A veces pasan cosas que nos dejan atontaos y sin habla por lo inesperadas y porque son “cosas malas”.
Cuando la vida nos golpea nos quedamos desconcertados, no sabemos de dónde nos vienen las tortas. En un primer momento nos bloqueamos, nos quedamos inmovilizados mirando alrededor buscando alguna señal de lo que está pasando.
En el instante del “golpe” nuestra vida ha dejado de ser como nosotros la conocemos, algo ha cambiado en ella; aún no sabemos en qué cosas concretas pero sí que a partir de ahora va a ser distinta en algo. Y nos sentimos en suspenso, como si perdiéramos el equilibrio, con cierta dosis de incertidumbre en el alma.
Ese “golpearnos” de la vida puede venir en forma de una enfermedad inesperada en nosotros mismos o en alguien de la familia; o de un cambio en las condiciones laborales que conlleva la pérdida de ingresos y por tanto exige cambiar de costumbres; o en forma de un traslado a un nuevo destino laboral que exige la mudanza de toda la familia y la separación de los amigos y demás seres queridos, del entorno familiar de los hijos, etc…; o de la muerte de un pariente cercano o de un amigo muy querido; o de que algo que dabas por sentado no sale como esperabas; o de que alguien o algo que creías un príncipe azul te ha salido rana, qué sé yo, pueden pasar tantas cosas…
¿Y qué hacemos ahora? ¿Cómo reaccionamos? Hay quien se lleva las manos a la cabeza, quien se mete el puño en la boca… A mí me suele salir un gesto reflejo: me tapo la nariz y la boca con las manos y cierro los ojos al tiempo que digo algo así como “¡Dios mío!”, "¡Jesús!"... siempre invoco al Cielo sin darme cuenta, me sale sólo.
Si digerir la noticia cuesta, más todavía cuesta seguir viviendo día a día a partir de ese acontecimiento “del cambio”. Porque ni el mundo se para ni la Humanidad entera sabe lo que nos pasa, así que hay que seguir levantándose por las mañanas para ir a trabajar, al colegio o a la Facultad. Hay que seguir viviendo aunque nos cueste o ya no nos apetezca.
¿No te parece que no te va a volver a salir eso de “volver a la normalidad”?
Y si la persona afectada por ese “cambio” es alguien que depende de ti, tu hijo o uno de tus padres que ya están mayores, sientes un peso muy grande y cierto miedo a no saber qué hacer ni cómo.
¿Cómo ajustar los gastos, que son los mismos, a los nuevos y menores ingresos? ¿Cómo ayudar a mis hijos a integrarse en una ciudad y un colegio nuevos? ¿Cómo hacer que mi cónyuge recién diagnosticado de una enfermedad grave no se sienta en el fondo del pozo más profundo del universo? ¿Cómo hago yo mismo para no quedarme paralizado, horrorizado y todos los “ado” del diccionario ante esto que se me ha venido encima de repente y por sorpresa?
“Per aspera ad astra”, que decía Séneca: a través de las dificultades a las estrellas. Con los pies bien apoyados en el suelo elevar los ojos al Cielo y mirar a Dios, mi Padre, que sólo quiere para mí cosas buenas. Cogerme fuerte de su mano y no soltarme. Hablar con Él de lo que me ha pasado y de cómo me siento, de que no sé cómo arreglarlo o gestionarlo, de que me veo perdido…
Pedirle consejo y paz para estar sereno y no perder el control y poder pensar con claridad en posibles soluciones o formas de hacer las cosas a partir de ahora. Y no dejar de rezar. Y no darle la espalda aunque no entienda por qué me envía esta cruz.
Piensa: ¿no le dijiste el Viernes Santo que querías ser su cirineo? ¡Pues será que está cansado y dolorido y te está pidiendo que le ayudes a llevar la Cruz un rato! ¿O es que sólo se lo dijiste en un arrebato pasajero de fervor lacrimógeno?
Dios se nos toma en serio, muy en serio. Para pedirnos y para darnos.
Y cerca de un hijo que sufre siempre hay una madre sufriendo y amando a lo bestia. Y los cristianos tenemos, además de a la de cada uno, a la madre de Cristo que también es la nuestra.
¿Y qué hacen las madres cuando sus hijos sufren? Abrazar, besar, consolar, coger en brazos, mecer, calmar, arrullar…
¡Pues eso!