¿Qué tengo yo que ver con vosotros, hijos de Sarvia?
David constantemente hace esa pregunta durante su reinado. Es una pregunta que le hace a ellos, que se hace a sí mismo y, sobre todo, se la hace a Dios. ¿Qué tengo yo que ver con estos? ¿Por qué tengo que soportarlos?
Pero, ¿quiénes son los hijos de Sarvia? (2 Sam 16, 10)
Son parientes de David, son los hijos de su hermana. Tres sobrinos fuertes y valientes, Joab, Abisai y Asael (2 Sam 2, 18), en los que David se apoya para llevar sus batallas a buen término. Gente fiel, valerosa y determinada que guerrean en favor de su rey y en favor de… sus propios intereses. Sí, porque los hijos de Sarvia contribuyen al fortalecimiento del reinado con sus armas, sus estrategias e, incluso, su propio dinero, pero con una contundencia excesiva. De hecho, asesinan a sangre fría a tres personajes muy amados por David: Abner, Amasá y su propio hijo, Absalón. Literalmente, los quitan de en medio, porque les hacen sombra, porque son una amenaza para ellos. Y cuando David llora por la muerte de éstos tres, los hijos de Sarvia, desprecian lo que para ellos es un extraño sentimentalismo.
¿Qué tengo yo que ver con vosotros, hijos de Sarvia?
David clama al cielo ante este espíritu duro y sin misericordia, impotente porque no puede deshacerse de ellos. Ocupan puestos clave en su ejército y han alcanzado demasiado poder. Los tiene que soportar como parte del plan de Dios, que los ha utilizado para estabilizar el gobierno…
David no lo hará pero le dejará el encargo hecho a su sucesor, su hijo Salomón. Será lo primero que haga, antes de hacer juicios sabios y construir el templo más majestuoso de la historia. Ajusticiará a los hijos de Sarvia y acabará con su espíritu mundano (1 Re 2, 5-6)
Los hijos de Sarvia están entre nosotros. Son gente con poder, con mando, con autoridad. Son segundos, encargados o manos derechas. Están cerca del que manda, son consejeros que tienen libre acceso al jefe, gente que tiene la confianza del dirigente. En el trabajo, en los grupos y en la iglesia…
Son responsables de grupos humanos que actúan con aparente fidelidad, pero que no toleran rivales. Tienen facilidad para convencer y para nunca quedar mal ellos mismos, siempre hay alguien que pague los platos rotos. Les gustar estar, que se les vea, y están acostumbrados a mandar y que se les obedezca. Y tienen todo tipo de recursos para dejar mal al posible enemigo que rivaliza con ellos, quedando siempre por encima, como el aceite. El jefe suele confiar en ellos por su demostrada fidelidad, pero no sabe o no quiere saber, como gestionan sus recursos. Son gente con apariencia de humildad, que son capaces de engañar a muchos durante mucho tiempo… Pero todo tiene su final.
Ese espíritu es muy mundano para estar dentro de la iglesia, es tratar las cosas de Dios como si fueran posesión propia. Es ocupar puestos, no para el simple servicio, sino para la propia realización. Es la corrupción del poder. Es un espíritu egocentrista que importa más el ego propio que el bien ajeno, y todo revestido con un barniz de religiosidad abnegada.
Todos tenemos la tentación de caer en ese espíritu de Sarvia. Todos tenemos la tentación de creernos imprescindibles, de creernos la última coca-cola del desierto, de creer que nos merecemos respeto y consideración por todo lo que nos entregamos a la causa y por todo lo que aportamos. Todos tenemos la tentación de creernos el ombligo del mundo...
Es el espíritu de los apóstoles cuando van discutiendo por el camino, quién es el mayor de entre ellos (Mc, 9, 33) y Jesús les aclara que el que quiera ser el mayor, que se ponga al servicio de todos. Nuestras miras siempre son vanidosas, queremos alimentar nuestro ego y conseguir el poder y la admiración de los demás, pero Jesús nos enseña el verdadero camino de la satisfacción y la realización personal: el servicio. Pero un servicio desinteresado y dispuesto a no ser ni recompensado ni reconocido. Un servicio en el anonimato y en la sencillez, sin abrumar a los demás ni luchar por el puesto.
Cuando la Santa de Ávila era atacada por las flechas de la vanidad, pedía a su superiora que le pusiera en el encargo más humilde y oscuro del convento. ¿Estamos dispuestos a ser los últimos, a no contar para nadie, a ser invisibles, a que no se acuerden ni de nuestro nombre? ¿O luchamos por nuestra imagen, sufrimos porque nos corrigen, nos preocupamos porque nos quitan el puesto? Una forma clara de diagnosticar si sufrimos el síndrome Sarvia es imaginarnos la posibilidad de que nos echen del lugar que ocupamos en el grupo...
¿Acaso sería el fin del mundo?
Preocupémonos no por nuestro lugar en el mundo sino por la salvación de nuestra alma...
"De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo los que os fue mandado, decid: somos siervos inútiles, hemos hecho lo que debíamos hacer" (Lc 17, 10)
David constantemente hace esa pregunta durante su reinado. Es una pregunta que le hace a ellos, que se hace a sí mismo y, sobre todo, se la hace a Dios. ¿Qué tengo yo que ver con estos? ¿Por qué tengo que soportarlos?
Pero, ¿quiénes son los hijos de Sarvia? (2 Sam 16, 10)
Son parientes de David, son los hijos de su hermana. Tres sobrinos fuertes y valientes, Joab, Abisai y Asael (2 Sam 2, 18), en los que David se apoya para llevar sus batallas a buen término. Gente fiel, valerosa y determinada que guerrean en favor de su rey y en favor de… sus propios intereses. Sí, porque los hijos de Sarvia contribuyen al fortalecimiento del reinado con sus armas, sus estrategias e, incluso, su propio dinero, pero con una contundencia excesiva. De hecho, asesinan a sangre fría a tres personajes muy amados por David: Abner, Amasá y su propio hijo, Absalón. Literalmente, los quitan de en medio, porque les hacen sombra, porque son una amenaza para ellos. Y cuando David llora por la muerte de éstos tres, los hijos de Sarvia, desprecian lo que para ellos es un extraño sentimentalismo.
¿Qué tengo yo que ver con vosotros, hijos de Sarvia?
David clama al cielo ante este espíritu duro y sin misericordia, impotente porque no puede deshacerse de ellos. Ocupan puestos clave en su ejército y han alcanzado demasiado poder. Los tiene que soportar como parte del plan de Dios, que los ha utilizado para estabilizar el gobierno…
David no lo hará pero le dejará el encargo hecho a su sucesor, su hijo Salomón. Será lo primero que haga, antes de hacer juicios sabios y construir el templo más majestuoso de la historia. Ajusticiará a los hijos de Sarvia y acabará con su espíritu mundano (1 Re 2, 5-6)
Los hijos de Sarvia están entre nosotros. Son gente con poder, con mando, con autoridad. Son segundos, encargados o manos derechas. Están cerca del que manda, son consejeros que tienen libre acceso al jefe, gente que tiene la confianza del dirigente. En el trabajo, en los grupos y en la iglesia…
Son responsables de grupos humanos que actúan con aparente fidelidad, pero que no toleran rivales. Tienen facilidad para convencer y para nunca quedar mal ellos mismos, siempre hay alguien que pague los platos rotos. Les gustar estar, que se les vea, y están acostumbrados a mandar y que se les obedezca. Y tienen todo tipo de recursos para dejar mal al posible enemigo que rivaliza con ellos, quedando siempre por encima, como el aceite. El jefe suele confiar en ellos por su demostrada fidelidad, pero no sabe o no quiere saber, como gestionan sus recursos. Son gente con apariencia de humildad, que son capaces de engañar a muchos durante mucho tiempo… Pero todo tiene su final.
Ese espíritu es muy mundano para estar dentro de la iglesia, es tratar las cosas de Dios como si fueran posesión propia. Es ocupar puestos, no para el simple servicio, sino para la propia realización. Es la corrupción del poder. Es un espíritu egocentrista que importa más el ego propio que el bien ajeno, y todo revestido con un barniz de religiosidad abnegada.
Todos tenemos la tentación de caer en ese espíritu de Sarvia. Todos tenemos la tentación de creernos imprescindibles, de creernos la última coca-cola del desierto, de creer que nos merecemos respeto y consideración por todo lo que nos entregamos a la causa y por todo lo que aportamos. Todos tenemos la tentación de creernos el ombligo del mundo...
Es el espíritu de los apóstoles cuando van discutiendo por el camino, quién es el mayor de entre ellos (Mc, 9, 33) y Jesús les aclara que el que quiera ser el mayor, que se ponga al servicio de todos. Nuestras miras siempre son vanidosas, queremos alimentar nuestro ego y conseguir el poder y la admiración de los demás, pero Jesús nos enseña el verdadero camino de la satisfacción y la realización personal: el servicio. Pero un servicio desinteresado y dispuesto a no ser ni recompensado ni reconocido. Un servicio en el anonimato y en la sencillez, sin abrumar a los demás ni luchar por el puesto.
Cuando la Santa de Ávila era atacada por las flechas de la vanidad, pedía a su superiora que le pusiera en el encargo más humilde y oscuro del convento. ¿Estamos dispuestos a ser los últimos, a no contar para nadie, a ser invisibles, a que no se acuerden ni de nuestro nombre? ¿O luchamos por nuestra imagen, sufrimos porque nos corrigen, nos preocupamos porque nos quitan el puesto? Una forma clara de diagnosticar si sufrimos el síndrome Sarvia es imaginarnos la posibilidad de que nos echen del lugar que ocupamos en el grupo...
¿Acaso sería el fin del mundo?
Preocupémonos no por nuestro lugar en el mundo sino por la salvación de nuestra alma...
"De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo los que os fue mandado, decid: somos siervos inútiles, hemos hecho lo que debíamos hacer" (Lc 17, 10)