El libro de Jonás es un curioso relato que cuenta las desventuras de un profeta poco fiel, un pueblo incrédulo y un Dios irónico y persuasivo… más o menos como la vida misma.
El atractivo de Jonás radica en que es muy humano, es fácil congeniar con él. Desde el minuto uno de la historia nos cae bien porque nos parece un tipo muy normal, a pesar de verse envuelto en circunstancias poco normales. Dios le hace el encargo de predicar la destrucción de la potente ciudad de Nínive, a menos que sus habitantes se conviertan y abandonen su comportamiento depravado.
Una misión bastante delicada.
Primero, porque la inmensa ciudad está llena de incrédulos paganos que se van a burlar de él en el mejor de los casos. Segundo, porque se tiene que esforzar por un pueblo extranjero que no es el elegido. ¿Qué importancia tiene para Dios ésta ciudad indigna? Tercero, porque en el caso poco improbable de que le escuchen y se conviertan, la amenaza de Dios no se llevará a cabo, y el profeta quedará como un pájaro de mal Agüero, un predicador de desgracias y un tipo sospechoso. En ninguno de los casos, él sale airoso. Lo mejor es largarse en la dirección opuesta, lo más lejos y lo más rápido posible. ¿Quién le puede reprochar algo?
A partir de aquí, la historia se vuelve muy movida: tormentas, naufragios, ballenas y calamidades varias, persiguen al profeta hasta que entiende que Dios no le va a dejar tranquilo hasta que afronte su misión.
Cuando Dios quiere algo de nosotros, insiste hasta que lo consigue...
Finalmente, Jonás vuelve a Nínive de una forma rápida, expulsado directamente en la orilla adecuada por la ballena que se lo había tragado.
A veces damos mil vueltas creyendo huir de un problema o pensando que hemos dejado atrás ciertas cosas y, de repente, un día, nos despertamos comprendiendo que no hemos avanzado nada y estamos casi en el punto de partida…
Jonás predica y es escuchado. Nínive se convierte y abandona el pecado.
Y Jonás se enfada.
Se enfada porque, sentado en una loma, observa como la gran urbe pagana es perdonada y a cualquiera alcanza la misericordia de Dios, no solo al pueblo elegido. Se enfada porque su palabra ha quedado en entredicho y ya nunca se sabrá si no ha ocurrido ninguna catástrofe porque el pueblo se ha convertido o porque el profeta era falso. Se enfada porque es egoísta y vanidoso. No le importa Nínive, ni los demás, solo le importa él mismo y su imagen. Es capaz de desear la destrucción de la ciudad solo para quedar bien y para que Dios muestre su poder con los incrédulos.
Un poco como cualquiera de nosotros, que nos gustaría que hubiera reparto general de capones a todo el que nos lleva la contraria y que Dios mostrara su poder de vez en cuando para que se hiciera de respetar un poco…
Dios le dará la respuesta adecuada: tú Jonás, querido mío, te molestas por tus comodidades y banalidades, “¿Y no voy yo a compadecerme de Nínive, la metrópoli, donde viven más de ciento veinte mil personas que no distinguen el bien del mal?” (Jon 4, 11)
Nuestra visión de las cosas siempre es muy personal, reducida y egoísta.
Existe otro profeta en el AT que también huye, pero de miedo. Es un gran profeta, que precisamente por ser fiel y derrotar a los profetas de Baal al servicio de la reina Jezabel, tiene que salir por pies, ya que ésta ha jurado no descansar hasta matarle. Elías se refugia en una cueva del monte Horeb (1R 19, 1-3). Allí descansará y recuperará fuerzas para proseguir su misión de enfrentarse a los enemigos de Dios. Elías está cansado y deprimido porqué ser fiel a su Dios, solo le ha traído problemas y parece que ninguno de sus esfuerzos ha servido para nada. Dios le consolará en la intimidad de la oración y le animará a proseguir su camino con fortaleza.
En el nuevo testamento aparece un personaje que también huye de sus responsabilidades, que no quiere problemas y aunque sabe lo que es justo, no ejerce su poder en favor del débil, por miedo al pueblo. Es un diplomático, un hombre de estado, un gobernador que debe mantener el orden, aún a costa de cometer una pequeña injusticia.
El atractivo de Jonás radica en que es muy humano, es fácil congeniar con él. Desde el minuto uno de la historia nos cae bien porque nos parece un tipo muy normal, a pesar de verse envuelto en circunstancias poco normales. Dios le hace el encargo de predicar la destrucción de la potente ciudad de Nínive, a menos que sus habitantes se conviertan y abandonen su comportamiento depravado.
Una misión bastante delicada.
Primero, porque la inmensa ciudad está llena de incrédulos paganos que se van a burlar de él en el mejor de los casos. Segundo, porque se tiene que esforzar por un pueblo extranjero que no es el elegido. ¿Qué importancia tiene para Dios ésta ciudad indigna? Tercero, porque en el caso poco improbable de que le escuchen y se conviertan, la amenaza de Dios no se llevará a cabo, y el profeta quedará como un pájaro de mal Agüero, un predicador de desgracias y un tipo sospechoso. En ninguno de los casos, él sale airoso. Lo mejor es largarse en la dirección opuesta, lo más lejos y lo más rápido posible. ¿Quién le puede reprochar algo?
A partir de aquí, la historia se vuelve muy movida: tormentas, naufragios, ballenas y calamidades varias, persiguen al profeta hasta que entiende que Dios no le va a dejar tranquilo hasta que afronte su misión.
Cuando Dios quiere algo de nosotros, insiste hasta que lo consigue...
Finalmente, Jonás vuelve a Nínive de una forma rápida, expulsado directamente en la orilla adecuada por la ballena que se lo había tragado.
A veces damos mil vueltas creyendo huir de un problema o pensando que hemos dejado atrás ciertas cosas y, de repente, un día, nos despertamos comprendiendo que no hemos avanzado nada y estamos casi en el punto de partida…
Jonás predica y es escuchado. Nínive se convierte y abandona el pecado.
Y Jonás se enfada.
Se enfada porque, sentado en una loma, observa como la gran urbe pagana es perdonada y a cualquiera alcanza la misericordia de Dios, no solo al pueblo elegido. Se enfada porque su palabra ha quedado en entredicho y ya nunca se sabrá si no ha ocurrido ninguna catástrofe porque el pueblo se ha convertido o porque el profeta era falso. Se enfada porque es egoísta y vanidoso. No le importa Nínive, ni los demás, solo le importa él mismo y su imagen. Es capaz de desear la destrucción de la ciudad solo para quedar bien y para que Dios muestre su poder con los incrédulos.
Un poco como cualquiera de nosotros, que nos gustaría que hubiera reparto general de capones a todo el que nos lleva la contraria y que Dios mostrara su poder de vez en cuando para que se hiciera de respetar un poco…
Dios le dará la respuesta adecuada: tú Jonás, querido mío, te molestas por tus comodidades y banalidades, “¿Y no voy yo a compadecerme de Nínive, la metrópoli, donde viven más de ciento veinte mil personas que no distinguen el bien del mal?” (Jon 4, 11)
Nuestra visión de las cosas siempre es muy personal, reducida y egoísta.
Existe otro profeta en el AT que también huye, pero de miedo. Es un gran profeta, que precisamente por ser fiel y derrotar a los profetas de Baal al servicio de la reina Jezabel, tiene que salir por pies, ya que ésta ha jurado no descansar hasta matarle. Elías se refugia en una cueva del monte Horeb (1R 19, 1-3). Allí descansará y recuperará fuerzas para proseguir su misión de enfrentarse a los enemigos de Dios. Elías está cansado y deprimido porqué ser fiel a su Dios, solo le ha traído problemas y parece que ninguno de sus esfuerzos ha servido para nada. Dios le consolará en la intimidad de la oración y le animará a proseguir su camino con fortaleza.
En el nuevo testamento aparece un personaje que también huye de sus responsabilidades, que no quiere problemas y aunque sabe lo que es justo, no ejerce su poder en favor del débil, por miedo al pueblo. Es un diplomático, un hombre de estado, un gobernador que debe mantener el orden, aún a costa de cometer una pequeña injusticia.
Es Pilato.
Y ya sabemos lo que hizo: lavarse las manos. (Mt 27, 24)
Lo que ocurre es que los pecados de omisión, el mirar para otro lado, el ponerse de perfil, también trae sus consecuencias. Pilato no cree en nada ni en nadie excepto en sí mismo y en sus ambiciones. Y Jesús es un estorbo insignificante que no le importa a nadie. Claudia Prócula, su esposa, tuvo pesadillas con el Nazareno y aconsejó vivamente a su esposo que liberase al reo (Mt 27, 19). Pero no quiso hacer caso de las intuiciones de su mujer y Pilato pasó a la Historia como el verdugo de Dios.
No hacer lo justo cuando se debe, es tanto como hacer el mal.
Pero seamos humanos y admitamos que todos tenemos un poco y un bastante de cada uno de ellos. Hace falta valor en este mundo para significarse, para ir contra corriente, para tener una opinión diferente a lo políticamente correcto. Y más, en esta querida España actual que no la reconoce ni su padre, donde declarase católico es poco menos que motivo de chanza, burla y escarnio. Y huimos. Huimos como Elías, a cualquier cueva que podamos. Nos metemos en nuestros asuntos, deprimidos y asustados porque nos sentimos solos y acobardados ante el ambiente. Y huimos como Jonás, lo más lejos posible de nuestros problemas y de nosotros mismos. Y mucho más de los problemas de los demás. Que cada palo aguante su vela. Bastante tenemos cada uno con lo nuestro… Y huimos y guardamos silencio. Porque sabemos cómo sabía Pilato, que defender a otros, siempre acarrea problemas. Que cuando la mayoría opina algo, no se le puede llevar la contraria. Eso lo aprendemos desde pequeños con los amigos, donde es difícil oponerse a la voluntad mayoritaria del grupo…
Juan el Bautista llevo la contraria a Herodes y le cortó la cabeza (Mt 14, 312). Jesús denunció a los fariseos y estos lo denunciaron a él (Mt 27, 1-2). El diácono Esteban predicó a Cristo entre los judíos y lo lapidaron (Hch 6, 815. 7, 1-69).
No se trata de montar cruzadas por cualquier cosa ni buscar conflictos gratuitos, se trata de defender la verdad según la voluntad de Dios, en el momento y el lugar que Dios indique.
Pero no siempre estamos preparados…
“Cuando los trajeron, los presentaron en el concilio, y el sumo sacerdote les preguntó, diciendo: ¿No os mandamos estrictamente que no enseñaseis en ese nombre? Y ahora habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina, y queréis echar sobre nosotros la sangre de ese hombre. Respondiendo Pedro y los apóstoles, dijeron: Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres.” (Hch 5, 25-27)
Y ya sabemos lo que hizo: lavarse las manos. (Mt 27, 24)
Lo que ocurre es que los pecados de omisión, el mirar para otro lado, el ponerse de perfil, también trae sus consecuencias. Pilato no cree en nada ni en nadie excepto en sí mismo y en sus ambiciones. Y Jesús es un estorbo insignificante que no le importa a nadie. Claudia Prócula, su esposa, tuvo pesadillas con el Nazareno y aconsejó vivamente a su esposo que liberase al reo (Mt 27, 19). Pero no quiso hacer caso de las intuiciones de su mujer y Pilato pasó a la Historia como el verdugo de Dios.
No hacer lo justo cuando se debe, es tanto como hacer el mal.
Pero seamos humanos y admitamos que todos tenemos un poco y un bastante de cada uno de ellos. Hace falta valor en este mundo para significarse, para ir contra corriente, para tener una opinión diferente a lo políticamente correcto. Y más, en esta querida España actual que no la reconoce ni su padre, donde declarase católico es poco menos que motivo de chanza, burla y escarnio. Y huimos. Huimos como Elías, a cualquier cueva que podamos. Nos metemos en nuestros asuntos, deprimidos y asustados porque nos sentimos solos y acobardados ante el ambiente. Y huimos como Jonás, lo más lejos posible de nuestros problemas y de nosotros mismos. Y mucho más de los problemas de los demás. Que cada palo aguante su vela. Bastante tenemos cada uno con lo nuestro… Y huimos y guardamos silencio. Porque sabemos cómo sabía Pilato, que defender a otros, siempre acarrea problemas. Que cuando la mayoría opina algo, no se le puede llevar la contraria. Eso lo aprendemos desde pequeños con los amigos, donde es difícil oponerse a la voluntad mayoritaria del grupo…
Juan el Bautista llevo la contraria a Herodes y le cortó la cabeza (Mt 14, 312). Jesús denunció a los fariseos y estos lo denunciaron a él (Mt 27, 1-2). El diácono Esteban predicó a Cristo entre los judíos y lo lapidaron (Hch 6, 815. 7, 1-69).
No se trata de montar cruzadas por cualquier cosa ni buscar conflictos gratuitos, se trata de defender la verdad según la voluntad de Dios, en el momento y el lugar que Dios indique.
Pero no siempre estamos preparados…
“Cuando los trajeron, los presentaron en el concilio, y el sumo sacerdote les preguntó, diciendo: ¿No os mandamos estrictamente que no enseñaseis en ese nombre? Y ahora habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina, y queréis echar sobre nosotros la sangre de ese hombre. Respondiendo Pedro y los apóstoles, dijeron: Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres.” (Hch 5, 25-27)