He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Estas palabras dan testimonio del modo en que Nuestro Señor Jesucristo sentía el peso de su misión. Lo que se urde en un rincón del mundo es el comienzo de un incendio intencionado que ya nunca, mientras dure la historia universal, se apagará1.
El profeta Jeremías, de quien escuchamos la primera lectura, había hablado con frecuencia de un fuego de Dios que nadie podrá apagar (4,4; 17,4; etc.); también estaba el fuego de la palabra de Dios en la boca del profeta. Pero esta vez el fuego inextinguible es Jesús, la Palabra total de Dios. Y otra vez se pregunta Jeremías: ¿No es así mi Palabra (Palabra encarnada) como el fuego, y como un martillo hace pedazos la peña? (23,29).
Como un martillo golpea la peña... Pero el martillo hace pedazos a la Palabra misma, para que este fuego brote de ella. Así lo expresa el cardenal Hans Urs von Balthasar… la pasión, hasta la impotencia última y el abandono de Dios, debe alcanzar a la Palabra; esta debe hundirse en el abismo sin fondo del miedo, para que de ese vaciamiento brote la plenitud; de ese miedo mortal, la audacia; de ese ahogo, la llama del amor de Dios que lo incendia todo. En ningún caso puede experimentar la menor mitigación la predicación de la cruz (1 Cor 1,18), el escándalo de la cruz (Ga 5,11).
Y lo más doloroso es que el portador de unidad y paz debe partirlo todo, para que lo falsamente unido se pueda juntar nuevamente de raíz. Entregará a la muerte hermano a hermana y padre a hijo; se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre (Mc 13,12s). Acordaos de la palabra que os he dicho: El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros. Pero me han odiado sin motivo (Jn 15,20ss). La división atraviesa todas las casas: tres contra dos y dos contra tres (Lc 12,52). No es un problema de convivencia; es cuestión de colocarnos al lado de la Palabra de Dios y vivir en ella, o abandonarla y crear división.
La cruel persecución que a lo largo de la historia de la Iglesia ha azotado con saña por el mundo entero a los que se han considerado seguidores de Cristo, encuentra uno de sus capítulos más duros en lo que aconteció en nuestra nación durante la Guerra Civil, con la bárbara persecución que desde la Revolución de Asturias de 1934 sufrió la Iglesia española. El pasado viernes celebrábamos la memoria de la beata María Sagrario de San Luis Gonzaga.
Lillo, bonito pueblo de nuestra Mancha toledana, que la vio nacer, puede estar orgulloso de esta hija suya que escaló la cumbre de la confesión martirial dando testimonio de su grandeza de ánimo y de la intrepidez de su raza humana y cristiana. Antes ya destacó por ser una gran personalidad en lo humano. Elvira Moragas Cantarero -este era su verdadero nombre- cursó la carrera de Farmacia y fue la segunda mujer española que, alcanzando dicho título, regentaba en 1911 la farmacia familiar en el número once de la madrileña calle de San Bernardino2.
Dirigida del famoso padre jesuita, el Beato José María Rubio, abandonó su trabajo de farmacéutica, una vez que de su hermano Ricardo terminó la carrera y ocupó la botica familiar. Así pudo ingresar en las carmelitas descalzas en el Convento de San José y Santa Ana de Madrid. Por su espíritu de oración y su amor a la Eucaristía encarnó perfectamente el ideal contemplativo y eclesial del Carmelo teresiano. Fue priora de su comunidad y sufrió martirio, gracia ansiada por ella, con la entereza de la fe y el ardor de su amor a Cristo, en la mañana del 15 de agosto de 1936.
¡Con qué claridad comprendió esto la Beata María Sagrario! He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Afirma el Padre Aldama, comentando este evangelio de hoy, que se está hablando del fuego del amor. ¡Cuántos heroísmos de virtud! ¡Cuántos heroísmos de santidad! Es el fuego que Él prendió en la tierra. ¡Cuántas inmolaciones ocultamente, sin que nadie lo supiera! Es el fuego que ardía en sus corazones, es el fuego que Él ha venido a prender en el mundo. ¡Cuántas almas que han dado testimonio de Jesús, de su palabra, de su amor por encima de todas sus dificultades internas y externas, hasta llegar al martirio incruento del corazón o, más todavía, a dar la vida por Cristo! ¡Cuántas almas! Y es el fuego que Él ha prendido en la tierra3.
El Padre José María Rubio afirmaba siempre: Hacer lo que Dios quiere y querer lo que Dios hace. Y este pasó a ser el lema de nuestra Beata, que con frecuencia repetía: ¡Jesús reine siempre en mi corazón para alabanza de su gloria!
La paz que ofrece el mundo es la paz que vive tranquila en el pecado, en las pasiones, en los afectos desordenados, en todo lo que no significa levantar el corazón al Señor.
El corazón de la Iglesia debe ser traspasado por una espada, para que la verdadera mentalidad de la gente salga a la luz, luz que ilumina a todo hombre que viene al mundo. Para que dicha mentalidad emerja finalmente, el bautizado para caída y elevación de muchos debe primero sumergirse completamente en el bautismo. Puesto que su Iglesia debe prolongar su influencia a través del tiempo, seguirá siendo eternamente la perturbadora de los planes humanos de complacencia y autoliberación. Ser a la vez martillo y yunque. Mostrar la paz posible y provocar con ello la discordia. Predicar la humildad de la cruz y ser acusada de arrogancia. Mostrar el amor como camino de liberación y estimular con ello luchas en torno, precisamente, a esta liberación. Y el tumulto será tan confuso, que no se podrá distinguir siquiera dónde arde el auténtico fuego de Cristo y dónde el fuego contrario del infierno. Sólo los santos, con su fuego, serán auténticos faros para los barcos en peligro de naufragar[1].
El Apóstol Pablo nos marca un camino muy concreto y fructífero para vivir todo esto: Desterrad de vosotros toda amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo… Vivid en el amor, como Cristo os amó y se entregó por nosotros (Ef 4,30-5,2).
Todavía no hemos llegado a derramar sangre en nuestra pelea contra el pecado. Todavía nos queda mucho. El Señor nos llama a la perfección y a ser testigos de este fuego que prende, que arrebata y llena con la Palabra de Dios los corazones de aquellos que queremos dar respuesta a su mensaje.
Antes de terminar, todavía quiero recordar a San Ezequiel Moreno, cuya fiesta celebramos hoy. Había nacido en 1848 en Alfaro, provincia de La Rioja. A los 17 años profesó en la Orden de Agustinos Recoletos. A los 22 marchó a las misiones a Filipinas y allí fue ordenado sacerdote. Regreso a España como rector del Colegio Misionero de Monteagudo, en Navarra. En 1888 los responsables de la Orden decidieron ayudar a su provincia colombiana, a punto de extinguirse, y enviaron al Padre Ezequiel como superior del grupo. Más tarde fue nombrado Vicario apostólico; pero a los ocho años de su llegada a aquellas tierras, la Santa Sede lo nombró Obispo de Pasto, una diócesis conflictiva, colindante con la república del Ecuador. Aquella diócesis era un avispero envenenado por el anticlericalismo y las fuertes corrientes masónicas y liberales.
Quiso ser firme con los errores y, a la vez, benigno con las personas equivocadas. Publicó pastorales defendiendo la fe de sus diocesanos, pero provocó la ira de los enemigos de la Iglesia, que hicieron todo lo posible por derrocarlo y lo tacharon de intransigente e intolerante, a la vez que buscaban tacha en su vida privada para poder desprestigiarlo. Después de nueve años de ministerio episcopal, regresó a España enfermo de cáncer y falleció el 19 de agosto de 1906.
El mismo día de la consagración de obispo del P. Ezequiel, firma su primera carta pastoral y se pregunta cuál es el remedio para que Cristo viva en nuestra sociedad.
Y esto ¿cómo?, ¿con qué medios?, ¿quién me ayudará? ¡Divino Corazón de mi Jesús, a Ti me acojo! Tú eres toda mi esperanza, y Tú serás mi ayuda, mi tesoro, mi sabiduría, mi fortaleza y mi refugio: “Fortitudo mea et refugium meum es Tu”. He aquí las palabras que rodearán la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, que declaramos será el sello de nuestro oficio.
Y todavía escribe en una oración:
Contando, oh Jesús mío, con vuestra gracia, que os pido humildemente, mandadme dolores, enfermedades, pobreza, desgracias, amarguras, angustias, desolaciones, lo que queráis. ¡Soy, Amor mío, vuestra víctima! Haced de mí lo que queráis en el tiempo y en la eternidad, con tal de que se salven almas, os dé alguna gloria y proporcione algún consuelo a vuestro amantísimo Corazón.
Tenemos que buscar con empeño este camino de fe. El Corazón del Señor tiene que triunfar en nuestros corazones y en nuestra sociedad. La preocupación por las almas, por los otros, tiene que llenar todo nuestro interés, toda nuestra vida. Hemos de seguir rezando con fortaleza, no venirnos abajo.
1 Hans Urs von BALTHASAR, Tú tienes palabras de vida eterna; páginas 144-145 (Madrid, 1989).
2 José Vicente RODRÍGUEZ, De la farmacia al Carmelo. De la checa al Cielo (Madrid, 1998).
3 José Antonio ALDAMA, Homilías, Ciclo C. Páginas 273-274 (Granada, 1994).
[1] Hans Urs von BALTHASAR, Ibídem, página 146.