Hace un par de veranos una amiga y yo tuvimos nuestra sesión correspondiente de “terapia de piscina”: las dos sentadas a la sombra dándole a la lengua mientras no quitábamos el ojo de encima a nuestros niños que se estaban bañando. Porque las mujeres sí que somos capaces de hacer 2 cosas a la vez, sobre todo si una de ellas es hablar.

Las dos teníamos ya por aquel entonces hijos adolescentes y las situaciones que comentábamos eran tan parecidas que podríamos haber intercambiado los hijos.

Esa noche ya en la cama me puse a pensar. Hay mucha literatura para padres responsables interesados en hacerlo bien acerca de cómo sienten, piensan (o no piensan) y actúan los adolescentes y cómo debemos actuar sus padres.

Eso está muy bien pues en ocasiones nos desconciertan y no sabemos bien cómo responder: ¿le doy  un sopapo o un abrazo? ¿Le digo una más gorda o me hago la sorda?

Yo echo de menos otra información: ¿cómo se sienten los padres y las madres de los adolescentes? ¿Es natural esto que siento, esto que pienso, esto que me dan ganas de hacer o decir? ¿O soy una mala madre por pensarlo o sentirlo? ¿Me pasa sólo a mí o les pasa a todos los padres de adolescentes del mundo?

Empecé pensando en cuántas veces a lo largo del día mis adolescentes me habían dado malas contestaciones, me habían puesto “caritas” o me habían hablado con condescendencia.

Seguí con las veces que me habían dado las gracias o sonreído y caí en la cuenta de que apenas se habían dirigido a mí en todo el día.

Y de ahí llegué a la desagradable evidencia de que soy el poli malo, la que regaña, la que sermonea, la que da la barrila todo el día con lo mismo. Y es que en casa, aunque todo lo relativo a los hijos lo hablamos entre los dos, generalmente soy yo la que dicta sentencia y claro, “unos cardan la lana y otros se llevan la fama”.

Así pues, poli malo. ¡Con lo que me cuesta decir que no! Con lo que me cuesta regañar y corregir, que es súper desagradable… Y con lo que me cuesta que luego se enfaden conmigo y se pasen días sin hablarme ni mirarme.

Y me entraron ganas de  llorar porque esas cosas me duelen. Además ya no me necesitan, no necesitan a su madre que los llevó dentro de ella durante 40 semanas con sus días y  sus noches, con sus náuseas, vómitos y mareos, con su ciática correspondiente y todos los abalorios de rigor, amén del parto y post-parto, de las tomas a horas indecentes, las grietas, los cólicos del lactante, el dolor de las encías, la reacción a las vacunas y todo lo demás.

No necesitan a su madre, la de los achuchones, la del “cura, sana, culito de rana” y los besitos que curan, la que da la vuelta a la almohada después de una pesadilla para ponerla del lado de los sueños bonitos.

Ahora no necesitan a su madre, más bien parece que lo que necesitan es a la patrona de una pensión que les lave y planche la ropa, que les haga la comida y les cosa los agujeros de los calcetines.

Sé que no actúan así por mala uva pero es así como me hacen sentir, y me hiere. Sé que no debo pedirles nada a cambio de haberles dado la vida, ¡pero es que tampoco les pido esto que me dan!  Sé que forma parte del lote, que viene de serie y que se irá solo con el tiempo.

Pero mientras dura me duele, me hiere, me pica, me molesta, me ralla, me saca de quicio, etc., etc., etc.

Además, si todo va según lo previsto, en cuanto cumplan los 18 se irán a la universidad y probablemente se vayan a vivir a una residencia o un piso de estudiantes. Normal, lógico, lo que toca. ¡Pero es que aunque se creen muy mayores son niños!

Tendrán pensado trabajar en algo para ayudar a mantenerse, lo que es lógico, pero ¿podrán con tanto cambio a la vez? Porque son unos cuantos:

 
¿Podrán con todo eso? ¿Se adaptarán bien, pronto, sin problemas? Tendrán que aprender a manejarse con el banco, a administrar solos su dinero, a resolver los problemas con los profesores por su cuenta. ¡Son muchas cosas de golpe!

Así que me siento fatal: ignorada, ignorante, una Cenicienta, algo asustada y con el corazón desgarrado. Y no he encontrado ningún artículo ni ningún libro que hable sobre esto.

Me cuesta que crezcan y se hagan independientes, que abandonen el nido para hacerse el suyo propio.

El primer verano que mi hijo mayor pasó sin nosotros una amiga me dijo: “agárrate al rosario déjalos volar.” Y desde entonces esa frase me viene mucho a la cabeza.

¡Es que es verdad! ¡Hay que dejarlos volar! Hay que darles las lecciones básicas, los principios fundamentales para que sean personas buenas, responsables, trabajadoras. Nosotros además los educamos para que sean buenos cristianos.

Pero llega un momento en que deben irse y vivir su propia vida. Exactamente igual que lo hice yo y que lo hizo su padre. Y me resulta difícil, mucho más de lo que pensaba que sería.  Ahora es cuando toca hacer lo que dice mi amiga: agarrarse al rosario y dejarles volar.

Porque no soy una yegua ni una leona que sigue su instinto animal sin preguntarse nada; soy una mujer madre que siempre tendrá a sus hijos en el corazón y en el pensamiento.

Por eso se los confío a la Madre, por eso tomaré el rosario en mis manos y les dejaré volar.