Como continuación del evangelio del domingo anterior, se pone hoy de manifiesto cómo los suyos, los que le conocen, los que le han visto crecer, son los que desconfían de Jesús.

Para ofrecer motivos de credibilidad, Jesús apela a sus obras, a todo lo que ha llevado a cabo en presencia de los discípulos y de toda la gente. Se trata de obras santas y muchas veces milagrosas, realizadas como signos de su verdad. Por esto merece que se tenga fe en Él. Jesús lo dice no solo en el círculo de los Apóstoles, sino ante todo el pueblo. En efecto, leemos que al día siguiente de la entrada triunfal en Jerusalén, la gran multitud que había llegado para las celebraciones pascuales, discutía sobre la figura de Cristo y la mayoría no creía en Jesús, aunque había hecho tan grandes milagros en medio de ellos (Jn 12, 37). En un determinado momento Jesús, clamando, dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado, y el que me ve, ve al que me ha enviado (Jn 12, 44). Así pues, podemos decir que Jesucristo se identifica con Dios como objeto de la fe que pide y propone a sus seguidores. Y les explica: Las cosas que yo hablo, las hablo según el Padre me ha dicho (Jn 12, 50): alusión clara a la fórmula eterna por la que el Padre genera al Verbo-Hijo en la vida trinitaria.

Esta fe, ligada a las obras y a las palabras de Jesús[1], se convierte en una “consecuencia lógica” para los que honradamente escuchan a Jesús, observan sus obras, reflexionan sobre sus palabras. Pero este es también el presupuesto y la condición indispensable que exige el mismo Jesús a los que quieren convertirse en sus discípulos o beneficiarse de su poder divino...

En la segunda lectura proclamada este domingo se nos recuerda el famoso pasaje en el que San Pablo, escribiendo a los Corintios, después de manifestar en los primeros versículos de este capítulo doce el recuento de sus glorias, da como un paso atrás, temiendo que alguno le considere más de lo que es, y dice que, aunque pudiera gloriarse de la alteza de estas revelaciones que Dios le ha concedido, él prefiere gloriarse de sus flaquezas, que es cosa más suya. En definitiva, está realizando una declaración importante: para no ensoberbecerse con esas revelaciones, Dios le dio una espina en la carne, un emisario de Satanás que me apalea.

Mucho se ha discutido sobre el sentido de estas expresiones, y la mayoría de los exegetas (Cornely, Fillión, Prat, Allo, Spicq)[2] sostienen la tesis de que el Apóstol alude a alguna enfermedad corporal que le hacía sufrir fuertemente, sea en sentido físico, sea también en sentido moral, en cuanto parecía un obstáculo a su labor misionera. Nada tiene de extraño que la llame emisario de Satanás, pues era corriente entre los judíos atribuir las enfermedades al demonio; y además el demonio siempre se aprovecha de todas estas circunstancias para hacernos daño y llevarnos al pesimismo.

San Pablo rogó tres veces al Señor, como Jesús en Getsemaní, que le quitara esa enfermedad; pero, como Jesús, también él tuvo que aceptar la prueba, confortado con la respuesta del mismo Jesús: Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad.

Respuesta sublime, que constituye un magnífico resumen de la doctrina que Pablo ha ido inculcando en su carta. Es la paradoja de la cruz: la fuerza se realiza en la debilidad. La debilidad previene contra la soberbia de creer que la eficacia de la predicación apostólica se funda en las cualidades humanas. La eficacia proviene únicamente de Dios, que de esta manera manifiesta su poder, sirviéndose de mediaciones aparentemente inadecuadas: las limitaciones de los predicadores, sus sufrimientos, el desprecio y persecuciones que soportan. Y para todos nosotros, nuestras propias debilidades: el cansancio, la desidia, el no luchar para llevar la predicación a la vida. Presumir de las debilidades es renunciar a poner la confianza en nosotros mismos, para apoyarnos totalmente en Dios. San Pablo no está poniendo la fuerza en su debilidad, sino en cómo Cristo se hace fuerte dentro de él. No hay que pensar exclusivamente en las fuerzas y cualidades personales, que pueden ayudar en la misión profética, sino en el protagonismo de Dios, que normalmente busca lo pequeño, lo frágil y débil del mundo, para que destaque más la sabiduría del Evangelio.

Ya en alguna otra ocasión hemos repetido lo que afirma San Benito: Orad como si todo dependiese de Dios y trabajad como si todo dependiese de vosotros (Regla 20; 48). Solo en este sentido es el apóstol, y cada cristiano, colaborador de Dios, en la paradoja, escandalosa para el mundo, de que en su perfecta entrega de sí mismo a la obra de Dios pierde su vida y con ello la gana, pierde su querer ser yo para encontrar en Dios su personalidad[3].

El sacerdote Santiago Martín dice en uno de sus libros que es difícil saber cómo serían las cosas si determinados personajes que han marcado la historia no hubieran existido o si ciertos acontecimientos no hubieran tenido lugar[4]. Y eso sucede con San Benito, al que celebraremos el próximo miércoles; sin lugar a dudas, él es uno de esos personajes por el extraordinario influjo que ejerció personalmente y a través de sus monjes en establecer las raíces cristianas en el continente europeo. Escuchad lo que afirma en su famosa Regla

Cuando emprendas alguna obra buena, lo primero que has de hacer es pedir constantemente a Dios que sea Él quien la lleve a término, y así nunca lo contristaremos con nuestras malas acciones, a Él, que se ha dignado contarnos en el número de sus hijos, ya que en todo tiempo debemos someternos a Él en el uso de los bienes que pone a nuestra disposición. [...] Estimando a los demás más que a uno mismo, soporten con una paciencia sin límites sus debilidades, tanto corporales como espirituales.

Y, sobre todo, esa regla de oro que nos ofrece San Benito: No anteponer absolutamente nada a Cristo, el cual nos lleve a todos juntos a la vida eterna. San Benito nos invita a tener presente a Cristo. Y es de lo que se trata. Para que la fuerza de Cristo se haga presente en mi vida yo tengo que cuidar mi vida de oración, mi intimidad con Él, mi trato en la Eucaristía, el recibirle con frecuencia, la Misa dominical,  la asistencia al Señor, que muchas veces está solo en el Sagrario.

San Benito pintado por Fray Angélico

Claro que se podría pensar que eso que dice San Benito es muy fácil para los monjes de clausura. No cabe duda de que por este aspecto, ellos, por el silencio y por la soledad, lo tienen más fácil. Pero precisamente porque nosotros lo necesitamos más, tenemos que preguntarnos cómo debemos ponerlo todo después del amor a Cristo. No tienen necesidad de médico los sanos, dice Jesús, sino los más necesitados, los enfermos, que somos nosotros, que estamos siempre de un lado para otro, esclavos del reloj; somos nosotros los que hemos de tener presente al Señor: en nuestra vida particular, en nuestra familia, en nuestro pequeño grupo de amigos, en nuestra sociedad.

¿Por qué no hacer de vez en cuando un alto en el camino, favorecido ahora por el tiempo estival, para pararnos de nuestras prisas y decirle al Señor: Esto lo hago por Ti. Esto, Señor, por Ti?

Un sacrificio, una lectura que nos beneficie, una conversación. Ese por Ti, esa renovación de las intenciones, es como un trago de agua fresca en este tiempo de tanto calor. ¡Cuántas sonrisas para sustituir, muchas veces, ese rictus de amargura con que nos acercamos a los demás! ¡Cuántos gestos de perdón podemos seguir ofreciendo a los que tenemos más cerca y con los que, muchas veces, nos dejamos vencer por pequeñas rencillas! Todo esto se produce cada vez que el hombre herido se acuerda de que tiene una deuda de amor con Cristo, se acuerda de que lo primero en nuestra vida es el mandamiento de amar a Dios, para que cuando se acerque Jesús vea que nosotros le tenemos como lo primero, que no le despreciamos. Dice Juan al principio de su evangelio: Vino a los suyos y los suyos no le recibieron. Y esa tuvo que ser la amargura más grande  de Jesús: el abandono de los apóstoles, la cerrazón con la que sus propios paisanos no se quisieron acercar a Él. Vino a los suyos y nosotros sí queremos recibirle, sí queremos ponerle en medio de nuestra vida.

 

PINCELADA MARTIRIAL

«El ilustre prelado don Eustaquio Nieto, que con tanto celo rige la diócesis de Sigüenza, ha publicado en el Boletín Oficial de aquel obispado una notable pastoral con motivo de su regreso de Roma, adonde fue para visitar y recibir la bendición de Su Santidad Pío XI». Así recogía el ABC del 7 de junio de 1922 esta noticia del Siervo de Dios Eustaquio Nieto y Martín, que fue el primer obispo asesinado en la persecución religiosa. Ya contamos su vida y martirio:

https://www.religionenlibertad.com/blog/16809/una-cuneta-yace-cuerpo-del-primer-obispo-asesinado.html

«El documento dirigido a sus diocesanos por el virtuoso padre Nieto es, en síntesis, una evangélica exaltación de los sentimientos religiosos y una invocación para avivar la fe, arma preciosa para la salvación de las almas.

Después de relatar su visita al Pontífice y de recordar las frases de aliento que el Vicario de Cristo tuvo para los ministros del Altísimo en estos tiempos de lucha y de sacrificio, exhorta a todos, sacerdotes y feligreses, a que inspiren los actos de su vida en el amor a Dios, a la Iglesia y a sus semejantes...

Mas para que la Iglesia -dice- pueda realizar este programa de amor, es de todo punto indispensable que el sacerdote católico lleva siempre una vida ejemplar, se imponga grandes sacrificios, predique constantemente la doctrina evangélica, catequice al pueblo y esté colocado en todo momento en la brecha y arma al brazo para contener a los enemigos de la religión y defender los intereses de Dios y de la Iglesia que le han sido confiados. Esta es la aspiración suprema del Romano Pontífice; que el sacerdote cumpla su ministerio, que por todas partes vaya derramando el suave perfume de sus virtudes, que con su ejemplo edifique a los demás, atrayendo al seno amoroso de la Iglesia a las almas descarriadas y ofuscadas en el laberinto de las pasiones; en una palabra, que los sacerdotes todos se porten siempre y en toda ocasión como verdaderos ministros de Dios; “sicut Dei ministros”. Cuando el Santo Padre nos decía estas palabras, parece que brillaba en sus ojos un rayo de esperanza y como que abrigaba la seguridad de que el mundo ha de entrar pronto en vías de paz, progreso y felicidad, todo ello debido a la acción sacerdotal que, haciéndose cargo de su elevadísima misión, regenerará al mundo con las celestiales doctrinas y enseñanzas del divino Nazareno”.

La pastoral del sabio obispo de Sigüenza ha sido muy elogiada por su amplio espíritu de predicación del amor y la caridad».

 

[1] San JUAN PABLO II, Audiencia del 21 de octubre de 1987, número 3.

[2] PROFESORES DE SALAMANCA, Biblia comentada VI (2º) Epístolas paulinas, página 154 (Madrid, 1975).

[3] Hans Urs VON BALTHASAR, Tú tienes palabras de vida eterna, página 166. (Madrid, 1998).

[4] Santiago MARTÍN, Los santos protectores, página 148. (Madrid, 1999).