María es modelo de muchas cosas para el creyente, es ejemplo del más insigne miembro de la iglesia que debe animar al cristiano a mirar al cielo y esperar su mismo destino. La asunción de María es garantía y certeza de nuestro final. Esperanza que mana de la fuente primordial: la Pascua de Cristo y su resurrección que es primicia de eternidad para todo mortal. Es la promesa en la que se basa nuestra fe.

Sin embargo, todo esto puede quedarnos lejos si hablamos de la inmaculada concepción y nos fijamos, por tanto, en su ausencia de pecado original.

En cualquier caso, no son estas las claves que me gustaría reseñar sino otra que envuelve, supera y modifica toda esta visión lógica y esquemática.

El ofrecimiento.

María, ante todo es una vida ofrecida a Dios. Desde el comienzo de su plena conciencia hasta el último de sus días terrenales, el corazón de la virgen está entregado a Dios y a su voluntad. Un alma que respira a Dios. Una mente que contempla a su hacedor. Un cuerpo que canta la gloria de su creador. María es el lugar de todas las gracias, principalmente porque deja hacer a Dios. Plan maravilloso y singular del todopoderoso que cuenta con el sí de su criatura. Plan maravilloso del Padre para con cualquiera de sus hijos adoptivos. Plan maravilloso de Dios que la libertad humana frustra constantemente. Ofrecer la vida es peligroso, incierto y posiblemente doloroso. Así le pasó a María y a su Hijo querido. No nos engañemos. Ofrecerse a Dios es disponerse a sufrir. El problema es que nos cuesta entender que sufrir es siempre nuestro destino inmediato, pero sufrir por la voluntad de Dios es nuestro destino más perfecto. Pocas almas, pues, se han ofrecido a Dios como hostias vivas, en una entrega absoluta y confiada. Durante diferentes etapas de su vida o con mayor o menor intensidad o con más o menos parcelas de su ser, algunos lo han conseguido. Una nube ingente de santos reconocidos o anónimos atestiguan que han alcanzado niveles de intimidad y felicidad divinas según el nivel de su ofrecimiento. Y es que Dios respeta escrupulosamente nuestra libertad y no puede hacer nada sin nuestro permiso.

Esto es lo único que deberíamos considerar para nuestra perfecta peregrinación por esta tierra: la felicidad y la satisfacción plenas residen en el nivel de ofrecimiento de nuestras vidas a Dios que es el que mejor sabe darnos lo que necesitamos para nuestra salvación. Una vida ofrecida a la providencia divina es una vida perfecta en el amor a Dios. Los niveles de frustración que muchas veces sentimos dependen casi exclusivamente en no dejar a Dios ser Dios y no contemplar este divino plan.

Miremos a María, no con los ojos derrotados de los esclavos que arrastran las secuelas del pecado original, no con la mirada utópica del que es consciente de que no puede llegar a la meta por lejana e inaccesible, sino con el corazón puesto en Dios en una entrega generosa y fiel a su voluntad. Digamos como Teresa de Liseux que la felicidad consiste en ser el juguete de Jesús, ser como una pelotita a la que nuestro Señor trata a su gusto para su divertimento. Bendito sea el Señor que se entretiene con su juguete.

Este plan exige una renuncia a la que no está dispuesto cualquiera, pero ofrecer la vida a Dios, cuanto antes y ante todo, es asegurar su cielo en tu tierra.

 

                           “He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palaba” (Lc 1, 38)