“Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria”. Con estas solemnes palabras termina el sacerdote, en la santa misa, las oraciones cuyo punto central es el acontecimiento misterioso de la transubstanciación. Al mismo tiempo encierran de forma muy breve lo que es la oración de la Iglesia: honor y gloria de la Trinidad por Cristo, con Cristo y en Cristo. Aunque las palabras se dirigen al Padre, no hay glorificación del Padre que no sea a la vez glorificación del Hijo y del Espíritu Santo. Se canta la gloria que el Padre participa al Hijo y ambos al Espíritu Santo por toda la eternidad[1].
En el Evangelio de hoy escuchamos la hermosa afirmación que Jesús hace a Nicodemo: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo (Jn 3,16). Aquí es donde Jesús nos revela el amor de Dios, que entrega a su propio Hijo -por puro amor- para salvar al mundo. Esta es la mejor definición del Padre, y de todo el misterio trinitario.
La razón humana, por sí misma, no hubiera podido sospechar jamás el misterio insondable de la vida íntima de Dios. Pero esa acción no representa un momento puntual en la historia de la salvación, ya que sigue actualizándose, y es necesario que encuentre una respuesta por nuestra parte.
El padre Enrique Ramière, al tratar sobre la inhabitación afirma que podemos imaginarnos al hombre más pobre del mundo junto a un inmenso tesoro, pero no por estar próximo a él se hará rico, pues lo que hace la riqueza no es la proximidad, sino la posesión del oro[2]. Así de sencillo es. No Dios a nuestro lado, sino la Santísima Trinidad dentro de nosotros. Fijaos, si no, cómo se ha resuelto todo esto en la Historia de la salvación:
Una última reflexión: ¿Cuántas “novedades” que iban a durar eternamente han pasado ya bajo los puentes de la Historia? ¿Cuántas seguirán pasando? Sin embargo, la permanente novedad del Evangelio sigue en pie. El Señor es fiel a su promesa; constantemente nos repite: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 28,20). No hay escena de mayor actualidad, o mejor, escena que no ha pasado de moda, que la de un monje rezando en su claustro.
Pertenecía a una familia acomodada. Su padre era gerente en los Altos Hornos de Vizcaya, y había sido asesinado en la guerra civil. Llevaba varios meses decidido a la vida religiosa, pero no terminaba de descubrir en qué congregación entraría. Finalmente lo puso todo en manos del Señor, y él mismo contaba su experiencia:
“Cierto día ayudaba a mi madre en casa a retirar de unos armarios que quería ordenar una serie de cosas de esas que se van acumulando y que, de vez en cuando, es preciso quitar de en medio. Al darme una caja considerable, grande, se cayeron al suelo unos folletos en cuyo título se podía leer: ‘La Camáldula y los camaldulenses. Medio de abrir el camino a un joven que quiere ingresar en la Orden’. Esto fue el detonante que provocó la explosión”.
¿Su nombre? Da igual; es desconocido. Es uno más de los cien religiosos camaldulenses que hay en todo el mundo, que se dedican a la vida contemplativa.
Un autor dice: “No todo el mundo, ciertamente, puede o debe hacerse monje o ermitaño. Pero está claro que no hay ningún cristiano que pueda dejar de hacerse una ermita interior en la cual se encuentre con Dios”.
He querido recordar estas ideas porque celebramos hoy la Jornada Pro orantibus. Recordamos a quienes siempre nos tienen presentes en sus oraciones: a los monjes y monjas contemplativos, que, desde la sencillez y la entrega total constituyen no sólo un tesoro, sino el mismo corazón de la Iglesia. Por ellos pedimos hoy, porque ellos piden constantemente por nosotros.
PINCELADA MARTIRIAL
Beato Juan Francisco Joya Corralero
Nació en Villarrubia de Santiago (Toledo) el 16 de mayo de 1898, y fue bautizado en la iglesia parroquial de San Bartolomé dos días más tarde. Su infancia fue difícil; siendo muy pequeño murió su madre; su padre, hombre rudo e incrédulo, lo maltrataba porque era de índole piadosa, y decía que quería ser religioso. Fue monaguillo en la parroquia del pueblo, y era considerado un niño «muy bueno, que se portaba bien con todos los chicos», según lo recordaba un anciano del lugar.
Cuando tenía 16 años se marchó a trabajar a Madrid, a una tienda de combustibles en la calle del Príncipe, cerca de la iglesia de los trinitarios de la calle Echegaray. Frecuentando la iglesia, conoció la Orden y pidió entrar en ella. Fue admitido para hermano cooperador, tomando el hábito en Algorta el 16 de diciembre de 1918; escogió el apellido religioso «de la Virgen del Castellar» por devoción a la Patrona de su pueblo natal. La profesión simple la realizó el 8 de febrero de 1920. Poco después fue enviado por los superiores a Santiago de Chile, donde emitió la profesión solemne el 26 de julio de 1923. De Chile fue trasladado a Buenos Aires (donde destacó como catequista en el Colegio «Madres Argentinas»), y de allí a Roma (convento de San Carlino) donde residió entre 1930 y 1932. Tras un brevísimo período en Madrid, fue enviado a Belmonte, de donde fue conventual hasta su muerte.
Fray Juan era de temperamento jovial y alegre. Fue un buen sacristán, portero y sastre. En Belmonte fundó la Pía Asociación de la Santísima Trinidad (sección de niños) y la Asociación del Niño Jesús. La primera constaba de unos 70 niños, la segunda de unos 20, que todavía no habían hecho la primera comunión. Todos sus desvelos eran para los niños. Les daba el catecismo, y les exponía con maestría ejemplos que los animaran a la piedad, al amor a Dios y a la Virgen María. Era todo un espectáculo para la gente de Belmonte asistir a las comuniones generales de niños organizadas por fray Juan, tanto por la devoción y compostura de los niños, como por los adornos de los altares a base de ramos y guirnaldas de flores, que él preparaba con arte singular. Tenía paciencia admirable en los ensayos de cantos con los niños, ya que no tenía buen oído. Cuando le parecía que ya habían aprendido bien el canto, llamaba al organista para el ensayo general en la iglesia. Organizaba monumentales chocolatadas para los críos en los claustros del convento, juegos, una biblioteca infantil, catequesis, sesiones de teatro, haciendo las delicias de pequeños y grandes.
Devotísimo de su patrona, la Virgen del Castellar, compuso y editó una novena que durante muchos años fue practicada por la gente de Villarrubia de Santiago. Llamaba la atención, a quienes le conocieron, que siendo un hombre con poca preparación intelectual, fuera capaz de ser tan buen pedagogo y de tener tantas iniciativas educativas coronadas con el éxito; su bondad, sencillez, alegría e imaginación suplieron en él la falta de estudios.
De su caridad habla elocuentemente el detalle de que, habiéndose podido poner a salvo, no quiso dejar solo a uno de los padres del convento. Cuando lo detuvieron, según lo que ya queda dicho, quisieron fusilarlo en la misma portería, y fue objeto de burlas, insultos y amenazas.
Cuando lo sacaron de la prisión de Belmonte para llevarlo a Cuenca, dijo estas palabras a la mujer del carcelero, que tenía varios hijos en las asociaciones trinitarias: «Lo que más siento son los niños de la Cofradía de la Santísima Trinidad, que los dejo para siempre ahora que tanta falta les hace la educación cristiana».
En la cárcel se comportó como un religioso ejemplar, ayudando en cuanto podía a sus compañeros, en constante oración. Fray Juan era consciente de la certeza del martirio. Cuando examinaron sus restos, en 1939, le encontraron en un bolsillo del pantalón un papelito en el que había escrito su nombre y el pueblo de su nacimiento para que pudieran identificarlo: «Soy Juan Joya Corralero, de Villarrubia de Santiago (Toledo)». Y también se le encontró una medalla de la Patrona de su pueblo, su querida Virgen del Castellar.
(Fray Pedro ALIAGA, Entre palmas y olivos. Mártires trinitarios de Jaén y Cuenca. Con un apéndice sobre el beato Álvaro Santos Cejudo. Córdoba-Madrid, 2oo7).
En el Evangelio de hoy escuchamos la hermosa afirmación que Jesús hace a Nicodemo: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo (Jn 3,16). Aquí es donde Jesús nos revela el amor de Dios, que entrega a su propio Hijo -por puro amor- para salvar al mundo. Esta es la mejor definición del Padre, y de todo el misterio trinitario.
La razón humana, por sí misma, no hubiera podido sospechar jamás el misterio insondable de la vida íntima de Dios. Pero esa acción no representa un momento puntual en la historia de la salvación, ya que sigue actualizándose, y es necesario que encuentre una respuesta por nuestra parte.
El padre Enrique Ramière, al tratar sobre la inhabitación afirma que podemos imaginarnos al hombre más pobre del mundo junto a un inmenso tesoro, pero no por estar próximo a él se hará rico, pues lo que hace la riqueza no es la proximidad, sino la posesión del oro[2]. Así de sencillo es. No Dios a nuestro lado, sino la Santísima Trinidad dentro de nosotros. Fijaos, si no, cómo se ha resuelto todo esto en la Historia de la salvación:
- En el eterno silencio de la vida intradivina, se decidió la obra de la redención. En lo oculto de la silenciosa habitación de Nazaret vino la fuerza del Espíritu Santo sobre la Virgen que oraba en la soledad y realizó la encarnación del Redentor.
- Reunida en torno a la Virgen que oraba en silencio, esperó la Iglesia naciente la nueva infusión del Espíritu, que la debía vivificar para una mayor claridad interior y para una acción exterior fructuosa.
- En la noche de la ceguera, que Dios había impuesto a sus ojos, Saulo esperó en oración solitaria la respuesta del Señor a su pregunta: ¿Qué quieres que haga? (Hch 9).
- Y Pedro se preparó en oración solitaria a la misión entre los paganos (Hch 10).
Y así continúa siendo a través de todos los siglos…[3]
Podemos caer en el error de pensar que la vida de oración es competencia de las almas contemplativas. Sin embargo, este breve texto de santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein) nos recuerda cómo, siendo cada uno de nosotros templos vivos de la Trinidad, solamente en comunión, en contacto con Él vamos a poder llevar a cabo en nuestra vida la vocación a la santidad que debe buscar todo cristiano.
La transparencia y serenidad de los santos es fruto de un proceso de filiación divina a imitación de Cristo. Es el gozo de ver en todo el amor del Padre. Y así, la dificultad de los conceptos teológicos se vuelve tan sencilla como la necesidad y el deseo de poseer a Dios en nuestra vida, de que Él habite en nosotros. Pero esa actitud filial no es una conquista, sino un don del Espíritu Santo. Por eso necesitamos de la oración.
San Nicolás de Flüe (14171487) se vio obligado a intervenir en distintas guerras en defensa de Suiza, su patria. A los treinta años contrajo matrimonio; tuvo diez hijos. A los 50, cuando murió su mujer, se retiró a la ermita de Ranft viviendo en soledad, en oración profunda y ayuno. Allí escribió su Tratado del Peregrino, sobre el misterio de la Trinidad. Su país se encontraba, de nuevo, dividido por la guerra. Al cabo de unos años, en los que unificó su propio corazón, pudo dar a sus amigos políticos la solución para terminar con la tragedia y las divisiones del país. Les dijo: “La paz y la unidad se inspiran siempre y sólo en Dios Amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo”. Inesperadamente se consiguió la paz y la unificación del país. Desde entonces, la Constitución suiza comienza inspirándose en la comunión de la Trinidad. Nicolás llegó a la eficacia evangélica partiendo de un proceso de purificación y unificación[4]. Primero desde dentro, particularmente, en la vida de cada uno; y después hasta poder cambiar nuestra propia sociedad. Y así reza una oración suya que ha recogido el Catecismo de la Iglesia Católica[5]:
La transparencia y serenidad de los santos es fruto de un proceso de filiación divina a imitación de Cristo. Es el gozo de ver en todo el amor del Padre. Y así, la dificultad de los conceptos teológicos se vuelve tan sencilla como la necesidad y el deseo de poseer a Dios en nuestra vida, de que Él habite en nosotros. Pero esa actitud filial no es una conquista, sino un don del Espíritu Santo. Por eso necesitamos de la oración.
San Nicolás de Flüe (14171487) se vio obligado a intervenir en distintas guerras en defensa de Suiza, su patria. A los treinta años contrajo matrimonio; tuvo diez hijos. A los 50, cuando murió su mujer, se retiró a la ermita de Ranft viviendo en soledad, en oración profunda y ayuno. Allí escribió su Tratado del Peregrino, sobre el misterio de la Trinidad. Su país se encontraba, de nuevo, dividido por la guerra. Al cabo de unos años, en los que unificó su propio corazón, pudo dar a sus amigos políticos la solución para terminar con la tragedia y las divisiones del país. Les dijo: “La paz y la unidad se inspiran siempre y sólo en Dios Amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo”. Inesperadamente se consiguió la paz y la unificación del país. Desde entonces, la Constitución suiza comienza inspirándose en la comunión de la Trinidad. Nicolás llegó a la eficacia evangélica partiendo de un proceso de purificación y unificación[4]. Primero desde dentro, particularmente, en la vida de cada uno; y después hasta poder cambiar nuestra propia sociedad. Y así reza una oración suya que ha recogido el Catecismo de la Iglesia Católica[5]:
Señor mío y Dios mío,
quítame todo lo que me aleja de ti.
Señor mío y Dios mío,
dame todo lo que me acerca a ti.
Señor mío y Dios mío,
despójame de mí mismo para darme todo a ti.
quítame todo lo que me aleja de ti.
Señor mío y Dios mío,
dame todo lo que me acerca a ti.
Señor mío y Dios mío,
despójame de mí mismo para darme todo a ti.
Una última reflexión: ¿Cuántas “novedades” que iban a durar eternamente han pasado ya bajo los puentes de la Historia? ¿Cuántas seguirán pasando? Sin embargo, la permanente novedad del Evangelio sigue en pie. El Señor es fiel a su promesa; constantemente nos repite: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 28,20). No hay escena de mayor actualidad, o mejor, escena que no ha pasado de moda, que la de un monje rezando en su claustro.
Pertenecía a una familia acomodada. Su padre era gerente en los Altos Hornos de Vizcaya, y había sido asesinado en la guerra civil. Llevaba varios meses decidido a la vida religiosa, pero no terminaba de descubrir en qué congregación entraría. Finalmente lo puso todo en manos del Señor, y él mismo contaba su experiencia:
“Cierto día ayudaba a mi madre en casa a retirar de unos armarios que quería ordenar una serie de cosas de esas que se van acumulando y que, de vez en cuando, es preciso quitar de en medio. Al darme una caja considerable, grande, se cayeron al suelo unos folletos en cuyo título se podía leer: ‘La Camáldula y los camaldulenses. Medio de abrir el camino a un joven que quiere ingresar en la Orden’. Esto fue el detonante que provocó la explosión”.
¿Su nombre? Da igual; es desconocido. Es uno más de los cien religiosos camaldulenses que hay en todo el mundo, que se dedican a la vida contemplativa.
Un autor dice: “No todo el mundo, ciertamente, puede o debe hacerse monje o ermitaño. Pero está claro que no hay ningún cristiano que pueda dejar de hacerse una ermita interior en la cual se encuentre con Dios”.
He querido recordar estas ideas porque celebramos hoy la Jornada Pro orantibus. Recordamos a quienes siempre nos tienen presentes en sus oraciones: a los monjes y monjas contemplativos, que, desde la sencillez y la entrega total constituyen no sólo un tesoro, sino el mismo corazón de la Iglesia. Por ellos pedimos hoy, porque ellos piden constantemente por nosotros.
PINCELADA MARTIRIAL
Beato Juan Francisco Joya Corralero
Nació en Villarrubia de Santiago (Toledo) el 16 de mayo de 1898, y fue bautizado en la iglesia parroquial de San Bartolomé dos días más tarde. Su infancia fue difícil; siendo muy pequeño murió su madre; su padre, hombre rudo e incrédulo, lo maltrataba porque era de índole piadosa, y decía que quería ser religioso. Fue monaguillo en la parroquia del pueblo, y era considerado un niño «muy bueno, que se portaba bien con todos los chicos», según lo recordaba un anciano del lugar.
Cuando tenía 16 años se marchó a trabajar a Madrid, a una tienda de combustibles en la calle del Príncipe, cerca de la iglesia de los trinitarios de la calle Echegaray. Frecuentando la iglesia, conoció la Orden y pidió entrar en ella. Fue admitido para hermano cooperador, tomando el hábito en Algorta el 16 de diciembre de 1918; escogió el apellido religioso «de la Virgen del Castellar» por devoción a la Patrona de su pueblo natal. La profesión simple la realizó el 8 de febrero de 1920. Poco después fue enviado por los superiores a Santiago de Chile, donde emitió la profesión solemne el 26 de julio de 1923. De Chile fue trasladado a Buenos Aires (donde destacó como catequista en el Colegio «Madres Argentinas»), y de allí a Roma (convento de San Carlino) donde residió entre 1930 y 1932. Tras un brevísimo período en Madrid, fue enviado a Belmonte, de donde fue conventual hasta su muerte.
Fray Juan era de temperamento jovial y alegre. Fue un buen sacristán, portero y sastre. En Belmonte fundó la Pía Asociación de la Santísima Trinidad (sección de niños) y la Asociación del Niño Jesús. La primera constaba de unos 70 niños, la segunda de unos 20, que todavía no habían hecho la primera comunión. Todos sus desvelos eran para los niños. Les daba el catecismo, y les exponía con maestría ejemplos que los animaran a la piedad, al amor a Dios y a la Virgen María. Era todo un espectáculo para la gente de Belmonte asistir a las comuniones generales de niños organizadas por fray Juan, tanto por la devoción y compostura de los niños, como por los adornos de los altares a base de ramos y guirnaldas de flores, que él preparaba con arte singular. Tenía paciencia admirable en los ensayos de cantos con los niños, ya que no tenía buen oído. Cuando le parecía que ya habían aprendido bien el canto, llamaba al organista para el ensayo general en la iglesia. Organizaba monumentales chocolatadas para los críos en los claustros del convento, juegos, una biblioteca infantil, catequesis, sesiones de teatro, haciendo las delicias de pequeños y grandes.
Devotísimo de su patrona, la Virgen del Castellar, compuso y editó una novena que durante muchos años fue practicada por la gente de Villarrubia de Santiago. Llamaba la atención, a quienes le conocieron, que siendo un hombre con poca preparación intelectual, fuera capaz de ser tan buen pedagogo y de tener tantas iniciativas educativas coronadas con el éxito; su bondad, sencillez, alegría e imaginación suplieron en él la falta de estudios.
De su caridad habla elocuentemente el detalle de que, habiéndose podido poner a salvo, no quiso dejar solo a uno de los padres del convento. Cuando lo detuvieron, según lo que ya queda dicho, quisieron fusilarlo en la misma portería, y fue objeto de burlas, insultos y amenazas.
Cuando lo sacaron de la prisión de Belmonte para llevarlo a Cuenca, dijo estas palabras a la mujer del carcelero, que tenía varios hijos en las asociaciones trinitarias: «Lo que más siento son los niños de la Cofradía de la Santísima Trinidad, que los dejo para siempre ahora que tanta falta les hace la educación cristiana».
En la cárcel se comportó como un religioso ejemplar, ayudando en cuanto podía a sus compañeros, en constante oración. Fray Juan era consciente de la certeza del martirio. Cuando examinaron sus restos, en 1939, le encontraron en un bolsillo del pantalón un papelito en el que había escrito su nombre y el pueblo de su nacimiento para que pudieran identificarlo: «Soy Juan Joya Corralero, de Villarrubia de Santiago (Toledo)». Y también se le encontró una medalla de la Patrona de su pueblo, su querida Virgen del Castellar.
(Fray Pedro ALIAGA, Entre palmas y olivos. Mártires trinitarios de Jaén y Cuenca. Con un apéndice sobre el beato Álvaro Santos Cejudo. Córdoba-Madrid, 2oo7).
[1] Edith STEIN, La oración de la Iglesia en Escritos Espirituales, p.5 (Madrid 1998).
[2] Enrique RAMIÈRE, El Corazón de Jesús y la divinización del cristiano, p. 219 (Bilbao 1931).
[3] Edith STEIN, La oración de la Iglesia en Escritos Espirituales, p.15 (Madrid 1998).
[4] Juan ESQUERDA BIFET, La fuerza de la debilidad, p. 25 (Madrid 1993).
[5] CEC, nº 226