cargar y sobrellevar? No se puede cambiar la realidad a mi antojo. Ese descanso en el que dejo de sufrir el peso que llevo sobre mis hombros tal vez no es posible. Pero sí necesito encontrar formas de descansar que me ayuden a coger fuerzas. ¿Dónde cargo el corazón de energía para el próximo curso? ¿Dónde me recupero pensando en el comienzo del próximo año? A veces las vacaciones no me descansan. ¿Por qué? Tal vez enfoco más este tiempo libre. A lo mejor no sé descansar y no sé hacer lo que realmente me conviene, lo que me relaja y libera. Quiero aprender a descansar en las pocas o muchas vacaciones que tenga. Hacer algo distinto. Cambiar de hábitos, de costumbres. Hacer cosas diferentes. Cuidar los vínculos. Desconectar de todo lo que me estresa. A lo mejor las vacaciones son una oportunidad para hacer cosas diferentes. Aprovechar el tiempo para estar con los que más quiero. Con los que más me quieren. ¿Y dónde entra Dios en mi descanso? Dejo la rutina del invierno y me cuesta colocar a Dios en vacaciones. Parece que no tengo tiempo para Él. Ya no cabe en mi tiempo libre. No sé descansar en su presencia. ¿Cómo hago de la oración un tiempo de descanso en Dios? ¿Cómo aprovecho la lectura para descansar? Tendría que elegir las formas que más me ayudan. El tiempo libre se me escapa de las manos, pasa rápido. Me cuesta entenderlo. Pero es así. Pronto llega de nuevo el invierno. Tengo que aprender a llenar los pulmones de aire fresco. Renovarme en mis ideales. Anhelar ser más santo de lo que he sido hasta ahora. Confiar más en los planes de Dios que no entiendo. Son las vacaciones una oportunidad para hundirme más en el corazón de Dios. Su yugo es llevadero. Su carga es suave. Y yo a veces veo la oración como una obligación, como una carga. Quiero descansar en el silencio.
Lo tengo claro, no es el sufrimiento lo que me salva. La verdad es que sólo me salva Jesucristo. No elijo el sufrimiento entonces cuando opto por la puerta estrecha a la que Dios me llama. Porque Jesús es precisamente esa puerta oculta, escondida, esa puerta aparentemente inaccesible que a veces tardo tanto en encontrar. Seguir a Jesús no significa sufrir necesariamente. No es eso lo que me muestra en su vida en la tierra. Quiere que lo siga a Él en un camino de plenitud. Un camino de esperanza y de fe. Que descanse en Él. Sé que habrá luchas y esfuerzo. Pero es un camino de luz y de esperanza. Por eso opto por Jesús y no opto por sufrir. Entre sufrir y no sufrir, no necesariamente veo que sea más de Dios el camino en el que más se sufre. Opto por Él, por el camino en el que Él está. En el que Él me espera. Me gusta mirar así a Jesús. Y pensar que abrazar su vida saca lo mejor de mí. Me hace más pleno. Me llena de vida. Me calma y descansa y colma mi corazón insatisfecho. Decía Jean Vanier: «Todos tenemos el deseo de que las cosas salgan bien. Pero cuando el sufrimiento y la muerte nos golpean. No sólo es difícil soportarlo. También comprenderlo, y destruye el ideal que tenemos. Quizás cada uno de nosotros pierde la cabeza ante el sufrimiento. Porque no comprendemos». Sé que no puedo evitar el sufrimiento. Tendré mi cuota de él en el camino. Sé que el sufrimiento duele, rompe mi esperanza y acaba con mis sueños. Ese sufrimiento que no elijo y sucede. El sufrimiento impuesto por la vida. Tantas veces me cuesta comprender el sentido del sufrimiento. Parece más heroico escoger el camino del esfuerzo y la renuncia. Es como si al hacerlo me erigiera en un testimonio de vida para otros. Pero no lo creo. No creo que el camino en el que hay más sufrimiento tenga más valor. Miro a Jesús. Y sólo si veo que Jesús me pide caminar con Él, siguiendo sus huellas, abrazando sus pasos, lo hago. Y paso por la puerta estrecha que es su corazón herido. Me gusta ver cómo Jesús libera al hombre que sufre cuando pasa por la tierra. Leía el otro día: «La curación de los enfermos y la liberación de los endemoniados son su reacción contra la miseria humana. Anuncian ya la victoria final de su misericordia liberando al mundo de un destino marcado fatalmente por el sufrimiento y la desgracia. Jesús no realizaba sus curaciones para probar su autoridad divina o la veracidad de su mensaje. Sus curaciones, más que una prueba del poder de Dios, son un signo de su misericordia, tal como la capta Jesús»[1]. Jesús libera del dolor y del sufrimiento por misericordia. Salva al hombre apresado. Sé que no quiere que yo sufra. Le importan mis lágrimas y mi angustia. Le importa mi cansancio y mi carga. A veces no siento su cercanía. Y le pido quedar libre de lo que me hace sufrir. Pero no sucede. Y me rebelo contra sus planes. No veo en mi sufrimiento un motivo de salvación. Jesús me dio la vida no para sufrir. Sino para amar a otros. Quiere que tenga paz. Quiere que pueda hacer el bien. Quiere que su yugo sea llevadero. Quiere que haga el bien a muchos. No quiere que sufra. Sé que el sufrimiento me impide amar bien. Hay sufrimientos ineludibles. Llegan de pronto, sin aviso. Una pérdida, un fracaso, una renuncia. Cada uno podría enumerar el número de sufrimientos a los que se enfrenta. Yo tengo mi lista. Es cierto que en ocasiones sufrir me hace más libre. Más humano. Más maduro. Más de Dios. No depende todo del tipo de sufrimiento sino de mi actitud ante el mismo. Depende de mí. De cómo enfrente el dolor y la angustia. De cómo mire a los ojos lo que me hace sufrir. Se habla mucho hoy de resiliencia. Esa capacidad para enfrentar momentos de dolor y dificultad y salir adelante. La soledad y las desgracias de mi camino. Las contrariedades inesperadas. La enfermedad con la que no contaba. El envejecimiento. El fracaso en mis proyectos. A veces oigo una frase que me cuesta un poco: «Eres un escogido de Dios que te bendice con la cruz». Casi prefiero sufrir menos y no ser su favorito, ni su gran amigo. No lo quiero si estar con Él va a ser así. No, mi corazón no está hecho para el sufrimiento y se rebela ante el dolor. Prefiere la paz y la alegría. El descanso en Él. Quiero el ideal de una vida en plenitud en la que pueda amar y ser amado hasta el extremo. Me duele sufrir. No encuentro el sentido. ¿Qué sentido tienen tantas cruces que veo a mi alrededor? No lo sé. Y no creo que Dios tenga sus amigos predilectos a los que carga con las cruces más pesadas sólo porque son sus amigos. A veces los hombres lo hacemos así. Cargamos a los que más queremos. A veces les exigimos más. Pero Dios no es así. Lo que sí sé es que en medio de la cruz que cargo Jesús me sostiene. Levanta mi vida herida. Y salva mis pasos cuando se hunden.
Quiero vivir la vida con paz y no sufrir tanto sin motivo. Hago planes y no resultan. Pongo mi esperanza en objetivos que no alcanzo. Me empeño en caminos que no me dan la felicidad. Me ato sin darme cuenta y me esclavizo. Sé que muchos de mis sufrimientos son innecesarios o yo mismo me los invento. He puesto mi corazón en lo que no me hace bien. Y sufro de forma injustificada. Ese sufrimiento, lo sé, podría evitarlo. Podría dejar de sufrir si cambiara mi forma de mirar las cosas. Mi manera de entender la vida. Hay sufrimientos que puedo evitar. En ocasiones sufro porque interpreto lo que los demás piensan y sienten. Creo que me critican cuando tal vez no lo hacen. Pienso que no me aceptan cuando no es verdad. O le doy demasiado peso a su rechazo. Espero más de los demás de lo que pueden darme. O pretendo que comprendan mis expectativas y no están justificadas. No puedo exigirles lo que no pueden darme. Tengo que besar mi vida como es. Aceptar la realidad que vivo. Sin soñar con cambios imposibles. O pretender soluciones inviables. Necesito que mi corazón madure. Y mis afectos se ordenen. Porque lo más difícil en la vida es educar mis sentimientos. Van de un lado para otro e imponen su ley en mi alma. Como en una montaña rusa paso de la euforia al más negro pesimismo. Y todo ello sin razones suficientes. Quiero madurar para que sean más sanos mi amor y mi entrega. Eso es lo que deseo. Que todos los sufrimientos que padezca no sean por la inmadurez de mi corazón. Porque eso sí que no tiene sentido. Hoy escucho: «Alégrate, hija de Sión; canta, hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso; modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica». Cambio la mirada. Viene Jesús a salvarme en la fuerza de su humildad. Eso me impresiona siempre. Viene a mí en un pollino, pobre, desvalido. Y yo sufro tantas veces porque quiero ganar, quiero ser fuerte, quiero imponerme a otros, quiero vencer en todas las batallas. Alegrarme por la pobreza de mi rey no me parece suficiente motivo. Tal vez es que no acabo de cambiar mi mirada. Alegrarme en medio del dolor. Alegrarme aunque no resultan mis planes. Ser manso y humilde. Jesús me dice hoy algo muy humano: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». En todo el Evangelio es lo único que Jesús me pide que aprenda de Él. Él es Dios en la tierra y de Él puedo aprender tantas cosas. Pero hoy sólo me pide dos. Mansedumbre y humildad de corazón. Jesús ama hasta el extremo. Acepta a todos sin mirar su procedencia. Mira siempre en el corazón del hombre. Es compasivo y misericordioso. Pero lo único que me pide es que sea manso y humilde. Eso me conmueve. Admiro a las personas mansas y humildes. Pero luego yo no soy así. Jesús vino para mostrarme el camino más directo hacia Dios. Quiere que deje modelar mi corazón en el suyo, mi vida en la suya. Él también templó su alma en el amor al Padre. Fue hijo, confió en su Padre, lo llamó, le imploró, se entregó a Él. Se hizo pobre, se hizo humilde y manso. Por eso me dice que aprenda de Él, que así encontraré el descanso para mi alma agobiada, exigida y cansada. Yo quiero ser manso y humilde de corazón. ¡Qué lejos estoy de ese ideal! Decía Santa Teresa: «Considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes». Necesito que Él lo haga realidad en mí. La fuerza de su Espíritu: «Si vivís según la carne, vais a la muerte; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis». Quiero vivir según Él para asemejarme a Él. Dejar de lado mi orgullo y mi ira. Mi impaciencia. Mi incapacidad de aceptar a los que son diferentes. Mi intolerancia. Mi deseo de destacar y vencer siempre. Es un don ser humilde y manso. Una gracia que le pido a Dios cada mañana. Quiero ser capaz de alegrarme cuando no sale todo bien y fracaso. Dejar de darme tanta importancia. O dejar de darle tanta importancia a las cosas que me pasan. Para eso necesito una cierta madurez en mi alma. Leía el otro día: «Quien ama completamente se da entero. Pero alguien ha de poseerse para poder darse. Dominarse personalmente. La personalidad, el autoconocimiento y el autodominio, son tres consecuencias y al tiempo condiciones imprescindibles en el amor pleno, consecuente, fecundo y maduro»[2]. Poseerme para darme. Tener una cierta estabilidad en mi ánimo para no cambiar de un estado a otro sin apenas darme cuenta. Logro así que no me afecten tanto las cosas que me dicen y las cosas que me pasan. Un fracaso no es el final de nada. Es la puerta que se me abre para una nueva oportunidad. Me hago más manso, más humilde. Una pérdida no es un vacío insuperable. Puedo caminar con la pérdida grabada en el alma. Sigo adelante. Una decepción puede hacerme más fuerte si la tomo en mis manos y le doy el valor justo que tiene. Así es la vida que Dios me regala. Eso lo tengo claro. Quiero ser más de Dios para descansar en Él y así poder tomar mi vida con todo lo que me sucede sin perder por un momento la alegría. Esa mirada sobre la vida es la que envidio en muchos santos que conozco. Decía el P. Kentenich: «En la vida espiritual, progresar significa poner menos el acento en la propia satisfacción y plenitud y ponerlo más en el amor desinteresado al otro. Cuanto más maduremos y más cerca estemos de Dios, tanto menor será el acento sobre nosotros mismos y sobre el provecho personal que podamos sacar de nuestra relación con los demás. Cuanto más maduros seamos, tanto más nuestra será la divisa: mi Dios y mi todo»[3]. Cambio así en la fuerza del Espíritu el acento que pongo en las cosas. Sólo Él puede cambiarme de verdad y hacerme manso y humilde. Quiero cambiar mi forma de echar raíces, de amar y esperar. En la fuerza del Espíritu Santo quiero madurar y progresar en mi vida espiritual.
Jesús habla al Padre de los hombres y a los hombres del Padre. Lo hace con ternura. Con amor de hijo, con amor de Padre. Jesús, en un momento de alegría, da gracias y alaba al Padre por los suyos. Pequeños. Escondidos. Quizás no los más sabios para el mundo. Lo alaba porque los quiere: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Si, Padre, así te ha parecido mejor». Alaba al Padre por las maravillas que ve que hace en las almas de sus amigos sencillos. De los pescadores que dejaron sus redes, de los pecadores convertidos. ¡Cuánto los quiere! Aún quedan muchos caminos por recorrer juntos. Jesús se alegra de no estar solo. De tener a estos hombres que lo aman y que por Él lo han dejado todo. Jesús ve en esos hombres sencillos la mirada pura que no tienen muchos fariseos y escribas. Ellos creen y no se cuestionan todas las cosas. En el pasaje anterior, Jesús se queja de la falta de fe de las ciudades donde ha hecho tantos milagros. Está triste porque tienen el corazón endurecido. Ahora se detiene y mira a los suyos. Ve sus ojos y sus manos dispuestas. Ve sus pies preparados para seguirlo. Y alaba a Dios por ellos. Los suyos son su consuelo, son causa de su alegría. Son motivo de alabanza a su Padre. Se siente querido por ellos. No siempre lo comprenden pero creen en Él y se fían. Hoy me detengo a pensar. Me conmueve pensar que Jesús pueda dar gracias y alabar por mí al Padre. Lo miro. Él me conoce. Ante Él sólo está mi verdad. Sabe cómo soy. Conoce mi vida, mi historia, mi corazón, con mis luces y mis sombras. Y Jesús da gracias al Padre por mí. Quiero hacer el ejercicio de imaginarme sus palabras. Me cuesta pensar que Jesús pueda dar gracias por mí. Alabar a Dios porque me ha creado. Me cuesta creerlo porque sé que Él me conoce en mi fragilidad. Sabe cómo es mi vida y me mira hasta el fondo. Me emociona pensar que Él alabe por mí. Que dé gracias por mi belleza, por mi compañía, por lo que soy. No me pide cambiar. No me pone condiciones. ¿Cuál sería la oración de Jesús por mí? Me la quiero imaginar. ¿Creo de verdad que mi pequeñez es para él motivo de ternura y llave para llegar a mí? Jesús, en la tierra, muchas veces se sintió impotente ante los poderosos y los sabios. Porque sentía que ellos no necesitaban nada. Porque juzgaban con sus categorías inamovibles, con sus moldes rígidos. A mí me pasa a veces. No hay grieta si estoy sellado. No hay puerta si me creo que lo sé todo y me muestro seguro, impenetrable. Pero Jesús se conmueve ante los hombres de mirada inocente. Ante su debilidad se muestra impotente. Ellos son capaces de nacer de nuevo y volver a ser niños. Ellos logran volver a empezar cada día con el corazón recién estrenado, joven. Ellos son capaces de asombrarse ante el amor sin medida de Jesús. Sus amigos sanan la pena de Jesús. Muchas veces otros lo juzgan desde fuera y lo meten en categorías sin dejarse tocar por Él. Jesús es para ellos el que cura en sábado. El que come con pecadores. Pero los sencillos lo aceptan y lo quieren como es. ¿Cómo es mi mirada en la vida? ¿Sé mirar a Dios en profundidad, detrás de las cosas, de los acontecimientos, más allá de la norma, de lo que parece? ¿Alabo yo a Dios por los demás, le doy gracias por lo que son, por lo que son para mí, por su belleza, por haberlos puesto en mi camino? Ojalá hoy pueda hacer un rato de silencio. Ojalá pueda ahí escuchar en mi interior la oración de gracias de Jesús por mí. ¿Qué dice? También quiero yo alabar hoy a Dios. Lo quiero hacer dando gracias por todos los que tengo a mi lado. Jesús ora conmovido. Le sale de lo más hondo esta oración de gracias. Así quiero yo alabar hoy por los que me ha regalado como compañeros de camino.
Quiero aprender a dar gracias por la vida que Dios me da. Alabar a Dios por sus regalos. Darle gracias por lo pequeño que me ha ocurrido en este año. Por los detalles que ha tenido Dios conmigo. Dar gracias por los grandes regalos de los que he sido testigo. Por la vida que Dios me entrega cada día. Repaso los misterios de mi vida y doy gracias porque Dios en ellos me revela cuánto me ama. Doy gracias por esa cercanía de Dios que me muestra su amor. A veces me cuesta verlo. Tal vez no soy sencillo y no sé verlo en mi vida. Tengo un profundo anhelo de sencillez. Pero a veces me complico. Jesús se movía entre gente sencilla. Entre personas que no eran sabias ni entendidas en los temas de Dios. Tal vez no conocían las Escrituras y no sabían cómo era Dios. Pero en su corazón estaban muy cerca de Él. Eran sencillos. No tenían grandes pretensiones. No buscaban comprender totalmente a Dios. Sólo intuían en su corazón un amor sencillo de Dios. Un amor cercano. Eso es lo que yo quiero agradecer a Dios al final del curso. Quiero mirar mi vida con sencillez y darle gracias por tantos detalles cotidianos de su amor. A veces pierdo la sencillez y me vuelvo complicado y exigente. Me gustan las personas sencillas, sin muchos recovecos, sin tantas obsesiones y manías. Decía el P. Kentenich: «Sólo quien sea un niño sencillo podrá edificar un mundo nuevo»[4]. Un corazón sencillo y simple para construir un mundo nuevo. Para forjar una nueva manera de mirar la vida. Una forma nueva de construir. Eso me gusta. Ser más niño para pensar con sencillez la vida. Las cosas son como son. No tengo que darle más vueltas. Quiero dejar de lado los prejuicios. Tengo demasiados juicios formados en mi corazón ante la realidad. Antes de que suceda algo ya tengo mis pretensiones. Me obsesiono por lo que temo que ocurra. Me enredo en mis sentimientos. Juzgo, interpreto, condeno, rechazo. Deseo tener un corazón sencillo. Un corazón que no se enrede en falsedades y expectativas. Un corazón abierto y simple. Como el de los niños. Lo blanco es blanco. Lo negro es negro. Y no le doy más vueltas a la vida. Me doy con sencillez. No desde mis pretensiones. No desde mis títulos y logros. Sin muchas expectativas. Desde mi verdad de niño. Desde mi inocencia pura y virgen que confía siempre. Quiero tener esa sencillez para mirar a las personas en su verdad sin juzgarlas. No quiero complicarme la vida de forma innecesaria. Es como si Dios revelara lo importante a la gente sencilla. Me lo quiere revelar hoy a mí. Pienso en los pastorcillos de Fátima. Solamente a ellos se les apareció la Virgen. Y eso que muchos buscaron lo mismo. Casi se lo exigieron a Dios. Los niños que no lo buscaban pudieron ver a María. Tenían una mirada pura e inocente. Eran pastores sencillos. Sin gran formación teológica. Y fue a ellos a los que vino María. Siempre me sorprende ese amor de Dios por los sencillos. ¿Soy yo sencillo? Tantas veces creo que me enredo y complico yo solo. Tengo pretensiones. Vivo exigiéndole a Dios y pidiéndole a la vida lo que no me puede dar. Todo lo interpreto y lo juzgo desde mis experiencias previas. Y condeno. Y repruebo. No tengo un corazón sencillo, libre, descomplicado. Un corazón libre que acepta la vida como es. Me gustaría tener un corazón así.
Después de orar, Jesús se dirige a los suyos. Les habla de Dios. Eso lo hace siempre Él. Igual que María. Habla a los hombres del amor de Dios. Les dice que en su amor está el amor de Dios Padre. Es verdad. Su amor sin medida, hasta el extremo. Su amor que se hace carne, incondicional, tierno, personal, eterno. Su amor profundo, humano, vivo, cercano, paciente. Ese amor que perdona mil veces y vuelve a creer. Ese amor que espera ante mi puerta. Ese amor que sale a buscarme y me llama. Ese amor sólo puede ser de Dios. Jesús y el Padre son uno y Jesús se dedicó a revelar toda su vida, con palabras y con gestos, cómo es ese amor de Dios por cada uno. Les habla con una ternura impresionante. Con la misma ternura con la que ha hablado a su Padre les habla a sus amigos, a sus hijos: «Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo; y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera». A veces asocio a Dios con trabajo, con exigencia, con sacrificio, con normas y prohibiciones, con algo serio y denso. Pero no es así. Jesús es mi descanso. Él carga con mi carga. Estar con Él me libera de la carga. Escucho esta afirmación de Jesús y me relajo, estoy en casa, en mi hogar. Me pongo en zapatillas. Quiero ir hasta Él. Me dice: «Venid a mí». Me gusta esta invitación. Hay tanta gente que huye. Yo mismo a veces huyo de compromisos, de responsabilidades, de líos, de esfuerzos. Huyo de gente que demanda. Y Jesús me dice que cuando esté cansados vaya a Él. ¿Estoy cansado y agobiado? ¿Por qué? ¿Qué me inquieta? ¿No será que quiero tener el control de todo? Quiero aprender a descansar en Jesús y a poner mi vida en sus manos. No me dice que me arreglará los problemas, pero sí que aliviará mi carga, mi cansancio, mi agobio. El peso lo lleva Él. Ya lo cargó un día para siempre. Y me gusta pensar que Dios es así. Él es mi descanso, mi roca, mi hogar en una noche fría. Es mi puerto en la tormenta, mi camino en la encrucijada. Es el lugar de mi abrazo, el pozo donde puedo beber. Y no es una lista de deberes. Mi carga es ligera, me dice Jesús. Pero a veces mi carga me pesa. Y a mi alrededor veo tantos hombres con cargas pesadas. Le pido a Jesús que las tome, que llegue a ellos, para darles fuerzas. Le pido que se ponga debajo para sostener, que los aliente, que los alivie. Le pido que mande ángeles humanos para consolar. Que me ayude a mí para ser para otros descanso y alivio. Creo que estoy en este mundo para hacer lo que Jesús hacía: sostener y ayudar a llevar la carga. Eso es vivir en Cristo. Sé que su yugo es llevadero y su carga es ligera.
Muchas veces me quejo de mi carga ante los hombres, ante Dios. Estoy cansado. Decía el P. Kentenich: «¿De dónde proviene que mi alma esté tan cansada, con las alas quebradas? ¿No habrá sucedido también en mi vida que he visto demasiado las fuentes de alegría como fuentes de alegría sensible? Es posible que, como sacerdotes modernos, nos hayamos ido quebrando cada vez más por ese motivo. ¿No me habré acostumbrado demasiado poco a concebir también las alegrías espirituales-naturales y espirituales-sobrenaturales como las que más me llegan y más se ajustan a mi condición? ¡Redefinición de los valores!»[5]. Me canso con todo lo que me toca hacer. Tal vez he puesto mi seguridad en el mundo. Mi paz en las cosas que pasan y cambian. Y no tanto en Dios. Al final del curso el cansancio se acusa y me cuesta encontrar tanta alegría en lo que hago. Llego desfondado y necesito descansar. El descanso en Dios siempre es el más importante. Leía el otro día: «Lo más sensato es asumir la actitud de un niño. No tienes que hacer nada, sólo descansar en los brazos de Dios. Es un ejercicio de ser, más que de hacer. Probablemente podrás llegar a lo que quieres como mayor efectividad y gozo»[6]. Una actitud filial para abandonar mi vida en los brazos de Dios. Es el sueño que persigo. A veces veo a tantas personas que están siempre cansadas y agobiadas. Tal vez pretenden controlarlo todo, que salga todo perfecto y se cargan demasiado. Tantas veces escucho este grito en el alma de las personas. Me parezco yo también a ellos. Necesito descansar. Y hoy oigo que Jesús me dice que vaya hasta Él. Que le cuente lo que me pasa. No quiero que me deje solo. Quiere hacerme libre, quiere que descanse en Él, que le entregue las riendas. Él me aliviará. Quiero ser como ese niño que descansa en su padre. Sé que necesito cambiar de actividades cuando se acerca el verano. A veces no es posible descansar y dejar de lado lo que me pesa. Lo compruebo con frecuencia, cargo con todo. Tal vez lo que me pesa forma parte de mi vocación, de mi camino, de mi realidad familiar. ¿Cómo se puede cambiar lo que me toca vivir y aceptar, cargar y sobrellevar? No se puede cambiar la realidad a mi antojo. Ese descanso en el que dejo de sufrir el peso que llevo sobre mis hombros tal vez no es posible. Pero sí necesito encontrar formas de descansar que me ayuden a coger fuerzas. ¿Dónde cargo el corazón de energía para el próximo curso? ¿Dónde me recupero pensando en el comienzo del próximo año? A veces las vacaciones no me descansan. ¿Por qué? Tal vez enfoco más este tiempo libre. A lo mejor no sé descansar y no sé hacer lo que realmente me conviene, lo que me relaja y libera. Quiero aprender a descansar en las pocas o muchas vacaciones que tenga. Hacer algo distinto. Cambiar de hábitos, de costumbres. Hacer cosas diferentes. Cuidar los vínculos. Desconectar de todo lo que me estresa. A lo mejor las vacaciones son una oportunidad para hacer cosas diferentes. Aprovechar el tiempo para estar con los que más quiero. Con los que más me quieren. ¿Y dónde entra Dios en mi descanso? Dejo la rutina del invierno y me cuesta colocar a Dios en vacaciones. Parece que no tengo tiempo para Él. Ya no cabe en mi tiempo libre. No sé descansar en su presencia. ¿Cómo hago de la oración un tiempo de descanso en Dios? ¿Cómo aprovecho la lectura para descansar? Tendría que elegir las formas que más me ayudan. El tiempo libre se me escapa de las manos, pasa rápido. Me cuesta entenderlo. Pero es así. Pronto llega de nuevo el invierno. Tengo que aprender a llenar los pulmones de aire fresco. Renovarme en mis ideales. Anhelar ser más santo de lo que he sido hasta ahora. Confiar más en los planes de Dios que no entiendo. Son las vacaciones una oportunidad para hundirme más en el corazón de Dios. Su yugo es llevadero. Su carga es suave. Y yo a veces veo la oración como una obligación, como una carga. Quiero descansar en el silencio.