Somos seres humanos, lo que nos hace compartir la naturaleza. Naturaleza que está herida. Herida nos une de forma evidente. Tendemos a ver en los demás, los defectos y errores que cada uno de nosotros carga. Esta tendencia a ver la paja en ojo ajeno podría ser utilizada de forma positiva, dándonos cuenta de que lo que observamos de malo en nuestro hermano, nosotros lo cargamos igual que él. Podría ayudarnos a no suponer el mal que otro carga dentro, sino ver en nosotros el mal que vemos en los demás. Las suposiciones, los prejuicios, los rencores y sentimientos actúan como manchas en el cristal del alma. Nos impiden ver la imagen de Dios en los demás y nos predisponen a suponer que “el que no me sigue el juego” tiene las mismas malas intenciones que yo siento por dentro.
San Agustín tuvo ciertos problemas con un Obispo llamado Pablo y nos relata lo que sintió tras el alejamiento entre ambos:
No me acusarías tanto de inexorable [Que no se deja convencer o ablandar por ruegos o súplicas] si no me tuvieses también por mentiroso. Pues ¿qué es lo que crees de mis intenciones, cuando tales cosas me escribes, sino que me he dejado sorprender por una rencilla calumniosa y por un odio detestable hacia ti? ¿Piensas que en un punto tan evidente no evito el ser tenido por réprobo mientras predico a los demás?
¿O que quiero arrojar la mota de tu ojo para abrigar en el mío la viga? No es lo que piensas. Nuevamente te repito, poniendo por testigo a Dios, que, si tú quisieses para ti mismo lo que yo quiero para ti, ya haría tiempo que vivirías seguro en Cristo y serías el regocijo de la Iglesia en la gloria de su nombre. Mira que ya te he escrito diciendo que no sólo eres mi hermano, sino también mi colega. Porque no puede suceder que no sea colega mío cualquier obispo de la Iglesia Católica, sea quien sea, con tal que no esté condenado por ninguna sentencia eclesiástica. Ahora bien, para no estar en comunión contigo no tengo otro motivo que la imposibilidad de adularte. (San Agustín. Carta 85, 1)
Es interesante que nos fijemos en la última de las indicaciones que recoge el fragmento que he compartido: “para no estar en comunión contigo no tengo otro motivo que la imposibilidad de adularte”. Cuando un católico decide alejarse por imposibilidad de aceptar los planteamientos del otro, aparecen los resentimientos humanos. El que se siente “rechazado” tiende a ver en el otro todos los males que todos nosotros llevamos dentro: mentira, maledicencia, doblez, etc. Llevemos esto al momento actual de la Iglesia. Un momento en que las grietas eclesiales tienden a separarnos en guetos más o menos cerrados.
Ser católico en el siglo XXI es muy complicado o fácil. Complicado si rehuimos los grupos cerrados con ideologías/sensibilidades marcadas. Fácil si nos acomodamos dentro de un grupo ideológico/cultural. Estos grupos son afables e integradores mientras aceptes sus premisas y no discutas aquellas cuestiones que son fundamentales para ellos. Pero cuando una persona decide dejar el grupo, se convierte en un contrincante, un desertor, un casi-enemigo. Digo casi, porque supongo que en el fondo, la caridad cristiana hace que no se pase del resentimiento. Aunque quien salga deje claro que su salida no conlleva romper los vínculos de amistad, es muy complicado que el grupo acepte lo que para ellos es una traición. En el fondo, asimilamos quienes integran el grupo sienten que poseen la “verdad católica” con exclusividad y cualquiera les contradice sin llevarse un par de azotes dialécticos.
En este entorno, como le pasó a San Agustín, no cabe más que tolerar y aceptar que la reacción de quienes se sienten “traicionados”. Sentimiento que es el mismo que todos tendríamos en esa situación. No pasa nada, la amistad no se termina porque supongan maldad o cosas peores. Antes de la ascensión, Cristo se aparecía a los Apóstoles y les decía: “Paz a vosotros”. Que la Paz del Señor sea con nosotros, aunque nos cueste entender que la fe que se cultiva en grupos cerrados, tiende a convertirse en ideología. Toda muralla que se crea para separarnos de los demás, se termina por convertir en una nueva Torre de Babel. Las murallas crecen para separarnos de los demás y para lograr llegar a Dios por medio de estos medios humanos.
El gran desafío de la Iglesia del siglo XXI es encontrar la fórmula para no crear guetos mientras el número de fieles se reduce día a día. ¿La respuesta? ¿El método? No lo tenemos nosotros. El Espíritu Santo es quien nos ofrece la Palabra que da sentido a todo y a todos.