La comunión conyugal se caracteriza no sólo por su unidad, sino también por su indisolubilidad: “Esta unión íntima, en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exige la plena fidelidad de los cónyuges y reclama su indisoluble unidad”.
Es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida, y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal, que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza.
Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: Él quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia.
Cristo renueva el designio primitivo que el Creador ha inscrito en el corazón del hombre y de la mujer, y en la celebración del sacramento del matrimonio ofrece un “corazón nuevo”: de este modo los cónyuges no sólo pueden superar la “dureza de corazón”, sino que también y principalmente pueden compartir el amor pleno y definitivo de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha carne. Así como el Señor Jesús es el “testigo fiel”, es el “sí” de las promesas de Dios y consiguientemente la realización suprema de la fidelidad incondicional con la que Dios ama a su pueblo, así también los cónyuges cristianos están llamados a participar realmente en la indisolubilidad irrevocable, que une a Cristo con la Iglesia su esposa, amada por Él hasta el fin.
El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad del Señor: “lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”.
Dar testimonio del inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las parejas cristianas de nuestro tiempo.1
Este número de la Familiaris Consortio nos hace ver cómo es necesario que nosotros demos un testimonio fiel y firme a través de nuestra vocación específica. Y es preciso que a través del matrimonio las parejas cristianas encuentren no sólo la realización de un sacramento, sino la aventura mediante la cual experimentan el amor constante de Dios en su proyecto.
El arzobispo vietnamita Francisco Javier Nguyen van Thuan con ocasión de los Ejercicios Espirituales que impartió en el Vaticano en presencia del Papa Juan Pablo II del 12 al 18 de marzo del año 2000, publicó un hermoso libro en la editorial Ciudad Nueva con todas las meditaciones de esos Ejercicios. Tiene por título Testigos de esperanza. Mirad con qué sentimiento escribe en las primeras páginas esta dedicatoria:
A mi madre Elisabeth, que me educó desde que estaba en su seno. Me enseñaba todas las noches las historias de la Biblia, me contaba la memoria de nuestros mártires, especialmente de nuestros antepasados; me enseñaba el amor a la patria, me presentaba a Santa Teresa del Niño Jesús como modelo de virtudes cristianas.
Es la mulier fortis, la mujer fuerte, que sepultó a sus hermanos masacrados por los traidores, a los que luego perdonó sinceramente, acogiéndolos siempre, como si nada hubiera sucedido. Cuando estaba en la prisión, era mi gran consuelo. Decía a todos: “Reza para que mi hijo sea fiel a la Iglesia y permanezca donde Dios quiera que esté”.
Y más adelante escribe:
De mi padre, que era constructor, aprendí que para construir una casa de cemento armado hay que purificar bien todos los elementos: el hierro, la arena, la grava, el cemento. La resistencia del edificio que se construye depende de este trabajo de purificación, que elimina todo factor de contaminación. Algo semejante vale para la comunión entre nosotros. Saber ir contra el propio yo y mortificarse es indispensable. Existen varias prácticas a este fin, como el ayuno y otras. Pero la más evangélica y al mismo tiempo la más a mano, posible en todo momento, es la relación con el prójimo: acoger al otro, estar siempre disponibles, saber escuchar, tener paciencia, hacerse todo a todos, anteponer los intereses del otro a los propios es una continua renuncia al propio yo y nos pone en Dios2.
Romper con nuestro egoísmo. La indisolubilidad sólo se construye con una entrega clara y constante, día a día, en todas las situaciones. Cuando cualquiera de los dos, el esposo o la esposa -sucede también en cualquier relación: en familia, entre amigos- ante cualquier contratiempo o duda empieza a esconder algo aunque sea por no disgustar al otro, crea un abismo que día a día se va abriendo y es más infranqueable. Por eso es necesario romper con el egoísmo. Dice el Señor: Serán los dos una sola carne. No una que anula a la otra; los dos, una unidad. Y eso es lo que nosotros, con nuestra vida, hemos de testimoniar.
La comunión -sigue diciendo el arzobispo vietnamita- es un combate en todo momento. La convivencia de un solo instante puede pulverizarla; basta una nimiedad; un solo pensamiento sin caridad, un juicio conservado obstinadamente, un apego sentimental, una orientación equivocada, una ambición o un interés personal, una acción realizada por uno mismo y no por el Señor… Ayúdame, Señor, a examinarme así: ¿cuál es el centro de mi vida: Tú o yo? Si eres Tú, nos reunirás en la unidad. Pero si veo que a mi alrededor poco a poco todos se alejan y se dispersan, es signo de que me he puesto a mí mismo en el centro.
Así termina quien pasó tantos años en la cárcel. Cuando muchas veces la gente se queja del criterio de la Iglesia, cuando se utilizan esos argumentos pobres de que los sacerdotes, los que enseñan la doctrina, el mismo Pontífice, no saben qué es eso de la convivencia matrimonial, nos encontramos con estas líneas tan sencillas, que nos hacen reflexionar sobre cuántas veces nosotros hemos fallado en lo mismo.
Pidamos hoy al Señor amor de entrega, de generosidad, de constancia; amor en la lucha y en el sacrificio. Para que nos demos cuenta de que rompiendo nuestro egoísmo es como vamos a crecer en donación al otro.
Hoy, 7 de octubre
El Santo Padre Francisco decidido invitar hace unas semana a todos los fieles, de todo el mundo, a rezar cada día el Santo Rosario durante todo el mes mariano de octubre y a unirse así en comunión y penitencia, como pueblo de Dios, para pedir a santa Madre de Dios y a San Miguel Arcángel que protejan a la Iglesia del diablo, que siempre pretende separarnos de Dios y entre nosotros.
La oración -afirmó el Pontífice hace pocos días, el 11 de septiembre, en una homilía en Santa Marta, citando el primer capítulo del Libro de Job- es el arma contra el gran acusador que vaga por el mundo en busca de acusaciones. Solo la oración puede derrotarlo. Los místicos rusos y los grandes santos de todas las tradiciones aconsejaban, en momentos de turbulencia espiritual, protegerse bajo el manto de la santa Madre de Dios pronunciando la invocación Sub tuum praesídium.
La invocación "Sub tuum praesídium" dice así:
“Sub tuum praesídium confúgimus, sancta Dei Génetrix; nostras deprecatiónes ne despícias in necessitátibus, sed a perículis cunctis líbera nos semper, Virgo gloriósa et benedícta”.
[Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien, líbranos de todo peligro, ¡Oh, siempre virgen, gloriosa y bendita!]
El Santo Padre pide a los fieles de todo el mundo que recen para que la Santa Madre de Dios, ponga a la Iglesia bajo su manto protector, para defenderla de los ataques del maligno, el gran acusador, y hacerla, al mismo tiempo, siempre más consciente de las culpas, de los errores, de los abusos cometidos en el presente y en el pasado y comprometida a luchar sin ninguna vacilación para que el mal no prevalezca.
El Santo Padre también ha pedido que el rezo del Santo Rosario durante el mes de octubre concluya con la oración escrita por León XIII:
“Sancte Míchael Archángele, defénde nos in próelio; contra nequítiam et insídias diáboli esto praesídium. Imperet illi Deus, súpplices deprecámur, tuque, Prínceps milítiae caeléstis, Sátanam aliósque spíritus malígnos, qui ad perditiónem animárum pervagántur in mundo, divína virtúte, in inférnum detrúde. Amen”.
[San Miguel Arcángel, defiéndenos en la lucha. Sé nuestro amparo contra la perversidad y asechanzas del demonio. Que Dios manifieste sobre él su poder, es nuestra humilde súplica. Y tú, oh Príncipe de la milicia celestial, con el poder que Dios te ha conferido, arroja al infierno a Satanás y a los demás espíritus malignos que vagan por el mundo para la perdición de las almas. Amén.]
PINCELADA MARTIRIAL
El recordado y querido hermano marista Federico Plumed Feced, que fue vicepresidente Nacional de Hispania Martyr, me hizo llegar esta recreación del fusilamiento de los mártires maristas en el cementerio de Montcada con la Sagrada Familia -entonces en construcción- y el monumento a Colón, mostrando la ciudad de Barcelona de fondo.
Explicaba así lo que sucedió con uno de los hermanos.
“Los dirigentes de las ejecuciones hacían todo lo posible para no dejar ningún rastro, porque no querían correr el riesgo de ser descubiertos. Para que ni los familiares pudieran reconocer a los cadáveres, los volvían a cargar en la caja del camión y de regreso, en algunos casos, los llevaban a las machacadoras de la fábrica de cemento Asland, en el término municipal de Montcada, y de acuerdo con los trabajadores anarquistas de aquella empresa los hacían desaparecer en los múltiples hornos de carbón que formaban la base de calentamiento del gran horno tubular inclinado.
Uno de los maristas del grupo de 44, presente en las tapias del cementerio de Montcada, Hno. Victorino José Blanch Roca, malherido, se levantó cuando los patrulleros se habían retirado y siguiendo el camino de la carretera hacia Barcelona llegó a una casa particular en el nº 1 de la calle Provenza, de Montcada. Le abre la puerta doña Paula Auladell Gaspar. Le explica su tragedia y le pide auxilio. Como iba descalzo le entrega sus propias alpargatas de color blanco. Al verle extenuado, le limpia y cura las heridas, pero no puede esconderle en su casa porque a su marido, un guardagujas de la RENFE, lo están buscando desesperadamente. Le habían hecho varios registros domiciliarios y prometían que volverían. El Hno. José se despide de la Sra. Paula y sigue camino de Barcelona. Llama a la puerta de otra casa preguntando por el camino seguro hacia Barcelona. Le abren Juan y Luis Carrasco y en lugar de indicarle el camino que buscaba, lo delatan y denuncian al comité de Montcada, que seguidamente lo conducen de nuevo al montón de los 43 fusilados y allí mismo, sobre sus compañeros le disparan y asesinan.
Las exhumaciones del cementerio de Montcada fueron realizadas en dos fechas: el 26 de noviembre de 1937 y el 30 de marzo de 1938, donde se exhumaron 446 cadáveres y sólo se reconocieron 164 y la tercera y gran exhumación iniciada el 22 de enero de 1941, donde se exhumaron 1.146 cadáveres y sólo se reconocieron 308.
El Hno. Victoriano José fue beatificado en Roma el 28 de octubre de 2007 junto a 497 mártires de la persecución religiosa, 45 de los cuales eran como él hermanos maristas de san Marcelino Champagnat
----------------------------
1 San JUAN PABLO II, Familiaris consortio, nº 20.
2 Fco. Javier NGUYEN VAN THUAN, Testigos de esperanza, página 179 (Madrid, 2000).
[1] Fue beatificado en Roma el 28 de octubre de 2007 junto a 497 mártires de la persecución religiosa, 45 de los cuales eran como él hermanos maristas de san Marcelino Champagnat.