Los versículos que preceden a los que hemos escuchado en la primera lectura del profeta Jeremías son aquellos en los que el profeta afirma: Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir (Jr 20,7). En su desesperación, Jeremías acusa a Dios de haberle engañado. El profeta se queja de tener que predicar lo que no le gusta, de ser por ello objeto de burla y de no poder dejar de hablar. La misión profética no va con él… Ante la actitud de sus adversarios, que buscan ocasión para perderle, Jeremías, por toda respuesta, hace un acto de confianza en Dios: El Señor está conmigo.
Y enseguida he recordado una de las páginas más hermosas que el gran Tomás Moro, cuya santidad celebrábamos el jueves pasado, escribió en la cárcel semanas antes de ser decapitado, y que es algo que podemos aplicarnos todos, especialmente en los momentos de dificultad:
Cristo -afirma él- sabía que muchos, por su propia debilidad física, se sentirían aterrorizados ante la idea del suplicio… Y quiso llevarles consuelo al espíritu con el ejemplo de su dolor, de su tristeza, de su angustia, de su miedo. Y al que estuviera constituido físicamente de ese modo, es decir, débil y temeroso, quiso decirle, hablándole casi directamente: “Ten valor…, piensa que solo tendrás que caminar detrás de mí… Confía en mí, si no puedes hacerlo en ti mismo. Mira: yo camino delante de ti por este camino que tanto te asusta; agárrate a un pliegue de mi vestidura y de allí sacarás las fuerzas que evitarán que tu sangre se disperse en vanos temores y que dará firmeza a tu ánimo al pensar que estás caminando detrás de mis huellas. Fiel a mis promesas, no permitiré que seas tentado por encima de tus fuerzas”.
Santo Tomás Moro se encontró ante toda una sociedad que proclamaba como lícita una ley que su conciencia consideraba como contraria al “derecho de Dios”. Consideró que no podía quedarse en su puesto; que no podía dividir su conciencia; porque solo tenía una, que además pertenecía a Dios. Y se convirtió en un mártir, es decir, en testimonio de Cristo.
Cómo tendríamos que pedir todos, dirigentes políticos y sociales, y, por supuesto, nosotros católicos los primeros, coherencia en la fe. No solo parecer coherentes. No creer que es suficiente el adjetivo de cristiano católico. ¿Adónde vamos con esta mentalidad? ¿A quiénes vamos a convencer? Tomás Moro comprendió que hay situaciones en las que un cristiano, por querer ser plenamente hombre, tiene que entregar a Cristo toda su humanidad; situaciones en las que solo caben dos alternativas: o la deshumanización o la Humanidad del Resucitado. Y por ello “eligió” morir[1].
Jesús ha escogido a los Doce, les ha instruido en su Evangelio y los ha enviado a predicar la llegada del Reino de Dios, la salvación. Ahora les instruye -y, sobre todo, no les engaña- acerca de las dificultades que habrán de sufrir por causa del Evangelio. El anuncio de la octava bienaventuranza: Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia (Mt 5, 10) está aquí tan enriquecido de detalles, que parece leer la historia del cristianismo cada vez que sufre persecuciones.
La clave de los mártires fue enunciada por Tertuliano con frase lapidaria: Christus in martyre est, es decir, Cristo está presente, sufre y vence en el mártir. Cristo renueva su pasión en sus seguidores. El mártir no es un superhombre; dejado a sus fuerzas es incapaz de afrontar los tormentos; y por esto no debe provocar temerariamente la persecución alardeando de un poder que le ha sido regalado por Dios en el momento preciso.
Escuchad este hermoso testimonio narrado magistralmente por la pluma de José María Javierre:
Nos encontramos en el 17 de diciembre de 1944. En el campo de concentración de Dachau recibe el orden sacerdotal un joven enfermo de tuberculosis, con pocas perspectivas de recuperación. Se llama Carlos Leisner. Los esbirros de Hitler no podían sospechar qué juego misterioso se traían entre manos los fantasmas de Dachau, cuerpos miserables, roídos de hambre y de piojos; más que personas, aquellos prisioneros parecían sombras.
Hubo que conseguir sigilosamente los instrumentos. Primero, el permiso canónico del obispo de Carlos, lo que llaman los clérigos las dimisorias. Después, mujeres de Dachau y de Múnich sirvieron de enlace secreto con el cardenal. Llevaron los óleos santos, el libro pontifical. Los prisioneros recortaron una mitra, tallaron en madera de encina un báculo con la inscripción Victor in vinculis (“Vencedor en las cadenas”), ajustaron un pectoral, un anillo. Todo de puntillas. Hasta tuvieron ensayo general.
En la habitación número 1 del grupo 26, las primeras luces han sorprendido una ceremonia que los guardianes hubieran creído una farsa; pero los ángeles contemplaron atónitos.
El obispo vestía capa y mitra. Los sacerdotes y el diácono, andrajos. Solo ancianos fueron invitados, de los cuatro mil sacerdotes, por no levantar sospechas. Y treinta estudiantes de teología, también presos del campo, supieron aquel amanecer la grandeza de la misa. La contemplaron en un cuerpo frágil, vestido a rayas de preso. ¡Ven, Espíritu Santo!, susurraron entre lágrimas los asistentes, mientras el obispo imponía las manos sobre la cabeza de Carlos, consagrado para siempre. ¡Ven, Espíritu Santo! Después desayunaron de fiesta lo guardado de días anteriores: un ágape, un almuerzo de amor[2].
El día de San Esteban, el beato Carlos María Leisner celebró en una barraca de Dachau su primera y última misa. Tras ser liberado el campo de exterminio, fue conducido a un sanatorio en los bosques bávaros, donde fallecería. Pero antes, en las últimas líneas de su Diario escribe:
Son las 9,20 de la noche. Buenas noches, Dios santo y eterno, amada Virgen María. Buenas noches a vosotros todos, santos queridos, a todos los seres queridos vivos y muertos, que están cerca y lejos. Altísimo Señor, bendice también a mis enemigos.
Pero ¿y a nosotros, cristianos del tercer milenio, qué puede decirnos el ejemplo, tan lejano en el tiempo, del profeta Jeremías o de Santo Tomás Moro? ¿O el de este joven sacerdote? ¿O el de los 115 mártires de nuestra persecución religiosa beatificados en Almería el pasado marzo?
La respuesta nos la ofrece una vez San Juan Pablo II[3]:
“Los santos mártires son modelos necesarios para los cristianos de nuestros días que quieren ser coherentes, pues vivir el Evangelio es costoso, incluso en las modernas sociedades de consumo. Junto al martirio público existe el martirio escondido, que tiene lugar en lo íntimo de la persona humana; es el martirio de la lucha consigo mismo en la superación de sí mismo”.
El mundo tiene necesidad de personas que tengan el valor de amar y que no se echen atrás ante cualquier sacrificio, en la esperanza de que un día dará fruto abundante.
Nada menos que cuatro veces nos repite Jesús hoy en este evangelio: No tengáis miedo.
Que la fortaleza y el gozo del Evangelio nos ayuden a caminar sin miedos en nuestra vida cristiana. Que la providencia y el amor de Dios Padre, de su Hijo y del Espíritu Santo, nos protejan y defiendan siempre.
PINCELADA MARTIRIAL
Beatas Fidela, Josefa y Facunda
Del Cardenal Angelo Amato en la beatificación[4] de tres mártires del Instituto de las Religiosas de San José de Gerona:
Acerquémonos a las figuras de estas tres religiosas, mujeres sencillas, mujeres del pueblo, figuras de ternura maternal y de bondad de corazón. Sor Fidela Oller había nacido en Bañolas (Gerona) el 17 de septiembre de 1869. Se consagró al Señor en el Instituto de San José de Gerona. Fue fundadora y superiora de la comunidad de Gandía (Valencia), para la asistencia de los enfermos de la ciudad. Al principio de la persecución religiosa, Gandía fue un centro activo de revolucionarios, que asaltaron iglesias y conventos incendiando y destruyendo un patrimonio artístico de inestimable valor, como muebles antiguos, retablos, cuadros, imágenes, archivos, ornamentos litúrgicos. Pero su odio se dirigió sobre todo a las personas de iglesia. Sor Fidela fue asesinada, como veremos, junto a una hermana, la joven Sor Josefa Monrabal Montaner.
Sor Josefa había nacido en Gandía en el 1901 y también ella se había dedicado con celo a la asistencia de los enfermos a domicilio en la ciudad de Villareal (Castellón). En los comienzos de la persecución de 1936 los milicianos entraron en el convento, expulsaron a las religiosas y destruyeron la casa, quemando la capilla con todo lo que allí se encontraba, cuadros, imágenes, libros. Sor Josefa se refugió en casa de sus familiares, haciendo venir a Madre Fidela, también ella en peligro. Esta situación duró poco, porque la noche del 28 de agosto del 1936 los milicianos cogieron a las dos religiosas llevándolas cerca del pueblo de Xeresa, donde las maltrataron y las mataron. Testigos oculares refirieron que a la mañana siguiente encontraron los cuerpos torturados de las consagradas: Sor Josefa tenía una herida aún sangrante en el lado derecho; Sor Fidela yacía inerte con la cabeza aplastada. Incluso después de muertas eran insultadas[5]
La tercera mártir, Sor Facunda Margenat, había nacido en Gerona el 6 de septiembre de 1876. Como consagrada, también ella se dedicó a la asistencia de los enfermos: primero en Gerona y después en Barcelona. Obligada a abandonar la casa religiosa, la comunidad barcelonense se dispersó por varios lugares. Sor Facunda permaneció, en cambio, en casa de un enfermo grave, Joaquín Morales Martín, a petición de la familia de este. La portera de la casa, sin embargo, denunció su presencia a los milicianos, los cuales, la noche del 26 de agosto de 1936, la arrestaron, la tiraron escaleras abajo y la arrastraron herida y sangrante hasta el camión. Llevada a un lugar retirado, llamado Hipódromo, la asesinaron.
Son estas las historias de tres mujeres humilladas y ofendidas por la locura de los verdugos. EI ser humano, cuando no es guiado por la luz de la verdad, pierde la razón y comete acciones indignas […].
Las tres mártires tenían grabadas en sus corazones las palabras de Jesús: «No tengáis miedo de los que matan el cuerpo, pero no tienen el poder de matar el alma temed más bien al que tiene el poder de hacer perecer el alma y el cuerpo en la Gehenna [...]. Por tanto quien me reconocerá ante los hombres, también yo lo reconoceré ante el Padre mío que está en el cielo; quien en cambio me reniegue ante los hombres, también yo le negare ante mi Padre que está en el cielo» (Mt 10, 28-33). [Como nos recuerda el Evangelio de este domingo].
Y enseguida he recordado una de las páginas más hermosas que el gran Tomás Moro, cuya santidad celebrábamos el jueves pasado, escribió en la cárcel semanas antes de ser decapitado, y que es algo que podemos aplicarnos todos, especialmente en los momentos de dificultad:
Cristo -afirma él- sabía que muchos, por su propia debilidad física, se sentirían aterrorizados ante la idea del suplicio… Y quiso llevarles consuelo al espíritu con el ejemplo de su dolor, de su tristeza, de su angustia, de su miedo. Y al que estuviera constituido físicamente de ese modo, es decir, débil y temeroso, quiso decirle, hablándole casi directamente: “Ten valor…, piensa que solo tendrás que caminar detrás de mí… Confía en mí, si no puedes hacerlo en ti mismo. Mira: yo camino delante de ti por este camino que tanto te asusta; agárrate a un pliegue de mi vestidura y de allí sacarás las fuerzas que evitarán que tu sangre se disperse en vanos temores y que dará firmeza a tu ánimo al pensar que estás caminando detrás de mis huellas. Fiel a mis promesas, no permitiré que seas tentado por encima de tus fuerzas”.
Santo Tomás Moro se encontró ante toda una sociedad que proclamaba como lícita una ley que su conciencia consideraba como contraria al “derecho de Dios”. Consideró que no podía quedarse en su puesto; que no podía dividir su conciencia; porque solo tenía una, que además pertenecía a Dios. Y se convirtió en un mártir, es decir, en testimonio de Cristo.
Cómo tendríamos que pedir todos, dirigentes políticos y sociales, y, por supuesto, nosotros católicos los primeros, coherencia en la fe. No solo parecer coherentes. No creer que es suficiente el adjetivo de cristiano católico. ¿Adónde vamos con esta mentalidad? ¿A quiénes vamos a convencer? Tomás Moro comprendió que hay situaciones en las que un cristiano, por querer ser plenamente hombre, tiene que entregar a Cristo toda su humanidad; situaciones en las que solo caben dos alternativas: o la deshumanización o la Humanidad del Resucitado. Y por ello “eligió” morir[1].
Jesús ha escogido a los Doce, les ha instruido en su Evangelio y los ha enviado a predicar la llegada del Reino de Dios, la salvación. Ahora les instruye -y, sobre todo, no les engaña- acerca de las dificultades que habrán de sufrir por causa del Evangelio. El anuncio de la octava bienaventuranza: Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia (Mt 5, 10) está aquí tan enriquecido de detalles, que parece leer la historia del cristianismo cada vez que sufre persecuciones.
La clave de los mártires fue enunciada por Tertuliano con frase lapidaria: Christus in martyre est, es decir, Cristo está presente, sufre y vence en el mártir. Cristo renueva su pasión en sus seguidores. El mártir no es un superhombre; dejado a sus fuerzas es incapaz de afrontar los tormentos; y por esto no debe provocar temerariamente la persecución alardeando de un poder que le ha sido regalado por Dios en el momento preciso.
Escuchad este hermoso testimonio narrado magistralmente por la pluma de José María Javierre:
Nos encontramos en el 17 de diciembre de 1944. En el campo de concentración de Dachau recibe el orden sacerdotal un joven enfermo de tuberculosis, con pocas perspectivas de recuperación. Se llama Carlos Leisner. Los esbirros de Hitler no podían sospechar qué juego misterioso se traían entre manos los fantasmas de Dachau, cuerpos miserables, roídos de hambre y de piojos; más que personas, aquellos prisioneros parecían sombras.
Hubo que conseguir sigilosamente los instrumentos. Primero, el permiso canónico del obispo de Carlos, lo que llaman los clérigos las dimisorias. Después, mujeres de Dachau y de Múnich sirvieron de enlace secreto con el cardenal. Llevaron los óleos santos, el libro pontifical. Los prisioneros recortaron una mitra, tallaron en madera de encina un báculo con la inscripción Victor in vinculis (“Vencedor en las cadenas”), ajustaron un pectoral, un anillo. Todo de puntillas. Hasta tuvieron ensayo general.
En la habitación número 1 del grupo 26, las primeras luces han sorprendido una ceremonia que los guardianes hubieran creído una farsa; pero los ángeles contemplaron atónitos.
El obispo vestía capa y mitra. Los sacerdotes y el diácono, andrajos. Solo ancianos fueron invitados, de los cuatro mil sacerdotes, por no levantar sospechas. Y treinta estudiantes de teología, también presos del campo, supieron aquel amanecer la grandeza de la misa. La contemplaron en un cuerpo frágil, vestido a rayas de preso. ¡Ven, Espíritu Santo!, susurraron entre lágrimas los asistentes, mientras el obispo imponía las manos sobre la cabeza de Carlos, consagrado para siempre. ¡Ven, Espíritu Santo! Después desayunaron de fiesta lo guardado de días anteriores: un ágape, un almuerzo de amor[2].
El día de San Esteban, el beato Carlos María Leisner celebró en una barraca de Dachau su primera y última misa. Tras ser liberado el campo de exterminio, fue conducido a un sanatorio en los bosques bávaros, donde fallecería. Pero antes, en las últimas líneas de su Diario escribe:
Son las 9,20 de la noche. Buenas noches, Dios santo y eterno, amada Virgen María. Buenas noches a vosotros todos, santos queridos, a todos los seres queridos vivos y muertos, que están cerca y lejos. Altísimo Señor, bendice también a mis enemigos.
Pero ¿y a nosotros, cristianos del tercer milenio, qué puede decirnos el ejemplo, tan lejano en el tiempo, del profeta Jeremías o de Santo Tomás Moro? ¿O el de este joven sacerdote? ¿O el de los 115 mártires de nuestra persecución religiosa beatificados en Almería el pasado marzo?
La respuesta nos la ofrece una vez San Juan Pablo II[3]:
“Los santos mártires son modelos necesarios para los cristianos de nuestros días que quieren ser coherentes, pues vivir el Evangelio es costoso, incluso en las modernas sociedades de consumo. Junto al martirio público existe el martirio escondido, que tiene lugar en lo íntimo de la persona humana; es el martirio de la lucha consigo mismo en la superación de sí mismo”.
El mundo tiene necesidad de personas que tengan el valor de amar y que no se echen atrás ante cualquier sacrificio, en la esperanza de que un día dará fruto abundante.
Nada menos que cuatro veces nos repite Jesús hoy en este evangelio: No tengáis miedo.
Que la fortaleza y el gozo del Evangelio nos ayuden a caminar sin miedos en nuestra vida cristiana. Que la providencia y el amor de Dios Padre, de su Hijo y del Espíritu Santo, nos protejan y defiendan siempre.
PINCELADA MARTIRIAL
Beatas Fidela, Josefa y Facunda
Del Cardenal Angelo Amato en la beatificación[4] de tres mártires del Instituto de las Religiosas de San José de Gerona:
Acerquémonos a las figuras de estas tres religiosas, mujeres sencillas, mujeres del pueblo, figuras de ternura maternal y de bondad de corazón. Sor Fidela Oller había nacido en Bañolas (Gerona) el 17 de septiembre de 1869. Se consagró al Señor en el Instituto de San José de Gerona. Fue fundadora y superiora de la comunidad de Gandía (Valencia), para la asistencia de los enfermos de la ciudad. Al principio de la persecución religiosa, Gandía fue un centro activo de revolucionarios, que asaltaron iglesias y conventos incendiando y destruyendo un patrimonio artístico de inestimable valor, como muebles antiguos, retablos, cuadros, imágenes, archivos, ornamentos litúrgicos. Pero su odio se dirigió sobre todo a las personas de iglesia. Sor Fidela fue asesinada, como veremos, junto a una hermana, la joven Sor Josefa Monrabal Montaner.
Sor Josefa había nacido en Gandía en el 1901 y también ella se había dedicado con celo a la asistencia de los enfermos a domicilio en la ciudad de Villareal (Castellón). En los comienzos de la persecución de 1936 los milicianos entraron en el convento, expulsaron a las religiosas y destruyeron la casa, quemando la capilla con todo lo que allí se encontraba, cuadros, imágenes, libros. Sor Josefa se refugió en casa de sus familiares, haciendo venir a Madre Fidela, también ella en peligro. Esta situación duró poco, porque la noche del 28 de agosto del 1936 los milicianos cogieron a las dos religiosas llevándolas cerca del pueblo de Xeresa, donde las maltrataron y las mataron. Testigos oculares refirieron que a la mañana siguiente encontraron los cuerpos torturados de las consagradas: Sor Josefa tenía una herida aún sangrante en el lado derecho; Sor Fidela yacía inerte con la cabeza aplastada. Incluso después de muertas eran insultadas[5]
La tercera mártir, Sor Facunda Margenat, había nacido en Gerona el 6 de septiembre de 1876. Como consagrada, también ella se dedicó a la asistencia de los enfermos: primero en Gerona y después en Barcelona. Obligada a abandonar la casa religiosa, la comunidad barcelonense se dispersó por varios lugares. Sor Facunda permaneció, en cambio, en casa de un enfermo grave, Joaquín Morales Martín, a petición de la familia de este. La portera de la casa, sin embargo, denunció su presencia a los milicianos, los cuales, la noche del 26 de agosto de 1936, la arrestaron, la tiraron escaleras abajo y la arrastraron herida y sangrante hasta el camión. Llevada a un lugar retirado, llamado Hipódromo, la asesinaron.
Son estas las historias de tres mujeres humilladas y ofendidas por la locura de los verdugos. EI ser humano, cuando no es guiado por la luz de la verdad, pierde la razón y comete acciones indignas […].
Las tres mártires tenían grabadas en sus corazones las palabras de Jesús: «No tengáis miedo de los que matan el cuerpo, pero no tienen el poder de matar el alma temed más bien al que tiene el poder de hacer perecer el alma y el cuerpo en la Gehenna [...]. Por tanto quien me reconocerá ante los hombres, también yo lo reconoceré ante el Padre mío que está en el cielo; quien en cambio me reniegue ante los hombres, también yo le negare ante mi Padre que está en el cielo» (Mt 10, 28-33). [Como nos recuerda el Evangelio de este domingo].
[1] Antonio SICARI, Retratos de santos.1, págs. 43-47 (Madrid 1994).
[2] José Mª JAVIERRE, Boletín diocesano de vocaciones Aldaba (Toledo 1988) págs. 146-147
[3] SAN JUAN PABLO II, Homilía en la Santa Misa del 7 de junio de 1999 en Bydgoszcz (Polonia).
[4] Homilía pronunciada el 5 de septiembre de 2015 en la Catedral de Gerona.
[5] Positio pág. 6.