La ORACION sigue siendo el encuentro mas cotidiano con Dios. Supone una entrega total a El para que sea una Oración sincera y valiosa. Continuamos con el tema que trata el P. JACQUES PHILIPPE

ENTREGARSE ENTERAMENTE A DIOS

Para continuar tratando sobre las actitudes básicas que permiten la perseverancia y el avance en la vida de oración, ha llegado el momento de decir algunas palabras sobre el estrecho lazo, en ambos sentidos, que existe entre la vida de oración y el resto de la vida cristiana. 

Esto significa que, con frecuencia, lo que es fundamental para el progreso y la profundidad de nuestra oración, no es lo que hacemos en esos momentos, sino lo que hacemos fuera de ellos. El progreso en la oración es esencialmente un progreso en el amor, en la pureza de corazón; y el verdadero amor se manifiesta mejor fuera de la oración que durante ella. Daremos algunos ejemplos. Sería completamente ilusorio el hecho de pretender adelantar en la oración, si toda nuestra vida no está marcada por un profundo y sincero deseo de darnos por completo a Dios, de conformar lo más plenamente posible a su voluntad toda nuestra vida. Sin eso, la vida de piedad toca techo muy pronto: el único medio de que Dios se nos entregue totalmente (lo que es el objeto de la oración) es que nosotros nos entreguemos totalmente a El.

El que no entrega todo, no lo poseerá todo. Si guardamos una «zona reserva da» en nuestra vida, algo que no queremos abandonar en Dios, por ejemplo, un defecto —incluso pequeño— que aceptamos deliberadamente sin hacer nada por corregirlo, una desobediencia consciente, una negativa a perdonar..., todo eso esteriliza la vida de oración. Maliciosamente, unas religiosas planteaban esta pregunta a san Juan de la Cruz. «debemos hacer para entrar en éxtasis?» Y, basándose en el sentido etimológico de la palabra «éxtasis», el santo respondía que renunciando a la propia voluntad y haciendo la de Dios. Pues el éxtasis no es otra cosa que salir el alma de sí y quedar suspensa en Dios. Y que eso es lo que hace quien obedece; pues sale de sí y de su voluntad propia, y, así desprendido, puede unirse a Dios. Para entregarse a Dios hay que desprenderse de uno mismo. 

El amor es de naturaleza extática: cuando es fuerte, se vive más en él que en sí mismo. Pero ¿cómo vivir algo de esta dimensión extática del amor en la oración, si a lo largo del día nos buscamos a nosotros mismos? ¿Si estamos demasiado apegados a las cosas materiales, a la comodidad, a la salud? ¿Si no soportamos la menor contrariedad? ¿Cómo podremos vivir en Dios si no somos capaces de olvidarnos de nosotros mismos en beneficio de nuestros hermanos? En la vida espiritual es preciso encontrar un equilibrio; y no siempre es fácil. Por una parte, hemos de aceptar nuestra miseria, no esperar a ser santos para comenzar a hacer oración. Por otra, sin embargo, debemos aspirar a la perfección.

Sin esta aspiración, sin ese deseo profundo y constante de santidad —in cluso si sabemos muy bien que no la conseguiremos por nuestras propias fuerzas, sino que ¡ sólo Dios puede conducirnos a ella!—, la oración será siempre algo superficial, un ejercicio piadoso que producirá escasos frutos pero, a fin de cuentas, nada más. Es propio de la naturaleza misma del amor tender a lo absoluto, es decir, a cierta locura en el don de uno mismo. También hemos de ser conscientes de que cierto estilo de vida puede favorecer extraordinariamente la oración o, por el contrario, dificultarla. ¿Cómo nos será posible recogemos en la presencia de Dios, si durante el resto del tiempo vivimos dispersos entre mil inquietudes y preocupaciones superficiales?; ¿si nos entregamos sin reparo a charloteos inútiles, a curiosidades vanas?; ¿si no mantenemos cierta reserva del corazón, de la mirada, de la mente, por la que rehuimos todo lo que podría distraemos y alejamos de un modo excesivo de lo Esencial? 

Ciertamente, no podemos vivir sin algunas distracciones, sin unos momentos de descanso; pero lo importante es saber volver siempre a Dios, que es la causa de nuestra unidad de vida, y vivir todas las co sas bajo su mirada y en relación con El. Sepamos también que el esfuerzo por afrontar cualquier circunstancia en un clima de abandono to tal, de serena confianza en Dios, por vivir el momento presente sin torturarnos por las preocupaciones del mañana, por tratar de hacer cada cosa tranquila mente, sin preocupamos por la siguiente, etc., con tribuye extraordinariamente al crecimiento de la vida de oración. No es fácil, pero es muy ventajoso tratar de conseguirlo en la medida de lo posible[2]. Es también muy importante aprender poco a poco a vivir continuamente bajo la mirada de Dios, en su presencia, en una especie de diálogo constante con El, recordándolo con la mayor frecuencia posible en medio de nuestras ocupaciones y viviendo cualquier situación en su compañía. Cuanto más nos esforcemos en hacerlo, más sencillo nos resultará hacer oración: ¡si no le abandonamos, le encontraremos más fácilmente en el momento de hacerla! 

La práctica de la oración debe tender también a la plegaria continua; no necesariamente en el sentido de una oración explícita, sino en el de una práctica constante de la presencia de Dios. Vivir así, bajo su mirada, nos hará libres. Con demasiada frecuencia vivimos bajo la mirada de los demás (por el temor a ser juzgados o por el afán de ser admirados), o bajo nuestra propia mirada (de complacencia o de autoacusación), pero solamente alcanzaremos la libertad interior cuando hayamos aprendido a vivir bajo la mirada amante y misericordiosa del Señor. Para ello, remitimos a los muy valiosos consejos del hermano Laurent de la Résurrection, un fraile carmelita del siglo XVII cocinero en el convento, que supo vivir en una profunda unión con Dios en medio de las ocupaciones más absorbentes. Al final del libro ofrecemos algunos extractos de sus cartas. Aún habría mucho que decir sobre el tema del lazo entre la oración y todos los demás aspectos del itinerario espiritual que, evidentemente, no pueden disociarse. 

Más adelante abordaremos algunos, pero, de momento, remitimos a la mejor fuente, especialmente a aquellos en los que la Iglesia ha reconocido una gracia especial de enseñanza en este terreno: Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Francisco de Sales, Teresa de Lisieux, por no citar más que algunos nombres. *** Todo lo dicho hasta ahora no responde todavía a esta pregunta. ¿cómo debemos hacer oración? ¿Cómo, concretamente, hemos de ocupar el tiempo dedicado a esta práctica? No tardaremos en dar la respuesta. Sin embargo, era indispensable empezar por esta introducción, pues los comentarios expuestos, además de ayudar a superar los obstáculos, describen cierto clima espiritual indispensable de adquirir, pues condiciona la sinceridad de nuestra oración y su progreso. Además, una vez comprendidos los aspectos que hemos esbozado, muchos falsos problemas relativos a la pregunta «¿qué de hacer para orar bien?», caen por su peso. Las actitudes descritas no están fundadas en la sabiduría humana, sino en el Evangelio. Son actitudes de fe, de abandono confiado en las manos de Dios, de pobreza de corazón, de infancia espiritual. Como habrá advertido el lector, esas actitudes deben ser la base no sólo de la vida de oración, sino de toda nuestra existencia. Ahí se revela también el es trecho lazo que existe entre la oración y la vida en su conjunto: la oración es una escuela, un ejercicio en el que comprendemos y practicamos algunos comportamientos —profundizando en ellos— cara al mundo y a nosotros mismos, y que poco a poco se convierten en el fundamento de nuestro modo de ser y de actuar. 

La oración crea en nosotros un «rasgo» de nuestro ser, rasgo que conservamos después en todo lo que tenemos que vivir y que nos permite, poco a poco, acceder a la paz, a la libertad interior, al verdadero amor a Dios y al prójimo en cualquier circunstancia. La oración es una escuela de amor, porque todas las virtudes que se practican en ella son las que permiten el crecimiento del amor en nuestro corazón. De ahí su vital importancia.