Este pasado domingo celebramos la Solemnidad de Cristo Rey del universo. Rey que desea reinar en nuestro ser. Rey de un Reino que no es de este mundo. Rey que ejerce su potestad sobre el bien, la belleza y la bondad, para que nazcan y crezcan en nuestro espíritu. No es un Rey de huestes, enfrentamientos, dolor, desprecios o soberbia. Es un Rey de humildes servidores, unidad, esperanza, encuentros y docilidad. Él es quien llama a nuestra puerta, esperando que le abramos para comer con nosotros. Sólo Él tiene palabras de vida eterna. Él es la Clave de Bóveda de lo que somos. Él es el Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas. Él es la Luz del mundo, que ilumina el Camino que nos permite seguirle. Aunque todas las potencias del mundo se unan para echarlo y que le olvidemos, sus Palabras no pasarán.
¿Qué sucede cuando olvidamos que las mareas del mundo son controladas únicamente por Él? Es evidente: perdemos toda la esperanza y buscamos ídolos de oro que cumplan nuestros deseos humanos. Perdemos la esperanza y preferimos que el fin de los tiempos ocurra cuando nos interesa y conviene. Algo similar le sucedió al Pueblo Judío cuando permaneció cuarenta años perdido en el desierto. Hasta Moisés llegó a dudar de la preeminencia de Dios y esto le impidió pisar la Tierra Prometida. ¿No estamos cometiendo el mismo error? Olvidamos que las ponencias del mal no prevalecerán.
Quisiera sacar una última indicación de la Palabra de Dios, en particular de la promesa de Cristo de que las potencias del infierno no prevalecerán sobre su Iglesia. Estas palabras "Non praevalebunt - no prevalecerán" (Mt 16,18) pueden tener también un significativo valor ecuménico, desde el momento en que, como señalaba hace poco, uno de los efectos típicos de la acción del Maligno es precisamente la división dentro de la Comunidad eclesial. Las divisiones, de hecho, son síntomas de la fuerza del pecado, que sigue actuando en los miembros de la Iglesia también después de la redención. Pero la palabra de Cristo es clara: "Non praevalebunt - no prevalecerán" (Mt 16,18). La unidad de la Iglesia está arraigada en su unión con Cristo, y su causa de la plena unidad de los cristianos -que siempre hay que buscar y renovar, de generación en generación- está también sostenida por su oración y por su promesa. En la lucha contra el espíritu del mal, Dios nos entregó en Jesús al "Abogado" defensor, y, después de su Pascua, "otro Paráclito" (cfr Jn 14,16), el Espíritu Santo, que permanece con nosotros para siempre y que conduce a la Iglesia hacia la plenitud de la verdad (cfr Jn 14,16; 16,13), que es también la plenitud de la caridad y de la unidad. (Benedicto XVI. 20-06-2010)
Cristo es Rey y como se lee en la Parábola de los Obreros de la Hora Undécima, sabe ser justo y misericordioso, por encima de nuestra interesada justicia humana. Qué triste es que Dios nos permita ser herramientas suyas y nosotros protestemos porque no nos ha pagado igual que los que han estado menos tiempo. Sin duda, damos más importancia al mundo que al espíritu. ¿Dónde hemos edificado nuestra casa? ¿En la arena del mundo o sobre la Roca de Cristo? Porque, como dice Cristo, hay que nacer de nuevo. Nacer del Agua y del Espíritu es imprescindible. ¿Por qué? Porque “... el que no nace de agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3, 5) Y en el Reino de Dios, Cristo es el Rey.