No es exactamente Lot, el objeto de nuestra reflexión de hoy, sino su mujer. 
La que se convirtió en estatua de sal por mirar atrás.
Ella y Lot, ya habían tenido una experiencia de renuncia y de desarraigo al abandonar su tierra siguiendo a su pariente Abraham. Si las motivaciones de éste último son claras, ya que sale en busca de una tierra y un hijo prometidos por Dios, las de Lot no lo son tanto. Hemos de suponer que sigue a su pariente y amigo, como se le sigue al líder del clan. En cualquier caso, ambos con sus mujeres y abundante hacienda, se ven caminando en el desierto sin saber muy bien a dónde. En un momento dado, se separan y Lot decide instalarse en Sodoma y Gomorra. Las famosas y pervertidas ciudades donde todo tipo de violencia, abuso y práctica sexual, estaban aceptadas socialmente… poco menos como hoy.
Tras un período de tiempo residiendo allí, no sin sufrir algún que otro apuro con los lugareños, Dios decide arrasar tanta maldad y perversión y avisa a Lot de que se aleje. Este, a pesar de no llevar una vida cómoda allí, se muestra receloso de abandonar de nuevo, su hogar, pero ante la inminente destrucción que se avecina, decide marcharse. Su mujer mira atrás mientras huyen, contraviniendo las órdenes divinas, y convirtiéndose en poste de sal (Gn 19, 15-26).

Tenemos aquí la imagen de una persona que se resiste abandonar un tipo de vida, que no la satisface, pero que se siente profundamente encadenada a ella. Mira atrás sabiendo que no debe hacerlo, con la intención de echar un último vistazo a aquella vida que pierde, que sabe que debe abandonar, pero que tanta seducción ha ejercido sobre ella. Muchas veces nos sentimos esclavos o atados a hábitos, vicios o pecados que nos encadenan y no nos dejan respirar, pero que nos somos capaces de abandonar sino es por una circunstancia extrema o dramática, y aún así, nos resistimos a hacerlo. No podemos imaginarnos vivir sin aquello que abandonamos.

Existen otros ejemplos similares, con otros matices en el AT.
El profeta Samuel es el encargado de instaurar la monarquía en Israel, al ungir a Saúl, que había vivido hasta entonces sin rey. Las vivencias y el apego que siente el profeta hacia el monarca, se muestran con evidente emoción cuando el mismo Yavhe se dirige a Samuel: “¿Hasta cuándo vas a estar llorando por Saúl, después que yo le he rechazado para que no reine sobre Israel? Llena tu cuerno de aceite y vete. Voy a enviarte a Jesé, de Belén, porque he visto entre sus hijos un rey para mí.” (1Sam 16, 1). Dios mismo le insta a que pase página y comience una nueva etapa. Ha decidido traspasar el trono a David, por las repetidas infidelidades de Saúl.

Muchas veces, nos resistimos a dejar de hacer las cosas como siempre se han hecho, estamos acostumbrados a una estructura determinada, a una forma de hacer, a las mismas personas… Nos cuestan los cambios, las novedades, las personas nuevas que entren nuestras vidas y nuestros espacios. No dejamos que nada se mueva y nada cambie… y, a la vez, es posible que nos sintamos decepcionados por personas en las que hemos puesto toda nuestra confianza durante mucho tiempo y descubramos, de la noche al día, que no eran tan perfectas como pensábamos…

Un último ejemplo es el pasaje donde David llora la muerte de su hijo Absalón. Éste se ha rebelado contra él y ha intentado usurparle el trono, cayendo muerto en la batalla. El pueblo grita la victoria, una vez más,  de David, pero el rey está hundido y deprimido por la pérdida de su hijo. Su capitán le insta a que se levante y se ocupe de sus responsabilidades (2 Sam 19, 1-9)

A veces podemos caer en una depresión por la pérdida de un ser querido. El duelo se hace, entonces, eterno y oscuro y es difícil salir de él. A veces, la situación no es tan dramática pero nos parece el fin del mundo y lo vivimos con desesperación e impotencia. El fin de una relación sentimental, una traición de un amigo, un desprecio… es el dolor afectivo y sentimental que afecta a nuestra esfera más emocional.

En definitiva, en los tres casos, existe un bloqueo, una resistencia al cambio, al avance, a la pérdida. Hay una oposición a que nuestro mundo cambie y se revolucione. Nuestras seguridades y afectos se vienen abajo y debemos buscar otros parámetros que nos guíen y nos ofrezcan una perspectiva de futuro, sin caer en la amargura de lo perdido y en la frustración de lo añorado. Nuestro Dios es un Dios de vivos, no de muertos, por eso debemos mirar hacia delante con esperanza, sabiendo que el mañana trae nuevas oportunidades y retos… y tenemos el deber y el derecho a descubrirlos.

“A otro dijo: «Sígueme.» El respondió: «Déjame ir primero a enterrar a mi padre.» Le respondió: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios.» También otro le dijo: «Te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de mi casa.» Le dijo Jesús: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.»” (Lc 9, 59-62)