Jacob es Israel.

Después de su lucha misteriosa con el personaje divino en el vado de yaboq, Yaveh le cambia el nombre: “en adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y has vencido” (Gn 32, 22-32)... aunque esa es otra historia.

Así pues, Jacob (Israel) tuvo doce hijos: Rubén, Simeón, Judá, Dan, Manasés, Neftalí, Leví, Aser, Zabulón, Gad, José y Benjamín. (Gn 35, 22-26)

José es el pequeño de los once hijos de Jacob y su preferido, antes de que viniera Benjamín (Gn 37, 1-50, 26). Tanto se veía la querencia del padre hacia el pequeño, que sus hermanos no tardaron en tomarle envidia, hasta tal punto que decidieron hacerle desaparecer. Gracias a Dios no le mataron, porque así pudo salvar la vida al encontrarle unos tratantes de esclavos en el pozo donde le tiraron. De ésta forma, José emprenderá un viaje inesperado hacia Egipto, lejos de su tierra, de su familia y de la vida que había conocido hasta entonces. Allí, gracias a su carisma, sus dones y su buen hacer, medrará y se hará un puesto entre los primeros del imperio, no sin amargos reveses, como dar con sus huesos en la cárcel, acusado falsamente. Finalmente se convertirá en la mano derecha del faraón, lo que será providencial para salvar a su pueblo de la hambruna que asolaba el país, al perdonar a sus hermanos y darles cobijo. Un tiempo después, morirá José, morirá el faraón afín a los hebreos y subirá al trono otro que los convertirá en esclavos y tendrá que venir Moisés a salvarlos… pero eso también es otra historia.

Al margen de las innumerables lecciones que podemos sacar de la historia de José cómo la confianza en la divina Providencia, perdonar siempre, actuar con generosidad en cualquier circunstancia, no ceder a la tentación, dar segundas oportunidades, esperar que Dios siempre saque un bien del mal, ser dóciles a los planes de Dios… hay una que me gustaría resaltar. Para ello, veamos otro ejemplo del antiguo testamento.

Se trata de otra pequeña historia novelada, al estilo de la de José, en la que se va contando la trama sin que aparezca Dios de una manera directa, sino que se intuye su presencia entretejida en los acontecimientos… 
Tobit es un anciano honesto y religioso que a pesar de sus buenas acciones no es inmune a las desgracias y así, queda ciego de una manera fortuita (Tb 1, 114, 14). Este es el pretexto para que su hijo Tobías inicie un largo e intenso viaje, en compañía de un misterioso guía que al final revelará su verdadera y divina identidad. Volverá con el remedio para la enfermedad de su padre, no sin antes, salvar a la chica del demonio y casarse con ella…

En definitiva, tanto José cómo Tobías, se ven envueltos en un viaje iniciático y madurativo, lejos de sus familias y el cobijo del hogar, guiados por su fe, confiados en la mano del todopoderoso que los protege... a pesar de que a veces no lo parezca. Cuando terminan su viaje no son los mismos que cuando lo inician. De muchachos inexpertos, pasan a ser hombres fuertes. Tendrán que aprender a dominar sus pasiones, a tener la mente y el corazón abiertos al prójimo y a tener discernimiento para tomar las decisiones correctas en cada momento, de las que dependerán el rumbo que tome el viaje… de su vida.

Todos estamos inmersos en ese viaje y nos vemos obligados a tomar decisiones a diario. Decisiones que a veces parecen de poca importancia pero que van construyendo nuestra personalidad, nuestro mundo y nuestro manera de estar en la vida. Pero en definitiva todos viajamos y no está permitido bajarse hasta que llegue la hora. Atendamos a las señales que aparecen, entendamos la trama de nuestra vida, apostemos por Dios… aunque a veces parece que no esté.

Los apóstoles también hicieron ese viaje. Empezaron como rudos pescadores y terminaron siendo intrépidos predicadores, llevando el Evangelio a todos los puntos cardinales (Mc 16, 15). Se dejaron seducir por la invitación de su maestro a dejar sus redes (Mt 4, 19) y a iniciar un cambio en sus vidas, pero no se imaginaban cuanto iban a… crecer.


“Jesús dijo: el reino de los cielos es semejante al grano de mostaza que un hombre tomo y sembró en su campo, el cual a la verdad es la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas y se hace árbol, de tal manera que vienen las aves del cielo y hacen nidos en sus ramas” (Mt 13, 31-32)