Alberto Magno (12001280) fue una de esas mentes brillantes que han hecho de la Iglesia un punto de encuentro, a menudo desconocido, pero real, entre la fe y la ciencia. Un genio en toda regla que llegó incluso a descubrir un elemento como el arsénico; sin embargo, hoy reflexionaremos sobre su figura desde la perspectiva del maestro que tuvo visión a largo plazo, dejando huella, como en su momento lo hizo Sócrates con Platón, en un estudiante suyo que cambió el rumbo de la teología y la filosofía sin perder por ello la prioridad de la coherencia que marca la fe: Tomás de Aquino (12251274); ambos de la Orden de Predicadores.
Por lo tanto, el mayor acierto de San Alberto, incluso por encima de sus aportes científicos que son un tesoro que vale la pena enseñar a las nuevas generaciones para que sepan que en la Iglesia la ciencia es muy valorada, fue formar a Tomás de Aquino, dando paso a un nuevo fraile que daría continuidad al proyecto del Evangelio. Hoy, no faltan jóvenes que quieran ser formados, sino adultos que deseen formar. Por lo tanto, la primera tarea de la educación católica es volver a suscitar hombres y mujeres que quieran gastarse, entre los pupitres y no espectadores, teóricos que no pisen las aulas, sino personas que, teniendo el perfil humano, espiritual y profesional necesario, ¡pongan manos a la obra!
Alberto Magno pudo inventarse muchos pretextos frente al potencial de Tomás de Aquino: “no creo que nos entendamos”, “ando con mucho trabajo”, “tengo una reunión”, “igual y mañana sea buen día”, “quizá no esté a la altura de su talento”, “a lo mejor pierde el piso si reconozco la capacidad que tiene”, etcétera. En vez de eso, Alberto Magno entendió que valía la pena hacer un alto y prestarle atención. No tendríamos una Suma Teológica, si no hubiéramos contando con el soporte de San Alberto. Los nuevos líderes que necesitan la Iglesia y la sociedad, hoy más que nunca, no se improvisan. Antes bien, implican un claro derroche de tiempo. Y eso es lo toca a todo maestro católico: formar integralmente.
Por lo tanto, el mayor acierto de San Alberto, incluso por encima de sus aportes científicos que son un tesoro que vale la pena enseñar a las nuevas generaciones para que sepan que en la Iglesia la ciencia es muy valorada, fue formar a Tomás de Aquino, dando paso a un nuevo fraile que daría continuidad al proyecto del Evangelio. Hoy, no faltan jóvenes que quieran ser formados, sino adultos que deseen formar. Por lo tanto, la primera tarea de la educación católica es volver a suscitar hombres y mujeres que quieran gastarse, entre los pupitres y no espectadores, teóricos que no pisen las aulas, sino personas que, teniendo el perfil humano, espiritual y profesional necesario, ¡pongan manos a la obra!
Alberto Magno pudo inventarse muchos pretextos frente al potencial de Tomás de Aquino: “no creo que nos entendamos”, “ando con mucho trabajo”, “tengo una reunión”, “igual y mañana sea buen día”, “quizá no esté a la altura de su talento”, “a lo mejor pierde el piso si reconozco la capacidad que tiene”, etcétera. En vez de eso, Alberto Magno entendió que valía la pena hacer un alto y prestarle atención. No tendríamos una Suma Teológica, si no hubiéramos contando con el soporte de San Alberto. Los nuevos líderes que necesitan la Iglesia y la sociedad, hoy más que nunca, no se improvisan. Antes bien, implican un claro derroche de tiempo. Y eso es lo toca a todo maestro católico: formar integralmente.