“¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos? El letrado contestó: El que practicó la misericordia con él. Le dijo Jesús: Anda, haz tú lo mismo” (Lc 10, 29-37).
La parábola del buen samaritano nos pone ante los ojos un ejemplo clásico de lo que Jesús considera un buen modelo de comportamiento. Esa parábola tenía, además, una segunda lectura, pues el protagonista era “samaritano”, un hombre perteneciente a una raza despreciada por los que se consideraban el “pueblo elegido”. La lección es sencilla: se es “pueblo elegido” sólo si se ama. El amor no puede ser sustituido ni siquiera por la oración y los sacramentos, cuando lo que Dios pide en un momento concreto es que se ayude al prójimo. Rezar, comulgar o confesarse son una manifestación de ese amor, pero no pueden considerarse como las únicas expresiones del amor, sobre todo a costa de olvidar las que hacen referencia a las necesidades del prójimo.
Pero hay otra enseñanza más en la parábola, y va dirigida a aquellos que analizan su conciencia desde la perspectiva de no cometer pecados, de no hacer el mal. Suelen olvidar que hay un pecado muy sutil pero muy frecuente: el de omisión. Ni el sacerdote ni el fariseo le habían hecho nada malo a aquel hombre apaleado. Sin embargo, el Señor no los puso como modelo de comportamiento para sus discípulos. El que puede hacer el bien y no lo hace, comete un pecado, tanto mayor cuanta más grande es la necesidad de ayuda que tiene el prójimo. Cristo no nos pide que resolvamos los problemas del mundo, pero sí que pongamos nuestro grano de arena, incluso con esfuerzo, para que esos problemas sean resueltos. Amar, no hay que olvidarlo, es un mandamiento, un deber para el cristiano.