“En una plaza vacía nada vendía el vendedor…”, así comienza la célebre canción de Mocedades. Confieso que cuando la escuchaba se me erizaba la piel solo de pensar que una plaza pudiera estar vacía en pleno atardecer. Hoy, cientos de plazas que normalmente han estado atiborradas de gente, ahora solo ven pasar uno que otro transeúnte que anda con salvoconducto o quizás a algún animal que podrá estar preguntándose ¿y dónde andan los humanos?
Miles de personas alrededor del mundo vimos el pasado viernes en directo una de tantas plazas que hoy están vacías: la de San Pedro en Roma. Era una tarde lluviosa propia de esta naciente primavera y en medio de ella salió el Papa Francisco, quien usualmente es saludado con efusividad (a veces de una manera no muy delicada) por tantísimos fieles que llegan allí de todos lados. Pero el viernes caminó como si se tratase de un peregrino más. Y con la voz entrecortada y conmovido hasta lo más profundo comenzó a hablar…
Nos recordó en este discurso extraordinario que antecedió la bendición Urbi et Orbi el famoso pasaje bíblico de la Tempestad Calmada (Mc 4, 35 – 41), luego de que los discípulos de Jesús, navegando en medio de la tormenta le preguntan si no le importaba lo que estaba pasando. “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”, les dijo Jesús.
“La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas”, indicó el Papa en este histórico discurso, bien cierto. Son momentos como el que vive hoy la humanidad los que nos enfrentan con nosotros mismos porque nos despojan de aquello que considerábamos esencial. Son ocasiones dolorosamente privilegiadas en los que se nos invitan a cambiar aquello que no está bien en nosotros. Quizás en el silencio de nuestras casas, rodeados de quienes más queremos, encontraremos la calma para examinar hasta el fondo nuestras conciencias, para orar aunque no acudamos a una iglesia, para ayunar incluso de la Eucaristía y palpar así nuestra sed infinita de Dios.
Oportunidades como esta se convierten pues, como dijo el Papa en “un momento de elección”. Quizás tendremos que adoptar una vida más sencilla, quizás sea un llamado para pensar más en los demás. Valoraremos más la presencia física de nuestros seres queridos y descubriremos que actividades tan cotidianas como salir al parque, desplazarme para ir a trabajar o participar de una reunión multitudinaria hacen parte del milagro diario de vivir. Estos tiempos de pandemia pueden ser una oportunidad para que redescubramos “lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es”.
Y mientras que la mayoría de nosotros permanecemos en casa, podemos valorar el trabajo silencioso y a la vez heróico de aquellos que no pueden guardar la cuarentena: “médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo”, puntualizó el Papa en su discurso. Este es también un tiempo para destacar la heroicidad de quienes se quedan en casa: “madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. (…) La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras”.
En una plaza vacía estuvimos millones de hombres y mujeres representados (no solo católicos sino también todo aquel que quiso unirse en oración) Ojalá no se nos olvide este tiempo tan intenso, esta cuaresma - cuarentena y ojalá una vez pasada esta tormenta la humanidad ya no sea la misma y podamos “reencontrar la vida que nos espera, mirar a aquellos que nos reclaman, potenciar, reconocer e incentivar la