Desde muy antiguo -consta ya en un calendario romano del año 354- tenía lugar una fiesta, el 29 de junio, que conmemoraba simultáneamente a los dos grandes santos apóstoles que sufrieron martirio en la capital del Imperio, Pedro y Pablo. Y esa doble fiesta la seguimos manteniendo nosotros. Tuvo lugar el jueves pasado, y en ese día celebramos el Día del Papa y la colecta del llamado Óbolo de San Pedro. Hay una anécdota[1] que puede darnos mucha luz sobre lo festejado y sobre el destino que se da a todo el dinero que se recoge en este día.
“El 3 de enero de 1988, San Juan Pablo II cenaba en el hospicio de Santa Marta, en el Vaticano, con 134 pobres, a los que hizo la siguiente confidencia: Es cierto que en la vida del Papa hay muchos y variados compromisos, pero quizá algún día Jesús pregunte al Papa: -Tú que has hablado con ministros, presidentes, cardenales y obispos, ¿no has tenido tiempo para encontrarte con los pobres, con los necesitados? Y entonces, este encuentro resultará más importante que muchos otros”.
El evangelio de este domingo tiene dos partes muy definidas:
· el seguimiento de Jesús y
· la acogida a los hermanos.
Primero, el seguimiento de Jesús. El camino y, a la vez, el contenido de esta perfección consisten en la sequela Christi, en el seguimiento de Jesús, después de haber renunciado a los propios bienes y a sí mismo. Precisamente ésta es la conclusión del coloquio de Jesús con el joven rico: luego ven, y sígueme (Mt 19,21). Es una invitación cuya profundidad maravillosa será entendida plenamente por los discípulos después de la resurrección de Cristo, cuando el Espíritu Santo los guiará hasta la verdad completa (cf. Jn 16,13). Es Jesús mismo quien toma la iniciativa y llama a seguirle. La llamada está dirigida sobre todo a aquellos a quienes confía una misión particular, empezando por los Doce; pero también es cierto que la condición de todo creyente es ser discípulo de Cristo (Hch 6,1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguirá a Dios, que lo guiará por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Ex 13,21), así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf. Jn 6,44).
No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre. El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la adhesión por la fe, a Aquel que es la Sabiduría encarnada, se hace verdaderamente discípulo de Dios (Jn 6,45)[2].
La segunda parte del evangelio se refiere a la acogida que debemos dispensar a los hermanos. Afirma Charles Péguy que lo más impermeable a la gracia no es tener un alma perversa, sino un alma acostumbrada.
Tratándose de amor, de fe, no basta la razón. Hay que acudir también a las razones del corazón. El corazón tiene razones que la mente muchas veces no puede comprender. Hay que salir de nosotros mismos y alargar con nuestras manos la acción de Dios. No porque no pueda Él llegar a los que lo necesitan, sino porque quiere enviarnos a nosotros... El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, solo porque es mi discípulo, no perderá su paga (Mt 10, 42).
Cuenta un jesuita[3] que los primeros tres o cuatro días en Nagasaki, a dos o tres millas de Hiroshima, después de la bomba atómica, fueron casi imposibles de describir. Era un espectáculo terrible: los heridos, con ampollas y quemaduras, yacían bajo el calor asfixiante de agosto. Pedían ayuda, y nada podía hacerse por ellos, porque lo mismo sucedía en todas partes y no era posible llegar a todos... Muchos que jamás habían conocido a un misionero católico y no sabían nada de Cristo, pudieron comprobar que había en el mundo un ideal estrechamente vinculado al ejemplo que Dios ofreció a la humanidad al hacerse hombre.
-¿Por qué hacéis todo esto por nosotros?, preguntó uno de los heridos a una religiosa que le atendía.
-Es por Él, pues hizo antes lo mismo por mí, muriendo en la cruz, dijo, mostrando su crucifijo al herido, que lo besó, añadiendo:
-Yo también le quiero.
El buen samaritano de la parábola no pensó: ¿qué me sucederá si me paro? Al contrario, se preguntó: ¿qué le pasará al herido si no le atiendo? Y pasó rápidamente a la acción.
Nunca deberíamos olvidar que la caridad auténtica hace brotar la fe. Que le pidamos hoy a la Virgen María seguir creciendo en esta hospitalidad. No sólo una solidaridad que llega a los demás, sino la imitación de Cristo, para que los demás vean en nosotros un ejemplo a seguir; no por nosotros, sino porque buscamos imitarle a Él.
La hospitalidad le valió a la mujer sunamita la fecundidad. ¡Cuál no será para nosotros la gloria que nos espera al acoger al Señor! Al Señor, que nos envía y que nos da la pauta para vivir según el Evangelio.
PINCELADA MARTIRIAL
Beato Esteban Casadevall Puig
[Nació en Argelaguer (Gerona) el día 6 de marzo de 1913. Ingresó en el colegio de Cervera y continuó en Alagón, Barbastro, Vic, de nuevo en Cervera, y Barbastro. Tras serles confirmada la sentencia de muerte, hizo su profesión perpetua ante padre Secundino Ortega, junto con José María Amorós. Martirizado en Barbastro el día 12 de agosto de 1936. Edad: 23 años. Suscribió la carta de despedida a la Congregación con estas palabras: ¡Viva el Corazón de María!. FRAGMENTO DE LA RELACIÓN JURADA DE PABLO HALL].
«El día 12 al anochecer, el señor Esteban Casadevall y el que suscribe nos rezamos la oración a Cristo Rey y la recomendación del alma, sirviéndonos para ello del breviario. Después de la cena, que ese día terminamos antes de las ocho, el señor Casadevall se confesó por última vez con el padre Secundino María Ortega. Después de la confesión nos sentamos los dos juntos para rezar el último rosario entero, el último “Vía Crucis”, la última coronilla de las doce estrellas. Le di a besar el crucifijo de nuestro Beato Padre Fundador, porque él no lo tenía, para ganar la indulgencia plenaria “in articulo mortis”, y rezamos las jaculatorias: “Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía. Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía. Jesús, José y María, expire en vuestros brazos y en paz con vos el alma mía”; y nos repetimos varias veces esta otra:
“El 3 de enero de 1988, San Juan Pablo II cenaba en el hospicio de Santa Marta, en el Vaticano, con 134 pobres, a los que hizo la siguiente confidencia: Es cierto que en la vida del Papa hay muchos y variados compromisos, pero quizá algún día Jesús pregunte al Papa: -Tú que has hablado con ministros, presidentes, cardenales y obispos, ¿no has tenido tiempo para encontrarte con los pobres, con los necesitados? Y entonces, este encuentro resultará más importante que muchos otros”.
El evangelio de este domingo tiene dos partes muy definidas:
· el seguimiento de Jesús y
· la acogida a los hermanos.
Primero, el seguimiento de Jesús. El camino y, a la vez, el contenido de esta perfección consisten en la sequela Christi, en el seguimiento de Jesús, después de haber renunciado a los propios bienes y a sí mismo. Precisamente ésta es la conclusión del coloquio de Jesús con el joven rico: luego ven, y sígueme (Mt 19,21). Es una invitación cuya profundidad maravillosa será entendida plenamente por los discípulos después de la resurrección de Cristo, cuando el Espíritu Santo los guiará hasta la verdad completa (cf. Jn 16,13). Es Jesús mismo quien toma la iniciativa y llama a seguirle. La llamada está dirigida sobre todo a aquellos a quienes confía una misión particular, empezando por los Doce; pero también es cierto que la condición de todo creyente es ser discípulo de Cristo (Hch 6,1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguirá a Dios, que lo guiará por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Ex 13,21), así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf. Jn 6,44).
No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre. El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la adhesión por la fe, a Aquel que es la Sabiduría encarnada, se hace verdaderamente discípulo de Dios (Jn 6,45)[2].
La segunda parte del evangelio se refiere a la acogida que debemos dispensar a los hermanos. Afirma Charles Péguy que lo más impermeable a la gracia no es tener un alma perversa, sino un alma acostumbrada.
Tratándose de amor, de fe, no basta la razón. Hay que acudir también a las razones del corazón. El corazón tiene razones que la mente muchas veces no puede comprender. Hay que salir de nosotros mismos y alargar con nuestras manos la acción de Dios. No porque no pueda Él llegar a los que lo necesitan, sino porque quiere enviarnos a nosotros... El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, solo porque es mi discípulo, no perderá su paga (Mt 10, 42).
Cuenta un jesuita[3] que los primeros tres o cuatro días en Nagasaki, a dos o tres millas de Hiroshima, después de la bomba atómica, fueron casi imposibles de describir. Era un espectáculo terrible: los heridos, con ampollas y quemaduras, yacían bajo el calor asfixiante de agosto. Pedían ayuda, y nada podía hacerse por ellos, porque lo mismo sucedía en todas partes y no era posible llegar a todos... Muchos que jamás habían conocido a un misionero católico y no sabían nada de Cristo, pudieron comprobar que había en el mundo un ideal estrechamente vinculado al ejemplo que Dios ofreció a la humanidad al hacerse hombre.
-¿Por qué hacéis todo esto por nosotros?, preguntó uno de los heridos a una religiosa que le atendía.
-Es por Él, pues hizo antes lo mismo por mí, muriendo en la cruz, dijo, mostrando su crucifijo al herido, que lo besó, añadiendo:
-Yo también le quiero.
El buen samaritano de la parábola no pensó: ¿qué me sucederá si me paro? Al contrario, se preguntó: ¿qué le pasará al herido si no le atiendo? Y pasó rápidamente a la acción.
Nunca deberíamos olvidar que la caridad auténtica hace brotar la fe. Que le pidamos hoy a la Virgen María seguir creciendo en esta hospitalidad. No sólo una solidaridad que llega a los demás, sino la imitación de Cristo, para que los demás vean en nosotros un ejemplo a seguir; no por nosotros, sino porque buscamos imitarle a Él.
La hospitalidad le valió a la mujer sunamita la fecundidad. ¡Cuál no será para nosotros la gloria que nos espera al acoger al Señor! Al Señor, que nos envía y que nos da la pauta para vivir según el Evangelio.
PINCELADA MARTIRIAL
Beato Esteban Casadevall Puig
[Nació en Argelaguer (Gerona) el día 6 de marzo de 1913. Ingresó en el colegio de Cervera y continuó en Alagón, Barbastro, Vic, de nuevo en Cervera, y Barbastro. Tras serles confirmada la sentencia de muerte, hizo su profesión perpetua ante padre Secundino Ortega, junto con José María Amorós. Martirizado en Barbastro el día 12 de agosto de 1936. Edad: 23 años. Suscribió la carta de despedida a la Congregación con estas palabras: ¡Viva el Corazón de María!. FRAGMENTO DE LA RELACIÓN JURADA DE PABLO HALL].
«El día 12 al anochecer, el señor Esteban Casadevall y el que suscribe nos rezamos la oración a Cristo Rey y la recomendación del alma, sirviéndonos para ello del breviario. Después de la cena, que ese día terminamos antes de las ocho, el señor Casadevall se confesó por última vez con el padre Secundino María Ortega. Después de la confesión nos sentamos los dos juntos para rezar el último rosario entero, el último “Vía Crucis”, la última coronilla de las doce estrellas. Le di a besar el crucifijo de nuestro Beato Padre Fundador, porque él no lo tenía, para ganar la indulgencia plenaria “in articulo mortis”, y rezamos las jaculatorias: “Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía. Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía. Jesús, José y María, expire en vuestros brazos y en paz con vos el alma mía”; y nos repetimos varias veces esta otra:
¡Oh, Jesús! Yo sin medida
te quisiera siempre amar.
¡Cuán feliz yo, si la vida
por tu amor pudiera dar!
te quisiera siempre amar.
¡Cuán feliz yo, si la vida
por tu amor pudiera dar!
Él estaba muy tranquilo, animado y contento. Hablamos largamente los dos, despidiéndonos para la eternidad. Después le dije:
- Deme el consuelo, señor Casadevall, de recoger sus últimas palabras.
- Bien, me contestó. Por complacerle, lo haré gustoso. Muero contento. Me tengo por feliz como los Apóstoles, porque el Señor ha permitido que pueda sufrir algo por su amor antes de morir. Espero confiadamente que Jesús y el Corazón de María me llevarán pronto al cielo. Perdono de todo corazón a los que nos injurian, persiguen y quieren matarnos, y puedo decir con Jesucristo, moribundo en la cruz, al Eterno Padre: Padre, perdónalos, porque realmente no saben lo que hacen; los ciegan sus dirigentes y el odio que nos tienen. Si supieran lo que hacen, ciertamente no lo harían. Ya hemos rogado todos por su conversión todos los días, al menos nosotros dos. Yo les tengo verdadera compasión y desde el cielo espero conseguir que Dios Nuestro Señor les abra los ojos para que vean la verdad de las cosas y se conviertan Francamente, no tengo ninguna dificultad en perdonarles ¡Si supieran que me están haciendo el mayor bien, a pesar del odio que me tienen!».
- Deme el consuelo, señor Casadevall, de recoger sus últimas palabras.
- Bien, me contestó. Por complacerle, lo haré gustoso. Muero contento. Me tengo por feliz como los Apóstoles, porque el Señor ha permitido que pueda sufrir algo por su amor antes de morir. Espero confiadamente que Jesús y el Corazón de María me llevarán pronto al cielo. Perdono de todo corazón a los que nos injurian, persiguen y quieren matarnos, y puedo decir con Jesucristo, moribundo en la cruz, al Eterno Padre: Padre, perdónalos, porque realmente no saben lo que hacen; los ciegan sus dirigentes y el odio que nos tienen. Si supieran lo que hacen, ciertamente no lo harían. Ya hemos rogado todos por su conversión todos los días, al menos nosotros dos. Yo les tengo verdadera compasión y desde el cielo espero conseguir que Dios Nuestro Señor les abra los ojos para que vean la verdad de las cosas y se conviertan Francamente, no tengo ninguna dificultad en perdonarles ¡Si supieran que me están haciendo el mayor bien, a pesar del odio que me tienen!».